Un sermón en La Habana y el hombre de la silueta

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“…alguien te llama Ernesto en el mercado o en las gasolineras, un joven atraviesa la hierba en una silla, ahora dice tu nombre como quien busca alivio en medio del dolor, allí fuiste a morir con los ojos abiertos.”

 Fernando Valverde; Con los ojos abiertos caminas por la muerte

“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.”

Por Roberto Longoni / @Galleta27

El calor del Caribe es penetrante y no da respiro. Un hombre con el pelo  canoso y un traje blanco hace resonar los ecos de las paredes de la Plaza de la Revolución, donde alguna vez ciertos héroes de barba eran los únicos ídolos. Lo que podría haber sido una contradicción en tiempos más duros, hoy se vuelve una bocanada de aire fresco. Francisco levanta la mano, mira a la multitud y menciona la palabra “Revolución” que en Cuba tiene tanto sentido, pero le da un impulso más. La revolución también tiene que ver con la ternura, con la solidaridad, con la esperanza y la compañía, con hacer nuestros los dolores y las alegrías de la gente. Revolución, dice, es renovar cada instante esa fe que, desde distintos frentes, siempre recala en el hombre nuevo.

El santo padre voltea cómplice a ver la silueta en la pared del edificio de Telecomunicaciones. La sombra de ese otro hombre aprueba. “Hombre nuevo”…

Del calor del Caribe al frío de la cordillera boliviana hay una diferencia enorme, y de un 2015 esperanzado y desastroso, a un 1967 donde todo era posible, donde aún no nos era arrancada la esperanza, hay una brecha aún mayor. Un hombre está herido en la escuela rural de un pequeño pueblo llamado “La Higuera”. No baja la mirada. El centinela no resiste la mirada, ni la curiosidad:

-Me dijeron que en Cuba todos eran ateos, que no creían en nada. –

Ernesto ríe con un aire distendido: -No muchacho, no creemos en Dios, efectivamente.-

Con los ojos abiertos y sorprendidos, el guardia juzga: -¿Cómo es posible no creer en nada?-

La risa regresa. –No muchacho, yo dije que no creo en Dios, pero sí creo en algo, yo creo en el hombre, yo creo en la humanidad.-

El centinela queda mudo y no responde nada.

Ernesto queda sólo, voltea a la pizarra que hasta hace unas horas había sido utilizada por una maestra boliviana para enseñar a sus alumnos a leer y escribir. Con sus últimas fuerzas insiste, a la frase en el pizarrón le falta un acento. “Yo sé leer”. Ernesto Guevara libra la última batalla. Un acento en el saber, en el ser. No olvidar poner el acento en el hombre. Transformar la realidad hasta el último momento. No perder la fe.

Este hombre, el del acento y la fe, fue asesinado en esa misma escuela horas después. Su silueta adorna hoy un edifico en la Plaza de la Revolución de La Habana. En esa misma plaza donde alguna vez se escuchó su voz, la semana pasada, bajo otras condiciones, con un crucifijo en vez de una hoz y un martillo detrás, se dio el mismo mensaje de fe en la humanidad: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.”

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