Sobre los deseos, derechos y opiniones

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El problema está en que una opinión no necesariamente implica certeza, si entendemos por ésta la adhesión firme y si temor a la realidad

Por Carmen Valle / @Carvallero

Hace algún tiempo tuve la oportunidad de leer la obra de Jamie Whyte, Crimes against Logic.  Me llamó la atención de forma particular el capítulo titulado “The right to your opinion”, pues más allá de crear una idea acerca del ya muy gastado tema sobre el derecho de expresar las propias opiniones, ofrece razones que justifican lo que, en el fondo, deberíamos aceptar, o no, cuando enarbolamos la bandera de la mentada libertad de expresión.

Este breve escrito intenta hacer una reflexión sobre el engaño que implica el reclamo actual por los “Derechos”, así como la inevitable discrepancia cuando se enfrenta a la libertad de expresión.

En primer lugar habremos de apreciar, junto con Whyte, la distinción de campos en el que la palabra Derecho puede usarse. Por un lado, en un sentido político, cuando está relacionado con cierto sistema legal, y por consiguiente, con una implicación de universalidad. Por otro lado, en un sentido epistémico, es decir, aquel que esgrime un derecho relacionado con el conocimiento de lo verdadero, de la realidad; en otras palabras, el tener derecho a la opinión sería justificable, en un sentido epistémico, sólo si se tuvieran las razones y argumentos verdaderos para sostener la misma.  De ahí que, según Whyte, no pueda ser sujeto a universalidad, dado que es imposible que todos los hombres tengan las mismas razones (sin mencionar que éstas sean de peso), para sustentar sus opiniones.

Aceptada esta distinción se puede afirmar que, ni todos los deseos, por muy humanos que parezcan, pueden ser afirmados como Derechos, ni todas las opiniones son sinónimo de justificación verdadera. Por ejemplo, podemos reclamar un “Derecho a la salud”, como en alguna ocasión lo mencionó Mary Robinson frente a las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Lo que no podemos hacer es impedir lo que sucede de manera natural al cuerpo humano, que precisamente impide que la salud se conserve en las mejores condiciones (baste pensar en el proceso de envejecimiento, por el que, naturalmente, se van perdiendo facultades que impiden mantener dicho estado de salud).

Reconociendo lo anterior, tendríamos que admitir, consecuentemente, que toda situación que disminuya o altere este utópico y salubre estado, violaría tal derecho; y si así fuera, ni imaginar lo que pasaría con las repercusiones del muy variable clima invernal. Probablemente las Comisiones de Derechos Humanos estarían saturadas de peticiones de ciudadanos víctimas de enfermedades respiratorias, quienes con insistencia reclamarían en contra del incierto clima por la violación de su “Derecho a la salud”.

Recalcando el primer punto, una cosa es propiciar condiciones para cierto bienestar humano, y otra pretender que cualquier deseo, por muy buena voluntad que se tenga, sea esgrimido como “Derecho”.

Es necesario hacer una segunda distinción, aquella entre tener una opinión personal, y pensar que tal opinión es criterio de razón suficiente para afirmar que es verdadera, por el simple hecho de ser propia. En otras palabras, tomar mi opinión como criterio de verdad, sin que ello implique tener las razones suficientes para sostenerla de manera consistente.

Ciertamente, cuando se opina sobre cierto tema, es porque se piensa que dicha opinión es verdadera, pues de lo contrario no se pronunciaría (a menos que la persona en cuestión fuera un mitómano o inmoral engañador de gentes). El problema está en que una opinión no necesariamente implica certeza, si entendemos por ésta la adhesión firme y si temor a la realidad.

Por eso, hablar sobre un “Derecho a la opinión” es, por lo ya mencionado, una falacia, un engaño esgrimido por una cultura que pretende salir a empujones y con las manos no muy limpias, de temas controversiales que necesitan argumentos razonables, antes que enarbolamiento de falsos derechos, que poco (o nada) aportan a las discusiones. Y ni hablar acerca de las posibles obligaciones que implicarían estos “deseos-derechos”, como por ejemplo, la obligación por hacer cambiar de opinión a quien se opone, enardecidamente, a mi punto de vista.

En fin, lo importante no es satanizar ni despreciar las casi sagradas opiniones que en la actualidad todo el mundo tiene y expresa al por mayor en la gran nube de redes. Más bien, es adoptar una postura de sana apertura al reconocimiento del propio error cuando se sabe, al menos, que mi opinión puede no ser, en efecto, una certeza.

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