¿En qué se puede creer después de ver tus sueños morir? Segunda Parte

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No ha sido fácil decir adiós a Lucía pero he entendido que el amor es a veces la mejor respuesta a la pregunta más complicada. He entendido, sin soberbia, que amar es, también, dejar ir.

Por Gustavo Ramírez / @Taboobs

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Extraño a Lucía, sobre todo su familiaridad. En estas horas he pasado de la apabullante oscuridad de una tristeza absoluta, al coqueteo del suicidio, a una rabia desconcertante, a un llanto infantil, a un efímero momento de reconciliación y al recuerdo de sus profundas pupilas.

No dejo de preguntarme por qué ella ¿por qué precisamente ella y no cualquiera de los miles que estábamos reunidos ese miércoles? Acuden veloces las escenas a mi cabeza. La primera bala fue disparada los instantes previos al final del mitin. Segundos después la plaza se volvió un entramado de brazos y piernas que pateaban y empujaban como si de patear y empujar dependiera su vida.

Lucía me tomó tan fuerte de la mano que la sangre que me bombeaba especialmente rápido en ese momento, dejó de llegar hasta mis dedos. El lugar era un mar de olas crecidas que destruía furioso cualquier cosa que se cruzara en su camino. Nuestro miedo era el sonido de la balas, los dos audibles desde cualquier punto.

Corrimos tan rápido como nunca hasta lograr llegar a un pequeño resquicio entre el suelo y las escaleras que llevaban al segundo piso de apartamentos del edificio Chihuahua. Habrá sido un minuto, o dos, o cinco; no me acuerdo. La mano de Lucía, que minutos antes me estrujaba como si quiera arrancarme los dedos, se desvanecía sin fuerza sobre la mía.

A Lucía la alcanzó la bala de Julio Vázquez; un miembro del Batallón Olimpia que tenía apenas 19 años y que minutos más tarde sería muerto, confundido con un miembro del movimiento estudiantil, por el cañón de la pistola de uno sus compañeros.

Ya es domingo. Hace cuatro días que Lucía no está y lo más duro es saber que no volverá nunca a mirarme con sus oscuros ojos ni a besarme con sus espesos labios. No quiero abandonar su recuerdo porque yo jamás hubiera querido abandonarla a ella ¿cómo se vive sin una persona?, ¿cómo se respira sin pensar en Lucía?

Ese día caminé por mi casa en Tacubaya con pasos errantes, como si cargara en los hombros las penas de todo el mundo. Fui de mi habitación a la cocina y después a la sala sin darme cuenta. Volví a mi pieza y me senté en la cama; coloqué los codos sobre las rodillas y mi rostro sobre las palmas de mis manos para llorar, una vez más, por Lucía.

En un momento en que separé mi cara de las manos para tomar una bocanada de aire, miré la punta de un cuaderno que se asomaba por debajo de la cama. Lo había comprado hacía dos meses para regalárselo a Lucía en su cumpleaños número diecinueve. Agaché el cuerpo para tomarlo y lo abracé fuerte contra mi pecho. Lucía era la dueña legítima de ese cuaderno y ella jamás lo sabría.

De pronto, una profunda sensación de paz me recorrió el cuerpo como caballos desbocados. Salté hacía el escritorio de mi habitación y abrí el cajón para tomar una pluma. Destapé el cuaderno y coloqué la mano sobre la primera hoja con la lucidez de un desahuciado, con la valentía de quien ha vivido.

Mi cuerpo se paralizó. Tenía la idea y sabía qué escribir pero la pluma se mostraba renuente a las órdenes de mi cabeza. Luego de una intensa batalla conmigo mismo, un garabato con forma de letra comenzó la historia de Manuel y de Ana; una que a la postre sería el final que elegí para mi historia de amor con Lucía.

Los detalles sobran y se adivinan fácilmente. Manuel, que amó a Ana con ternura y que soñó a su lado, era yo mismo diciendo adiós a Lucía que me amó con ternura y que soñó a mi lado.

Los días que acompañaron a la construcción de esta historia y de mi despedida no fueron fáciles. Hubo algunos en los que incluso no pude ni acercarme al cuaderno porque en él se respiraba un perfume como el que llevaba Lucía el miércoles 2 de octubre, de las paginas emanaba también el olor a sangre que invadió la plaza aquella tarde y mis recuerdos posteriores.

No ha sido fácil decir adiós a Lucía pero he entendido que el amor es a veces la mejor respuesta a la pregunta más complicada. He entendido, sin soberbia, que amar es, también, dejar ir.

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