La falda y el miedo: crónica de un día con falda

falda

Por Gabriela Di Lauro / @GabyDiLauro

Cuando era niña y me ponía una falda mi papá inmediatamente me pedía que le trajera las tijeras “para cortar ese par de hilos que te cuelgan”. No ayudó mucho en la construcción de mi autoestima ese humor negro de mi papá, crecí y sólo usé faldas cuando tenía las piernas perfectamente bronceadas y bien torneadas tras años de gimnasio y natación.

Tengo más de cuarenta años, hace doce que dejé el ejercicio y las huellas de sol sólo permanecen en un par de carcinomas, las faldas y yo nomás no nos llevamos. Me incomoda tener que estar con las piernas pegadas, cruzarlas cuidadosamente para que no se vea nada más y, tal vez lo más molesto, no poder echarme libremente en el sofá o en el pasto. Sin embargo esta primavera decidí reconciliarme con mis piernas blancas, con mis casi setenta kilos y permitir que el viento se meta entre la tela y mis piernas para ahuyentar el calor.

Ayer fue una falda larga de algodón. La de hoy, también de algodón, me llega un poco arriba de las rodillas. Me vi en el espejo para asegurarme de que yo misma me gustaba. Tengo clase de maestría a las cinco y salgo a las nueve de la noche, chale, me voy a tener que subir al camión con esto, mejor me la quito. No, nel, así te vas. Pero voy a estar parada sola esperando el transporte en la noche y luego caminar hasta mi casa por una calle desierta. Mujer, tienes más de cuarenta, ¿quién te va a pelar? Nadie, va, vámonos así.

Y esto fue lo que pasó.

A las dos de la tarde todos los hombres parados cerca de mí esperando el camión miraron mis piernas. Al abordar el autobús el chofer no dejó de mirar hacia abajo por si acaso algo lograba verse mientras subía los escalones de su unidad.

A las 9:15 de la noche, en la parada de autobús de la universidad, los hombres en sus autos fijaban su mirada en mí el tiempo que el paso por el tope les permitía comer mis piernas con sus ojos. Al abordar el CREE-MADERO la experiencia fue idéntica a la de horas antes.

Minutos más tarde, cuando bajé en Zavaleta para esperar el último Puebla-Cholula y Anexas sin que alguien compartiera conmigo la parada, me alumbraban las altas de más de la mitad de los autos que pasaron. Me reí imaginando que un tipo se paraba a preguntarme si quería aventón (como sucedió varias veces en mis años de juventud). Luego otra vez subirme al camión y llegar a Cholula.

Caminé dos cuadras hasta mi casa. Dos cuadras que me parecieron una eternidad. Regularmente hago ese recorrido con temor, siento que en cualquier momento puede seguirme un tipo o salir alguien de algún portón y asaltarme, Cholula es un lugar tranquilo pero no es seguro. Esta noche, con falda, me dio pavor. Vi a un par de hombre conversando y cambié de acera temblándome las piernas –si al menos no trajeras falda, me reproché-

Aceleré el paso sintiendo que el corazón se me salía y la paz sólo regresó en el momento que logré abrir el portón de los departamentos donde vivo. Al fin en casa, no vuelvo a usar falda.
No se trata de edad, de estar buena o no, se trata de mostrar las piernas, esa parte del cuerpo que a los hombres les parece la puerta de entrada a su fantasía. Ella tiene la culpa por provocadora, ¿quién le manda a andar con falda en la noche y sola?

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