Anhelo de justicia

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COMEDOR

―En esta situación he llegado a pensar que también Dios abandona a los pobres. 
Hizo una breve pausa y después, como si tomara valor, aseveró
― Me he enojado con Él, le he reclamado y le he dicho que por qué permite esta injusticia. Si de verdad es un Padre que cuida y quiere a todos, ¿por qué de pronto se olvida de nosotros, los pobres? ¿Acaso la gente del pueblo no tiene también derecho a vivir dignamente?, ¿o es que Dios sólo bendice a los ricos, a los que tienen oportunidades de salir adelante?

Por Héctor Noel José Reyes, SJ  de Tequio SJ

En esta ocasión quisiera retratar el rostro, la voz, el sentir y el pensar de ese México que sigue padeciendo los estragos de políticas y reformas estructurales, de intereses financieros de transnacionales y demás actores sociales desencarnados de aquellas realidades en las que vive la mayoría de mexicanas y mexicanos. De ese México que no tiene la visibilidad de un movimiento social, pero no por eso menos importante en su demanda y exigencia, en su anhelo de justicia.

Doña Tancha se desenvolvía afanosamente en la preparación de los alimentos para los comensales que se daban cita en el comedor comunitario parroquial. Igual que cada semana, los insumos alimenticios eran escasos y doña Tancha –como las otras señoras que también sirven de voluntarias en ese proyecto de asistencia social- hacía malabares con la poca despensa para lograr el menú del día, de manera que todos los asistentes pudieran alcanzar un plato de comida. Decía doña Tancha:

―Aquí nadie se va sin comer; aunque sea sus frijolitos y tortillitas pero nadie se va sin comer―.

Daban las dos de la tarde y los primeros en asomarse al comedor eran unos niños. El olor del guiso se había esparcido por todo el lugar y en los rostros de los chiquillos se dejaba advertir el deseo de degustar las papas en salsa de tomate, acompañada de pretendidos cubitos de queso que, cariñosamente, doña Tancha había preparado. La improvisada mesa se iba llenando principalmente de niños, mujeres embarazadas y adultos mayores. Doña Tancha tomó la iniciativa para invitar a los comensales a reunirse en torno a la mesa para santiguarse y hacer la oración correspondiente. Enseguida comenzamos a servir la comida.

Pasado un rato, la mesa se iba vaciando y quienes habían asistido al comedor se mostraban agradecidos por ese pan caído del cielo. Los más pequeños bajaban de su asiento con el plato en las manos para dirigirse a doña Tancha; estando frente a ella, sin mediar palabra alguna, le regalaban una sonrisa en señal de agradecimiento por el bien recibido. Ella a su vez, intuyendo el gesto facial, les aceptaba el plato y les decía a cada uno:

―Vuelva mañana, mijo―.

Cuando el comedor quedó vacío de los comensales parroquianos, doña Tancha se percibía distinta; no como otras veces, aunque exhausta pero contenta por haber prestado su servicio. En esta ocasión, su rostro dejaba expresar cierta preocupación. Entonces sin vacilar me acerqué y le pregunté:

―¿Le pasa algo doña Tancha?

―Es mi hijo ―respondió lacónicamente incorporándose a una silla.

―¿Sucede algo con él? ―volví a preguntar.

Como quien esperaba ese momento, se dejó expresar así:

―Ya son más de dos años que mi hijo salió de la carrera y aún no encuentra trabajo. Mi marido y yo estamos preocupados por él. No queremos que se nos agüite y que por eso agarre malos pasos. Con mucho esfuerzo lo sacamos adelante, lo apoyamos para comprarle los libros y materiales que le pedían en la carrera [de medicina]. Él también le echaba muchas ganas, pues había ocasiones en que lo encontraba haciendo su tarea a la una o dos de la mañana en la salita de la casa. No es por nada, pero es un muchacho listo, sacaba buenas calificaciones. Pero ahora que ha terminado sus estudios, ha tocado puertas en busca de trabajo y nada que consigue; fue a clínicas y hospitales de gobierno, pero le dijeron que sólo si contaba con alguna palanca puede que le den entrada. Nosotros no conocemos a nadie ahí.

Con un tono más indignado y exasperado agregó:

Es injusto que a nosotros los pobres nos dejen siempre sin oportunidades, es injusto que el gobierno nos engañe pues primero promete educación para nuestros hijos pero luego no les garantiza el empleo. ¿De qué sirve que te mates estudiando si después terminas desempleado? Eso es injusto.

Después de decir esto sus ojos retenían alguna lágrima cristalizada y, antes que le pudiera decir algo, ella misma con una voz entrecortada se adelantó a expresar:

―En esta situación he llegado a pensar que también Dios abandona a los pobres. ―Hizo una breve pausa y después, como si tomara valor, aseveró― Me he enojado con Él, le he reclamado y le he dicho que por qué permite esta injusticia. Si de verdad es un Padre que cuida y quiere a todos, ¿por qué de pronto se olvida de nosotros, los pobres? ¿Acaso la gente del pueblo no tiene también derecho a vivir dignamente?, ¿o es que Dios sólo bendice a los ricos, a los que tienen oportunidades de salir adelante?

El llanto en ella no se hizo esperar, al término de las últimas palabras. Por mi mente pasaban muchas cosas, pero también una mezcla de sentimientos me envolvían las entrañas: entre impotencia, indignación, compasión, etc. ¿Qué podría decirle? ¿Cómo responderle? Sinceramente, en ese momento no sabía qué hacer. Entonces ella, secándose las lágrimas que se habían deslizado por sus mejillas y después de un breve silencio, en un tono más reflexivo prosiguió:

―En el fondo creo que Dios no quiere que sigamos padeciendo la falta de oportunidades, no creo que Dios esté contento al ver que se nos niegue una mejor vida, no creo que se alegre de que no se tenga un trabajo digno para llevar el sustento a la familia, o de que no podamos salir adelante. En mi sentir más hondo creo que la falta de oportunidades no es algo que Él quiera; algo me dice que esta situación injusta no está en los deseos de Dios.

Estas palabras invitaban a la reflexión; palabras fuertes y subversivas para un (des)orden social en el que la mayoría de la población no logra ver la realización de sus aspiraciones más humanas. Y así como la historia de doña Tancha hay muchas más que se multiplican en nuestro país. El “mal humor” social no es gratuito y tal parece que eso no lo ha entendido el actual gobierno. El pueblo ha dicho ¡ya basta!, pero tal parece que no se le quiere escuchar.

Escuchadas las últimas palabras de doña Tancha, finalmente me decidí a darle un fuerte abrazo en el deseo de transmitirnos el ánimo para perseverar en lo único que quizá pedía: el anhelo de justicia, el anhelo de vivir dignamente.

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