Frente al ruidajo de La La Land, necesitamos más Silencio…

la-la-land-silence-manati

No soy crítico de cine. Tampoco aspiro a serlo. Yo no sé de planos, de secuencias ni de contrapicados. Pero sentí la necesidad de escribir esto; no con el ánimo de que suscriban mi moral, ni siquiera con la intención de que la comprendan: solamente no quería quedarme estas palabras para mí. Por si alguien les encuentra sentido…

Por David Ricardo Flores / @Davidfg13

Las películas valiosas, creo yo, ante todo, son relatos que nos invitan a algo; a una movilización, sea interna o externa (y no son simple entretenimiento ni un producto para comerciar). Me atrevería a decir que, tanto La La Land (Damien Chazelle), como Silence (Martin Scorsese), son relatos políticos, porque nos dan pistas sobre cómo deberíamos de interactuar con los demás en el espacio público, ese universo no privado -por definición- que compartimos inevitablemente con los demás: una es una historia de la libertad sin reservas, el individualismo y el amor súper-optimista por uno mismo; la otra, de una libertad comprometida (sacrificada), de la solidaridad y del amor entregado a los otros.

Encuentro un segundo paralelismo: las dos historias son búsquedas. En La La Land, la búsqueda de Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling) por su realización personal (es un error pensar que el fin último de sus búsquedas es el amor, de ahí nuestra decepción cuando vemos fracasar la historia romántica; sus búsquedas están motivadas únicamente por su gozo individual) es siempre colorida, llena de cancioncitas que salen por todos lados, diáfana y felizoide; en una sola palabra: irreal. Ellos se ven a sí mismos, más que como compañeros de camino, como obstáculos o intrusos; elementos marginales de los cuales tienen que deshacerse para ser finalmente felices. Esta es la historia de la emancipación del Otro y de la victoria del Yo.

Cuando vi La La Land por primera vez me pareció una pieza magistral, porque reflejaba con suficiente claridad el dilema eterno de la libertad humana: ese que nos tortura diciéndonos que libertad significa, invariablemente, elegir; y elegir, significa, necesariamente, renunciar. Decía un gran profesor, Javier Riegwlen, del que tuve la fortuna de aprender, que la mayor condena de la especie humana es que estemos dotados de libertad. Los animales tienen instinto y están predestinados a conservarse sometidos por este, pero nosotros somos conscientes de nuestra existencia y de la existencia de los otros; somos conscientes, además, de que hay un proyecto superior y trascendente a nuestras personas individuales del cual somos partícipes, llamado vida. Nosotros elegimos -tenemos la libertad de hacerlo- nuestro papel dentro de este proyecto común. Incluso la no-participación en él (el suicidio o la vida de aislamiento, por ejemplo) es una elección.

Los protagonistas de La La Land, se encuentran pues, ante una encrucijada: la entrega absoluta a un proyecto de vida juntos o la entrega absoluta a su sueño de ser actriz y exitoso pianista. Como la mayoría sabemos (a estas alturas del partido, no me reclamen por spoilers), ambos eligen la segunda alternativa. He escuchado a un sinfín de personas que defienden su decisión: “cuánta valentía se debe de tener para no estar condicionado por nada ni por nadie y perseguir tu sueño”. No sé ustedes, pero yo no percibo que Mia se sienta precisamente plena en el final de la película. ¿Que logró lo que se propuso? Indudablemente. La verdadera pregunta es: ¿a costa de qué? ¿De qué nos sirve tener el mundo entero en el bolsillo cuando no podemos pausar nuestra vida para disfrutar de la compañía de compañeros de viaje que nos hagan sentirnos amados y con la capacidad de amar (o cuando ni siquiera tenemos compañeros de viaje, o peor aun: les hacemos padecer dolor)?

La “envidiable” felicidad de Mia. Fotografía: Den of Greek!

En Silence, en cambio, la búsqueda del jesuita Rodrigues (Andrew Garfield) es dolorosa, llena de bruma y fango (literalmente), oscura, sin una dirección evidente, repleta de sacrificios, cruda, solitaria, violenta y silenciosa. En ningún momento del transcurso de la película Rodrigues puede sentirse suficiente, seguro ni satisfecho. A veces, tiene ciertos oasis momentáneos de plenitud, pero este regocijo no viene de él mismo, sino que viene de las otras personas con las que se va topando en su misión. Rodrigues sabe que su existencia y su proyecto de vida no tienen sentido si no es por los otros: por el encuentro con la mirada ajena, por el abrazo tierno y el alimento compartido, por la fe esperanzadora en sus hermanos.

Rodrigues, al igual que Mia y Sebastian, se encuentra también en un constante proceso de elección y renuncia. Desde su decisión de partir de Portugal hacia Japón en búsqueda de Ferreira (Ferreira es un misionero que supuestamente apostató, y tanto Rodrigues como su colega Garupe [Adam Driver] tienen que ir en su búsqueda para salvar la credibilidad de la Compañía de Jesús y la misión de evangelización en Japón), hasta su último acto de libertad, en donde realiza la renuncia más grande y dolorosa de su vida (aquí sí no voy a arruinarles el enigma).

La historia hubiera carecido de todo sentido si la muerte de Rodrigues hubiera sido grandilocuente, de un elevado mártir. Rodrigues, en la más grande muestra de amor, renuncia a la posibilidad de morir como Jesucristo o como los santos inscritos con letras de oro en la historia. Lo hace porque entiende que no hay acto más divino y más cristiano que el cuidado de los semejantes, antes que el seguimiento frenético de su voluntad. Rodrigues muestra un compromiso innegable con la comunidad al rechazar su misión aparente, para darse cuenta de que su verdadera misión es superior a la que él tenía originalmente planeada. Pero este descubrimiento le lleva toda una vida y no es especialmente sencillo. Antes tendrá que pasar por incontables sacrificios y se verá a sí mismo como absolutamente extraviado, dudoso de la propia existencia de Dios y de su bondad: un Dios caprichoso que pareciera solamente callar cuando más necesitados estamos de respuestas. Lo que Rodrigues descubre es que en el silencio encontramos con mayor luminosidad la voz de Dios.

Podemos entender, entonces, las tramas de La La Land y Silence como dos procesos de búsqueda-elección libre-plenitud. La supuesta plenitud de Mia y Sebastian, luego de haber conquistado sus sueños, desde mi punto de vista, es fantasiosa, artificial y desconsiderada. Ni siquiera la podría llamar plenitud. Es una felicidad aparente y ya. En cambio, en Silence, la plenitud final de Rodrigues es de trascendencia al deseo personal y a la vida individual: es una entrega gozosa a un proyecto superior, místico, casi incognoscible. Esa paz inaudita de la que goza Rodrigues al final de la película es diamentralmente opuesta al sufrimiento de Mia y Sebastian al ver cómo su genuina felicidad se consume ante sus ojos como el combustible de su auto-placer.

Más que “ser para los demás”, la espiritualidad de los jesuitas nos invita a “ser en los demás”. Fotografía: The Telegraph

¿Estoy diciendo que debemos de vivir absolutamente desprendidos de nosotros y obsesionados por los demás? De ninguna forma. Todos tenemos sueños (Rodrigues nunca tuvo que rechazar su sueño; lo amplió y lo hizo más gozoso) y disfrutamos del derecho y la libertad de seguirlos, siempre y cuando no utilicemos a las otras personas como simples peldaños para llegar a ellos o entendamos al otro como una posibilidad para satisfacer nuestros intereses particulares y nada más que eso. Para mí, la interacción humana es sagrada, puesto que no podríamos existir si no es de forma gregaria. El ser humano adquiere su cualidad humana gracias a otro humano. Desvalorizar esta unión es negar nuestra propia naturaleza.

Les pido, por cierto, que no me tachen de machista argumentando que defiendo que Sebastian decida toda la vida de Mia y ella se quede aprisionada en su relación. Uso el ejemplo de Mia porque su rostro desencajado es más evidente y, al parecer, a ella le da más resultado el camino personalista que tomó. Lo único que estoy defendiendo es que me preocupa que el compromiso ya no sea un componente necesario de las relaciones humanas y que en cualquier momento podamos abandonar al otro simplemente por considerarlo un obstáculo en nuestra realización personal.

Sebastian cae, de hecho, en el mismo juego: toca en una banda que detesta solamente por sus orgullo y obstinación; desprecia el estreno de la obra de teatro, para la que tanto trabajó Mia, por ir a una absurda sesión de fotos de la banda que odia. Es más: él es el que orilla a Mia a rechazar su proyecto de vida juntos cuando ella observa que no hay los más mínimos compromisos ni voluntad por parte de él. Si hay un compromiso inicial y un interés mutuo por compartir un proyecto de vida, me parece brutal que honremos un discurso de la perseverancia personal (por parte de ambos) a pesar del abandono de este proyecto de vida.

Decir que no amé La La Land en un primer momento sería purista e hipócrita; sus canciones y su historia (en estructura y detalles técnicos) me siguen pareciendo fantásticas: lo que cuestiono es el espíritu del relato. Tenemos encajado en nuestro ADN el relato del self-made man/woman; porque es más eficiente competir que cooperar; porque es menos incierto creer que la felicidad viene de uno mismo y no de los demás; porque nos enseñaron que la dependencia equivale a la mediocridad y al fracaso (¿y que no la sociedad es un cúmulo complejo de relaciones de inter-dependencia?). Si no dependiéramos de los demás -si perdiéramos toda consciencia del otro- no existiría la Economía, el arte, la Historia, la literatura y ya ni hablar de la Política.

El día de hoy veremos cómo triunfa el discurso de la felicidad individualista frente a la plenitud gozosa, superior y no material. Es comprensible. Vivimos en un tiempo en donde la solidaridad es escasa y los discursos platónicos -en el sentido más exacto de la palabra- sin una utilidad aparente merecen ir directamente a la basura (o por lo menos, eso demostró la Academia con su olvido de Silence). Esta no es una invitación a que quienes leen para que se conviertan de la religión La La Land al culto de Silence. Solo les suplico que antes de alabar un discurso, profundicemos en cuál es su fin último y a qué tipo de interacción con los otros nos motiva. Yo cometí el gravísimo error de tragarme a la primera de cambio el discurso hiper feliz de La La Land, pero Silence me dio la oportunidad de reconsiderar.

Cierro, pues, con una enseñanza de otro profesor, Luis Ignacio Román, uno de los más sabios que he conocido, quien dice que: “yo existo porque existen ustedes, y ustedes existen porque existo yo: no se traguen ese cuento simplón del self-made man”. Creo que no pasa nada si dejamos de creer tanto en el “yo”. Si detenemos el culto ciego al yo-todopoderoso. Ese yo-todopoderoso que se cree tan verdadero a sí mismo que deja de confiar en la realidad del otro y se convierte en un universo solitario.

(Por último, en un acto más o menos chauvinista, pronostico la conquista del Óscar a mejor fotografía por Rodrigo Prieto sobre de Linus Sandgren…¡salud!).

También te pueden interesar...

relevo generacional

¿Relevo generacional?

"La falta de formación política conlleva riesgos significativos", escribe Roberto Morán mientras reflexiona sobre el relevo generacional en los partidos...

0 0 votos
Article Rating
Suscríbete
Notifícame de
guest
0 Comments
Inline Feedbacks
Ver todos lso comentarios
0
Would love your thoughts, please comment.x
()
x

¡Únete a la #ManadaManatí! Compártenos tu correo y pronto recibirás sorpresas. 

Newsletter