Políticos de segunda y sin segunda vuelta

Segunda vuelta democracia mexicana

Por Abayubá Duché / @amzdg

El domingo pasado se llevaron a cabo las elecciones para elegir al gobierno francés. Sin grandes sorpresas Emmanuel Macron y Marine Le Pen consiguieron pasar a la segunda vuelta. El primero consiguió posicionarse dos puntos por encima de la candidata del Frente Nacional. Por pequeña que parezca la ventaja, se ve complicado que Le Pen logre convertirse en la siguiente presidente de Francia porque Macron ya ha recibido el apoyo explícito de casi todos los actores políticos franceses.

Pero más allá de los efectos concretos que los resultados electorales en Francia puedan tener, los reflectores internacionales que han atraído las elecciones francesas, son en gran medida por la ola de populismos de extrema derecha que sacuden o intentan sacudir Europa y representan, para muchos, una amenaza a los avances de integración económica y política de la Unión Europea; esta situación debería motivar la reflexión sobre la segunda vuelta en las elecciones mexicanas.

Hace años que se habla de la poca legitimidad con la que los actores políticos mexicanos llegan al poder. Y como prueba, los niveles de abstencionismo que, en muchas entidades del país, rebasan el 60%. El propio presidente Peña fue elegido con menos de 20 millones de votos, es decir que el 15% (19 millones) de los ciudadanos eligió el destino de todos los mexicanos (121 millones dentro de México). Y si con los gobiernos recientes quedó claro que los partidos no están muy interesados en convencer al electorado promoviendo agendas serias, viables y que combatan los grandes problemas del país ¿qué hacer para levantar los niveles de credibilidad y legitimidad de los gobiernos?

Algunos argumentan que una segunda vuelta tendría como resultado mayores niveles de legitimidad, básicamente porque casi todos los sistemas electorales que incluyen este formato exigen, a quien quiera ganar desde la primera vuelta, obtener al menos el 50% más uno de los votos. Pero, dejando de lado los enormes costos que una segunda vuelta representaría (sobre todo en México, una de las “democracias” más caras del mundo) las consecuencias de introducir esta variante en el sistema electoral mexicano pueden ser muy poco deseables.

Los partidos pequeños, los que menos representan, venderían muy caro su pequeño capital político que podrían otorgar a uno de los punteros que muy probablemente se vería tentado a ceder mucho para obtener una pequeña pero necesaria diferencia. Además, el sistema presidencial mexicano es muy distinto al sistema semi-presidencial francés, donde el ejecutivo es doble. Es decir que hay un presidente que funge como jefe de estado y es elegido por voto popular directo, y un primer ministro que es el jefe de gobierno y es propuesto por el presidente y elegido por el parlamento, de tal suerte que el presidente necesita una mayoría en el parlamento para poder formar un gobierno fuerte.

En el caso mexicano, donde el presidente es el jefe de gobierno y de estado a la vez, y su legitimidad proviene del voto popular directamente emitido en las urnas, ningún partido necesita mayoría para formar gobierno, aunque después este tenga que negociar demasiado para sacar adelante su agenda programática.

En todo caso, el número de votaciones que se hagan para elegir a un representante no parece ser el verdadero problema de la representatividad en México. Por obvio que parezca, la segunda vuelta sólo aplica en sistemas multipartidistas, donde el voto está demasiado fragmentado. En el caso mexicano, la fragmentación del voto oculta uno de los grandes males surgidos con la transición partidista en el año 2000, porque representa, justamente, la incapacidad de los partidos para aglutinar a grandes partes de la población en torno a un proyecto de nación. Peor aún, si tomamos como referencia las encuestas sobre la carrera electoral para las presidenciales de 2018, nos encontramos con que más del 60% de las personas encuestadas se rehúsa a responder quién es el o la candidata por el que votarían si hoy fueran las elecciones. Entre el 40% de quienes aceptan responder, ningún aspirante consigue más del 30% de respaldo.   

Lo que se plantea es realmente crítico. Que la gente simplemente esté desinteresada en la política, el sector desde el que se toman las grandes decisiones del país. Ante eso, no es fácil encontrar ingeniería política que le haga creer a los ciudadanos en sus representantes.

Las opiniones expresadas en la sección “Opinión” son responsabilidad del autor/a. En Manatí somos un sitio abierto a distintas expresiones.

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