Cosas que le pasan a uno: Nombres y apellidos

pablo arguelles

Por Pablo Argüelles / @piaa11

El otro día que llegué al café de todos los días, me di cuenta de que mi mesa, el único rincón del que me siento dueño en el mundo, estaba ocupada por un individuo que tuiteaba recargado en un libro que nunca abrió. Sentí rabia por mi lugar y por mi mesa. Mis más oscuros demonios antisociales (que son a su vez los más infantiles) comenzaron a brotar. En ese momento se me ocurrió que tal vez Caín mató a Abel porque un día le ganó su mesa de siempre en el café. Pude imaginar su furia bíblica. Resignado, busqué otra mesa y escogí la peor de todas. Me puse de malas.

Cuando por fin logré acomodarme, llegó a sentarse a la mesa de junto otro de los clientes regulares: un bonachón de mediana edad que  siempre me ha llamado la atención porque a cada oportunidad, bromea con los meseros sobre su calvicie prematura. Siempre está diciendo que le den su café bien cargado para ver si así le vuelve a crecer la melena y cosas de esas.

Cuando hace unas semanas hizo un frío que ni Rusia, bromeó con que su “azotea” había amanecido con escarcha; o cuando tembló en septiembre, tuvo la delicadeza de decir que a él no se le habían parado los pelos del susto, porque no tiene. Ahora cuando comenta con quien sea que esté sentado sobre noticias políticas, le gusta decir que él siempre ha tenido una frente amplia y progresista. En fin, cada que lo escucho, está haciendo referencias autodestructivas a su cada vez más austera cabeza y tengo la impresión de que los meseros y los que se sientan a la mesa con él, se ríen por compromiso.  

Entonces ahí estaba, yo muy metido en mis cosas, viendo con recelo  al que me robó mi mesa, quien por cierto tampoco pidió nada de tomar, cuando el señor de las bromas capilares sentado junto a mí, empezó a hablar por celular. Miren que yo siempre tengo la suerte de sentarme junto a los que en lugar de platicar o hacer llamadas, dan conferencias a todos los presentes, en todas partes; en el cine, en los restaurantes y hasta en el gimnasio. Es una especie de maldición. Así que además de escuchar su conversación, descubrí su apellido:

-Hola, buenos días. Mire, habla el señor Calva.

Me alegró el día. Me hizo mucha gracia descubrir que el apellido de mi vecino de mesa, así como el de muchos de nosotros, más que una coincidencia, en muchos casos representa una condición que ha perseguido a nuestros árboles genealógicos por mucho tiempo.

En su libro más reciente, 4321, Paul Auster comienza la historia con uno de los ejemplos más claros que hay sobre el absurdo de los apellidos. El protagonista en cuestión, un obrero de Minsk llamado Isaac Reznikoff, va montado en un barco con destino a Nueva York la primera mañana de 1900. Ahí, muerto de miedo por lo que le espera en la tierra prometida,  por no saber ni una pizca de inglés, uno de los pasajeros, inmigrante también, le aconseja que cuando llegue a Ellis Island y el oficial de aduana le pregunte su nombre, le diga que se llama Rockefeller, un apellido que ya desde esos días pesaba en Norteamérica.

Entonces, cuando el personaje de Auster, llega a la aduana y el oficial le pregunta su nombre con la misma rudeza que hasta la fecha les caracteriza, éste no se acuerda qué demonios tenía que decir y en su frustración, le dice a su interlocutor en yidis: ¡Ikh hob fargessen! (¡se me ha olvidado!). Bastante apático, el oficial no se detiene en hacer más preguntas y escribe en su registro lo primero que entiende: Ichabod Ferguson.

Es así, propone Auster, como el apellido Ferguson nació: por un estúpido malentendido.

Entonces, en muchos casos, como el del señor Calva o el inmigrante Ferguson, pienso yo, los apellidos tienen como origen situaciones tan tontas como un oficial de aduana con mal genio, un juez de registro civil despistado, o simplemente la fiel descripción física de un tatarabuelo con calvicie. Y pensar que hay gente que le da una exagerada importancia a los apellidos: “Uy, él es un tal, nieto de fulanito tal” o “mira, se apellida así, seguro tiene una fortuna”.

Pero más allá de lo que nuestro apellido represente para los chismes de sociedad, creo que todos deberían saber lo que significa el nombre de sus familias. Nuestros apellidos no definen quienes somos, o si somos decentes o no, sino que demuestran por dónde hemos andado, el lugar de donde venimos, o cómo era el antepasado que tuvo la noble tarea de ir un buen día a registrar nuestro apellido al Registro Civil.

Pero sobre todo es divertido. Pensar en que apellidos como Chiquito, Lorenzo, Manilla, Redondo o Pesado, surgieron de simples sobrenombres por los que eran conocidos quienes acabaron portándolos. Si a eso le aumentamos el hecho de que los nombres de pila, muchas veces son víctimas del tiempo en que nacimos, descubrimos que nuestros nombres son en realidad más chistosos de lo que nos gustaría.

Al parecer, yo por el Argüelles tuve algún antepasado que vino de Argos, Grecia, y que se fue a hacer patria a otras tierras en donde le llamaron a él y a su gente “Argoles”. Qué bueno que se les quedó así y que el del registro civil no se dio cuenta de que en mi familia tenemos la cabeza grande.  

¿Cómo se apellidará el que me robó la mesa en el café?

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Rafael

Es la primera vez que leo algo sobre ti, llegue a tu perfil de Instagram por tu proyecto con cámaras Analógicas, me resulto bastante divertida la forma en cómo narras tu desafortunado momento en el café, seguiré leyendo algunas más de tus publicaciones por qu creo que vale la pena igual que seguirte por Instagram. ¡Felicidades por ambas cosas!

Pablo Argüelles

Rafael, muchísimas gracias por tu comentario. Me da gusto que disfrutes nuestras fotos en Proyecto Análogo, ponemos mucho cariño en cada una de ellas y ha sido muy interesante recuperar esos procesos, un tanto ajenos a nuestra generación. Entonces nos leeremos por aquí cada jueves! Te mando un abrazo.
P.

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