A 50 años de Canoa

San Miguel Canoa

Por Mario Galeana / @MarioGaleana_

Si hubiera que trazar una línea del tiempo para resumir a las multitudes que, azuzadas por la rabia o la ignorancia o la impunidad, han cometido algunos de los crímenes más atroces en Puebla, posiblemente todo iniciaría hace exactamente 50 años, durante la noche del 14 de septiembre de 1968, en San Miguel Canoa.

Y el tiempo, entonces, se convertiría en un círculo: Canoa sería, por ejemplo, la reproducción del homicidio de los hermanos Copado Molina, a quienes cientos de pobladores de Ajalpan quemaron vivos frente a la iglesia del pueblo durante la noche del 19 de octubre de 2015.

Y Canoa y Ajalpan serían también Acatlán: la última postal de la barbarie de las multitudes.

En este círculo de medio siglo, acaso sólo los motivos de la furia han cambiado. Tanto en Acatlán como en Ajalpan, el pueblo ha masacrado a dos pares de inocentes bajo la sospecha de que se trataba de supuestos “robachicos”, porque la inseguridad es, ahora, el principal miedo y la principal protesta de las comunidades.

Hace 50 años, en Canoa, el temor no fue otro más que el comunismo. Eran tiempos en los que, a través de los medios oficiales —por no decir los únicos medios—, el gobierno bombardeaba a sus ciudadanos con la idea de que afuera había enemigos que intentaban intervenir en el desarrollo de la vida tal y como la conocían.

El comunismo era sífilis. El comunismo era atroz. El comunismo era una nube oscura que reptaría a través de los hogares de todos para robarles todo. Así era, y había que actuar en consecuencia.

La tarde del 14 de septiembre de aquel año, menos de tres semanas antes de la masacre de la Plaza de las Tres Culturas, cinco trabajadores de la Universidad Autónoma de Puebla (UAP) salieron de la capital del estado para acampar y escalar La Malinche.

Sus nombres eran Ramón Calvario Gutiérrez, Miguel Flores Cruz, Julián González Báez, Jesús Carrillo Sánchez y Roberto Rojano Aguirre: dos eran bibliotecarios, dos eran empleados de intendencia y uno más era chofer.

Se dirigieron hacia San Miguel Canoa, que para entonces era apenas un pequeñísimo pueblo surcado por barrancas y calles pedregosas, porque la comunidad poseía, entonces y ahora, un camino transitable para ascender hacia el volcán.

Pero aquella tarde, el pueblo era asolado por un diluvio. Los cinco intentaron buscar cobijo en el curato de la iglesia, en la presidencia auxiliar, en una pequeña tienda, pero en todos estos lugares sólo hallaron un no por respuesta.

Perdidos, mientras discernían si volver a la capital, se encontraron con Odilón García, un pintor que volvía a casa tras trabajar en un fraccionamiento que se edificaba en la ciudad de Puebla. Él les dijo que Lucas, su hermano, seguramente podría darles alojo.

Tal y como previno Odilón, Lucas no tuvo reparo alguno en permitirles a los cinco pasar la noche en su casa, donde también vivían su esposa Tomasa y sus tres hijos.

Pero afuera, mientras ellos hablaban sobre el pueblo y sobre el diluvio, las campanas de la iglesia congregaban a una multitud. Porque, como en Ajalpan, las campanas del templo fueron el sonido que precedió a la barbarie.

Según distintos testimonios de la época, fue el párroco de Canoa, Enrique Meza, quien congregó a la población para prevenirlos sobre los “comunistas” que habían llegado al pueblo con el propósito de, según él, colgar una bandera rojinegra sobre la iglesia.

Aunque nadie defendió esta acusación, la prensa de la época reprodujo esta versión como intentando justificar la masacre acontecería poco después de que la mitad del pueblo se congregara en el templo y, más tarde, en la casa de Lucas.

Él no cedió a la turba que le exigía sacar a los comunistas de su casa, y lo pagó con su vida. Él y su hermano fueron asesinados junto a dos de los excursionistas: Jesús y Ramón. Aunque heridos de gravedad, aquella noche sobrevivieron Julián, Miguel, Roberto, Tomasa y los niños.

Según distintos testimonios ofrecidos por los sobrevivientes, alguien del pueblo se comunicó a la capital para narrar lo que estaba aconteciendo. Y fue así como, horas después, Canoa quedó atestado de patrullas y de ambulancias.

Pero ya era tarde: la historia estaba escrita.

Del párroco Enrique Meza se sabe poco, pero se sabe lo más importante: permaneció impune. Aunque investigadores de la UAP aseguran que ninguna persona fue apresada por lo acontecido aquella noche, habitantes de Canoa aseguran que sí se detuvo por lo menos a una persona: Miguel Canoa, quien pasó 30 años en la cárcel, y tras dos años en libertad, falleció.

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