Seis madres que espantaron el tornado de La Habana

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Por Darcy Borrero y Carlos Ríos / Tremenda Nota

Historias de pérdida, pero también de resistencia y solidaridad entre mujeres, refieren las sobrevivientes del tornado de gran intensidad que atravesó la capital cubana en la noche del 27 de enero de 2019.

  • Ana y la monja

―¿Dónde está? ¿Dónde está? ―grita una mujer vestida con una bata de casa ajada. El polvo y los escombros ahora son el único paisaje en Jesús del Monte y en los ojos de Ana, madre soltera de dos hijas. Una de 18 años y otra de 5.

Por la espalda, una mano intenta ofrecerle consuelo.

―¿Venías con alguien, hija? ―pregunta una monja entrenada en la misericordia―. Mañana vienes para el desayuno ―le dice la devota chilena, misionera en Cuba por 20 años.

Pero la mano de la monja no logra calmar a Ana. Ella todavía zozobra frente al recuerdo de su madre bajo los escombros, frente a ella misma, sola, intentando sacarla, frente a ella misma salvando a su madre. En «¡dos segundos!» la madre y el refrigerador, el televisor, todo lo demás, habían quedado bajo el peso de la casa. Dos segundos podían haber sido la sepultura.

El padre Bello apostilla que la iglesia ha socorrido a los damnificados: «Estamos aquí acompañando a la gente, haciendo lo que podemos. Un poco de agua, un poco de comida, un poco de ropa, al lado de ellos. Hay otras allí, dentro de la Iglesia, familias que no han podido cocinar y no tienen alimentos».

Y en la iglesia, señala el cura, el trabajo mayor recae sobre los brazos de las monjas.

Yamira, empleada doméstica

Yamira (Foto: María Lucía Expósito).

Después del arroz y la sopa la noche transcurre más lenta. El frío se vuelve polvoriento o el polvo se pone frío. Una fogata alimentada con los destrozos sirve para dar calor a las familias.

Entre las chispas del fuego, los rostros se alargan. Donde hay una mujer de 20 también podría haber una de 40. La oscuridad iguala.

Yamira se pasa las manos por la cabeza como si quisiera entender cuáles son las causas de las catástrofes imprevisibles. La cicatriz en uno de sus antebrazos dice que intentó cerrar las ventanas de la casa bajo el desastre.

Su desgracia se hace más dolorosa: sin trabajo y con pocas opciones laborales tendrá más difícil adquirir recursos para reconstruir su casa. «Yo solo pido un trabajo para salir de esta», clama.

Está consciente de que en estos tiempos una mujer con noveno grado de escolaridad tiene opciones reducidas en el mercado laboral. «Solo encuentro algo como empleada doméstica, cuidando viejitos o limpiando casas», añade.

Madre e hija, «bajo las estrellas»

Yuliet Tamayo (izquierda) y su madre, Lázara Cordero. (Foto: María Lucía Expósito).

Del otro lado del muro dos mujeres se aferran a lo incierto.

«Esto es Tropicana bajo las estrellas, solo que sin las bailarinas», bromea una de ellas, en un espacio que perdió la cualidad de hogar, en la Calzada de Diez de Octubre.

A Yuliet Tamayo Cordero, enfermera de la sala de hemodiálisis de un hospital capitalino, y a su madre, Lázara Cordero, técnica en Transportación del paradero de El Calvario, los hombres del barrio las socorrieron en la «cacería» de tejas esparcidas por el tornado. Así pudieron «vestir» el techo y pasar una noche menos fría.

No creen, sin embargo, que las tejas vayan a cambiar mucho la realidad que viven. Con salarios que, máximo, alcanzan para comer y vestirse, enfrentan también la burocracia que les dificultó, antes del tornado, adquirir un subsidio estatal.

«Mi hermano está en la libreta y la dirección de aquí. Por eso no nos dieron el crédito», acota Lázara.

La historia parece monólogo, rezo, plegaria.

―Es que ellos dicen que aquí hay un hombre ―sueltan a coro―. Pero por acá hace rato no pasa mi hermano porque está casado y vive con su mujer ―alega Yuliet.

«El delegado nos dijo que si hubiéramos podido tener esa ayuda nada de esto hubiera pasado, al menos no con esta gravedad», vuelve a decir la madre.

Lázara es maestra, Licenciada en Educación Especial, pero dio un giro hacia el Trasporte en busca de un salario mejor. Los casi 40 CUC que ganan ambas solo alcanzan para unas cinco bolsas de cemento.

«¡Y si sumas el precio de las cabillas y la arena!», se queja la hija.

«¡Miren esto!», y dirige el índice al supuesto «techo del baño», que no es más que una paleta de tablas multicolores, unas sobre otras. «De milagro no nos levantó esto», interviene Lázara, aún sorprendida por lo que vio la noche del 27 de enero: «una bola que arrastraba todo a su paso».

Tuberías recuperadas, tazas sanitarias, cabillas de acero y dos o tres sacos de cemento se amontonan en una esquina. «Eso está ahí, vamos a ver paʼcuando podemos empezar», dice Yuliet, y dibuja con el dedo el plano de una tubería de agua que no existe.

Maité, genetista biomolecular

Maité Bárzaga. (Foto: María Lucía Expósito).

En la calle Mangos el panorama no es muy diferente. «¡Todo, todo lo he perdido!», dice Maité Bárzaga. «¿Y ahora cómo yo lo recupero? La batidora, la olla arrocera… ¡Todo! ¡Todo! Todo lo perdí».

Entre cada objeto que enumera la especialista en genética biomolecular, se esconden los años de ahorros y austeridad que se impuso para poder «armar su casita». Trabaja en el Hospital Hermanos Ameijeiras hace más de 25 años. Tiene una hija de 15. Unos segundos bastaron para que sus pertenencias desaparecieran.

Platos, microondas, olla eléctrica, todas sus comodidades se las tragó el tornado. Ahora, a sus 52 años, ve lejos la posibilidad de recuperarlas. «Es duro, muy duro para una mujer», acota antes de que se le apague la voz.

Anaisi, madre de cinco

Anaisi y dos de sus hijos menores. (Foto: María Lucía Expósito).

Unas cuadras más adelante, en la calle Quiroga, todo el mundo conoce a Anaisi Moreno, 35 años, cinco hijos, entre ellos un bebé de un mes de nacido.

Varias heridas le dejaron, al caer, las piedras y escombros de lo que fue su casa. Puso su cuerpo para proteger a su bebé del derrumbe, luego de que la casa de abajo se desplomara y los dejara a ellos «en el aire».

«Por suerte estaba consciente y pude cubrir a mi bebé, sino él no estaría ahí», y señala al pequeño envuelto en una manta, en casa de una vecina que ha tenido la gentileza de acogerla. A ella, al esposo, a los 5 hijos.

Después del tornado, sin despejar escombros, Anaisi acomodó a su bebé a la altura de los senos y lo alimentó. «Esta criaturita tenía que comer. ¿Qué sabe él de lo ocurrido?».

El rostro, sereno. La supervivencia es su palabra de orden. Luego vendrá el momento de entenderlo. Una de sus hijas, con los pelos desafiantes y aún llenos de polvo, la cara cenicienta, la abraza. Se aferra a ella como lo único que les quedó.

La doctora

En la conversación menciona los hechos distantemente, como si otra persona diferente a ella fuera la protagonista. La noche del 27 de enero el tornado, en medio de su recorrido por seis municipios de La Habana, se tomó unos segundos para visitar el Hospital Materno Hijas de Galicia, romper cristales, mover las piedras.

A la hora del tornado, ella, ginecobstetra, había resuelto tres alumbramientos quirúrgicos y tres fisiológicos. Mientras, en la sala pretérmino, la espera una embarazada al borde del parto. «No cooperaba», recuerda. Era una mujer joven que, no obstante, había estado antes en el corredor de la maternidad. Esta vez la criatura se aferra al vientre de su madre.

Baja el voltaje, sube, baja, hasta que se va la electricidad y el hospital queda a oscuras. Decenas de madres y embarazadas a oscuras. El alumbramiento a oscuras.

El ruido, que siempre viaja más lento que la luz, no tardó en llegar. La doctora lo sintió como si fueran diez aviones juntos, diez turbinas orbitando sobre el hospital en el que ha trabajado durante 17 años. Una invasión, un bombardeo, una guerra. Todo eso le pasa por la cabeza en milésimas de segundos.

Un enfermero de la sala de parto se tira al suelo. Otras personas se pegan a la pared en busca de refugio. «Parecía que los oídos iban a explotar», recuerda la doctora. Un cristal empieza a volar, el falso techo empieza a desplomarse.

Cuando el tornado abandonó el lugar, rumbo al pueblo de Regla, la criatura que antes no había querido llegar al mundo cambió de idea.

―Respira, puja, respira, puja ―las clásicas palabras del parto se transformaron en otras más fuertes para «animar» a la parturienta.

Los celulares comienzan a quebrar la oscuridad de la sala de parto. Cuerpos corriendo hacia la paciente, oxígeno. Afuera el tornado engulle pedazos de La Habana. Nacimiento y muerte danzan en ese momento en que la criatura abre los ojos, llora. «Parto fisiológico, dice la doctora, lo más natural del mundo».

A pesar de la destrucción, las enfermeras logran calmar a las nuevas madres. Aun así, algunas gritan por sus niños. «Porque, mentira, todo el mundo trata de proteger a sus bebés», reconoció la ginecobstetra, que dio a luz a su hija en este mismo hospital, hace 18 años.

«Por mucha preocupación que tengas en una guardia, te preocupas de que todo salga bien, independientemente de lo que pase alrededor», dice.

Y repetirá este discurso a quien pregunte por esa noche, cuando tuvo una de las guardias más insólitas de su vida y no pudo dedicarle, durante los segundos que duró el tornado, ningún pensamiento a su hija.

Nota del editor: La doctora, última protagonista de esta crónica, prefirió no revelar su nombre.

Más fotos aquí: Mujeres sobre el tornado.

Este trabajo pertenece a

Tremenda-Nota-TN-2018

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