DOLOR

roth

Por Mario Galeana / @MarioGaleana_

En La lección de anatomía, la novela que cierra la trilogía sobre la vida de Nathan Zuckerman, Philip Roth escribe que es “imposible limitarse a sufrir el dolor, también hay que sufrir su significado”. Zuckerman es un escritor judío que lo ha logrado todo, salvo quitarse de encima el dolor en la espalda que lo lleva al borde de la locura. “Todo el mundo pretende hacer interesante el dolor”, se dice, “todo el mundo quiere darle significado”.

A algunos nos toma años entenderlo. Pero una tarde, de frente al monitor, la revelación al fin llega. Si siento el peso de 10 elefantes sobre el cuello y la nuca, ¿necesito cambiar de posición al dormir?, ¿debo pasar menos tiempo sentado frente a la computadora? O más bien será el estrés. ¿Será el estrés? ¿No será, más bien, que debo cambiar de trabajo? ¿Que este cúmulo incesante de presión sobre los hombros es tan sólo un síntoma de mediocridad, de depresión, de hastío, de todas esas cosas juntas?

A menudo, sobre todo cuando somos jóvenes, no reparamos en que habitamos un cuerpo, un cuerpo que llevaremos toda la vida. Bebemos 20 litros de cerveza a la semana y dormimos poco menos de cinco horas al día. Y todo es de una maravillosa sencillez, de una levedad que nos hace sentir dioses. Al final, es el dolor lo que nos devuelve nuestra condición humana y nos prueba que esta imperfecta máquina de huesos, sangre, tendones, músculos y neuronas falla: que encima falla.

Yo llevaba una vida maravillosa hasta la madrugada del 22 de octubre. Aquella había sido una semana estupenda. Me había emborrachado por cinco noches —con una escala de dos días de sobriedad— y fui profano: en alguna fiesta terminé disfrazado de cura y andaba por ahí, copa en mano, extendiendo ante la vista de todos un anillo que cargaba en el dedo anular de la mano derecha para que lo besaran, repartiendo bendiciones y, sobre todo, maldiciones.

No deja de ser paradójico que durante la noche del fin —merece esa solemnidad—, la noche en que aquella vida maravillosa dio un vuelco, sólo hubiera bebido una cerveza. Horas más tarde, un espasmo violento desde los intestinos me despertó más rápido que cualquier otra cosa. Fue un latigazo que me devolvió del sueño a la oscuridad de mi habitación. Corrí al baño y eyecté largamente, dolorosamente. Volví a la cama hecho un ovillo, un feto. Y desde entonces nada es igual. Las primeras dos semanas tomaba un coctel de siete pastillas al día para mitigar el dolor y, durante los siguientes dos meses, la dosis se redujo a sólo cuatro cada 24 horas.

Me recomendaron ejercicio y largas caminatas diarias. Me prohibieron el alcohol, el chile, los refrescos. El doctor —un tipo alto con cara huesuda— dirigió a mí una mirada que pretendía ser profunda y dijo, ceremoniosamente: “A algunos les recomendamos también psicoterapia y antidepresivos. Pero usted no parece ser de ese tipo. A ellos se les reconoce fácil. Le recetaría, acaso, un suplemento antiestrés”, resolvió, y yo sólo pensé que debía decirle ahorrémonos el viaje, doc, recete el Prozac de una maldita vez. No lo dije y volví a casa sólo con unas tres cajas de medicamentos para que mis intestinos fueran capaces de procesar la comida.  

Durante aquellos dos meses de tratamiento surgió una relación entre mi cuerpo y el dolor físico que desconocía. No se preocupen quienes todavía no saben cómo es el dolor: ya lo aprenderán. La percepción del mundo cambia cuando algo duele todos los días, a todas las horas. Uno sólo puede esperar a que se haga de noche para dormir y, al despertar, sólo se puede esperar a que se haga de noche otra vez, y así sucesivamente. Nathan Zuckerman aliviaba el dolor con una buena dosis de Percodan, vodka, marihuana y mujeres. Imposibilitado para escribir algo más allá que Carnovsky, su obra maestra, Zuckerman decide convertirse en médico: como si aliviar el dolor de otros fuera capaz de aliviar el suyo.

Yo, mientras tanto, escribo. Y cada noche que resuello con la espalda machacada por pasar más de 14 horas sentado frente al monitor, sólo me digo lo mismo que aquella noche, la noche del latigazo intestinal: también esto pasará.

Los textos publicados en la sección “Opinión” son responsabilidad del autor/a y no necesariamente reflejan la línea editorial de Manatí.

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