Invisibles – La ciudad y todos sus monstruos III

Columna Pablo A

PABLO ÍÑIGO ARGÜELLES | @Piaa11

Hay un señor que va vendiendo arepas en el centro. Es venezolano, o al menos eso es lo que sé de oído (a veces confío demasiado en mi habilidad para distinguir acentos). 

Llegué a Puebla hace poco, pero ese no era mi plan original, le dice a una señora mayor que compra unos metros de mecate en una jarciería de la 8 oriente, y que lo abordó —ignorando por completo  lo de las arepas— sólo para preguntarle que de dónde provenía su forma de hablar, como si su acento fuera de otro planeta. 

Y yo hago arepas y las vendo porque es lo único que sé hacer en la vida, dice, pero ya no a la señora, sino al aire, a modo de despedida, mientras sale a la calle con su canasta y se dirige al negocio de junto, en donde quizá correrá con la misma suerte.  

Nadie le compra. Nunca he visto a nadie comprarle. Pero persiste. Pasa todos los días con la misma canasta, con la misma gorra, a los mismos lugares, con las mismas personas, y siempre dice, ¿no quiere arepas calentitas, hermano? y le dicen: orita no, gracias, y eso cuando le responden. A veces ni la mirada se gana, pero esos son los riesgos que corre siempre el vendedor callejero, y él (espero) seguramente lo sabe.

¿Cómo explicarle a ese señor que se está enfrentando al mercado más difícil del mundo? ¿Cómo explicarle al señor que es muy posible que el noventa por ciento de sus consumidores potenciales no tengan idea de lo que es una arepa? ¿Cómo hacerle ver que a veces ni sabemos lo que comen en Tlaxcala? 

El señor ha entrado en el difícil y competitivo mundo de la comida itinerante.

Yo les llamo vendedores invisibles, porque en realidad su aparición es incierta y poco constante, y dependen, la mayoría de las veces, de muchas otras cosas: del clima, de la crisis, de los tiempos. Muchos de ellos no figuran ni siquiera en las mafias del ambulantaje.

En la calle donde siempre camino por las mañanas hay unos que sin falta llegan desde las 7 y hacen rondines, cantando colorados, empanadas, cuernitos preparados, gelatinas; no sobra decir que, de los vendedores invisibles, los tamaleros son los más estables, aunque es común que cambien de esquina sin aviso previo. 

También figuran los meseros a quienes mandan sus patrones con la carta del café a probar suerte en toda la calle, o el estudiante que llega vendiendo flanes, la viejita que llega a ofrecer tortas de chorizo con huevo y al otro día de queso de puerco, el que llega ofreciendo fruta picada o jugo verde, vampiro, o el que esté de moda. 

Un día —y no sé si clasificarlo como vendedor invisible— llegó un señor que yo ya había visto antes vendiendo bolsas para basura de a diez pesos cada una, y me ofreció una casa. Así me dijo: ¿joven, no le interesa una casa en Villa Frontera?

Claro, yo nada más le dije lo que uno dice en esos casos: orita no, señor, gracias. 

Y ahí va, entre todo ellos, el venezolano vendiendo arepas. Un día de estos voy comprarme una. Si es que lo vuelvo a ver.

***

En un universo paralelo, en donde Estados Unidos estuviera al sur, un mexicano va con su canasta vendiendo gorditas rellenas por las calles de Maracaibo. No va a querer gorditas, doña. Y entonces una señora le aborda y le hace preguntas —ignorando por completo lo de las gorditas— sobre su acento, como si este fuera de otro planeta.

En un universo paralelo, un mexicano va de negocio en negocio, dando explicaciones, con su canasta llena de gorditas  calientitas.  

Los textos publicados en la sección “Opinión” son responsabilidad del autor/a y no necesariamente reflejan la línea editorial de Manatí.

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