Pero los días no vuelven: Dos años sin José Emilio Pacheco

TAMAÑO PARA FOTOS DE MANATI

 

TAMAÑO PARA FOTOS DE MANATI

Por Pablo Íñigo Argüelles / @Piaa11

No, me gusta más pensar que conocí a José Emilio Pacheco en el mejor momento, justo cuando más necesitaba, por que las letras siempre llegan a nosotros cuando tienen que hacerlo.

Cuando era niño me intrigaba el polvo que flotaba dentro de mi cuarto en las mañanas. Las primeras veces lo admiraba en silencio después de levantarme. Hacía puñitos en el aire para intentar tomarlo, pero nunca se quedaba. Para mí ese polvo eran los fantasmas diminutos que habían quedado rezagados en la madrugada, y que bailaban junto a la luz del sol, detenidos en el tiempo, vigilando las mañanas. Con los años esa imagen terminó perdiéndose, aunque el polvo nunca dejó de estar ahí.

Conocí a José Emilio Pacheco demasiado tarde. No me enorgullece decir que fue hasta que estaba en la universidad que leí un libro de él, cuando ya para esa altura casi todos habían vivido junto a Carlos los tormentos del primer amor en Las Batallas. –¿De verdad nunca lo has leído?- me decía incrédula Marypaz, mi compañera de banca. La verdad es que no tenía idea de quién era ese tal Pacheco, y no ganaría nada si ahora echo culpas a mis profesores de secundaria o al sistema tan cuadrado de la escuela a la que fui toda mi vida. No, me gusta más pensar que conocí a José Emilio Pacheco en el mejor momento, justo cuando más necesitaba, por que las letras siempre llegan a nosotros cuando tienen que hacerlo.

Fue Antulio García, mi profesor de radio, quien me dio una copia de “Las Batallas en el Desierto”. No me acuerdo de qué trataba su tarea, pero esa misma tarde, esas sesenta y ocho páginas ya hacían estragos dentro de mí. “El amor es una enfermedad en medio de un mundo en que lo único natural es el odio”. Lo que leí esa tarde fue una revelación. Lo primero que hice al dar vuelta a la última página fue volver a empezar como si se tratara de un juguete traído el seis de enero. Entonces me envolvió de nuevo desde la primera línea: “Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?”

Y es que más allá  del amor inocente entre Carlos y Mariana, la vida común de un niño de clase media o las descripciones musicales tan reales que acompañan a la narrativa, en esa historia había algo más, una conciencia que flotaba como el polvo de las mañanas en mi cuarto y se metía por mis ojos e invadía mi cuerpo, una epifanía: la nostalgia, lo que no fue, lo que pudo haber sido; la memoria, sus rincones intocables.

No podía ser que alguien, con una facilidad tremenda juguetera con la tinta y con las hojas, hablando de la memoria, de los recuerdos como si fueran sus más grandes amigos, como si éstos le hubieran compartido su gran misterio en un susurro.

A partir de ahí no quise dejar de viajar junto a ese escritor, quien se volvió mi amigo y me fue llevando por la memoria en forma de vecindades olvidadas, olores húmedos, puertas con salitre, ondas de radio perdidas en el aire, amores olvidados en las bancas de los parques. Vino luego “El Principio del Placer”, la inocencia perdida, la infancia que nunca regresó y que se perdió en algún lugar de Veracruz junto al charlatán de Bill Montenegro y el amor dañino de Ana Luisa.

Para mí, como para muchos de mi generación, José Emilio Pacheco significa libertad, libertad en las letras, en el camino, y la libertad ganada con sus cuentos, creció al descubrir su poesía. Con ella nos devolvió mucho de lo que perdimos con los años, los detalles, la capacidad de impresionarse con el mar, con la noche, con una foto; con ella nos enseñó a no llamar las cosas por su nombre, sino rondar en ellas, porque pierden su magia si intentamos nombrarlas.

José Emilio Pacheco solía encerrar en dos o tres palabras, lo que alguien pasa toda una vida tratando de decir. Cuando leí “La Sangre de Medusa”, aquél escritor que se había vuelto mi amigo a través de sus libros, me devolvió un pedazo suelto, un objeto extraviado hacía tiempo, ese que nació con la luz de la mañana dentro de mi cuarto: “…hoy pasa los días tratando de apresar el polvo suspendido en un rayo de luz…” Extrañé de pronto la capacidad de asombro que los niños tienen y que van perdiendo, pero que Pacheco supo conservar hasta su último día.

Leer a José Emilio Pacheco es encontrarse a uno mismo en una de las tantas esquinas del tiempo. Y yo, como seguramente muchos, le agradezco que me deje construir sus poemas, sus historias de una manera diferente cada vez que las encuentro; que me devuelva a los lugares más escondidos y sagrados de ese lugar que vive en mi cabeza. Le agradezco que me haga ver enigmas, en todo, y valorar siempre su misterio, el cual debemos conservar para no perder el sentido lacerante de la vida.

Por José Emilio he vuelto a mirar el polvo suspendido en las mañanas, he vuelto a tratar de apresarlo con la mano, he vuelto a imaginar que son fantasmas danzantes que flotan por mi cuarto, trayendo consigo recuerdos, objetos, cosas que vendrán.

José Emilio Pacheco fue un verdadero escritor, uno que jamás se ufanó de lo que hizo, que habló de su tiempo, y que hasta el final consideró su paso por el mundo como algo sencillo, sobrante, que se irá guardando en la memoria:

Al planeta como es/ No le hago falta/ Proseguirá sin mí/ Como antes pudo/ Existir en mi ausencia/ No me invitó a llegar/ Y ahora me exige/ Que me vaya en silencio.”

Nos leemos pronto.

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