Por Gustavo Ramírez / @Taboobs
– ¿Qué horas son?
– Las cuatro y media, mi amor.
– No me digas así. ¿Cuánto te debo?
Javier se pasó la mano derecha por el rostro y la llevó hasta el cabello enmarañado. Clavó la mirada en el techo, lamentó su existencia, se retiró la sábana del cuerpo y salió de la cama en dirección al baño.
El silencio sepulcral de la habitación fue interrumpido por el estrepitoso rechinido de la bisagra de la puerta. Un espejo, que flotaba sobre el lavabo, le devolvió la imagen de un cuerpo flácido y un miembro pequeño, unas nalgas caídas y un rostro de facciones enmudecidas.
Hacía mucho tiempo que Javier invertía sus noches buscando el rostro de María en el de alguna puta. Trataba de encontrar, sin éxito, un bosquejo de su sonrisa en unos dientes torcidos o en unos labios amorfos.
La rutina era la misma al terminar el día. Javier bebía con vehemencia en un tugurio cualquiera, hasta que, aturdido por las luces de neón y la música, aprovechaba su último suspiro de sobriedad para dejarse morir sin miedo entre las piernas y el sexo de una hembra.
Pero ninguna era como María. Ninguna tenía sus muslos firmes, ni sus senos torneados, ni su vientre, ni sus caderas fértiles. Ninguna tenía el misterio de sus pupilas que coqueteaban con la ternura y el deseo. María era una mujer peligrosa para cualquier hombre que creyera lo contrario.
Javier salió del baño y regresó a la cama. Encontró a Camila acostada debajo de una densa nube de tabaco.
– Son cuatrocientos pesos – dijo Camila.
Resignado, recogió el Yale que yacía en el piso de uno de los cuartos del Manhattan y sacó la cartera. Tomó un par de billetes y con desprecio le pagó la cuenta a la mujer que lo había enviado a dormir sin sueño.
Camila se colocó el vestido, levantó sus bragas y salió de la habitación sin decir palara. Javier se quedó sentado en la orilla de la cama con el cuerpo desnudo y los brazos apoyados sobre las rodillas. Lamentó su existencia y se llevó un cigarro a la boca.