Por Pablo Íñigo Argüelles / @piaa11
El otro día me dijeron que no sé cuántos pueblos están esperando la denominación de “Pueblo Mágico”, no solo en el Estado de Puebla, sino en toda la República. Yo no sé qué urgencia; yo no sé que afán por llevar ese título comercialmente eficaz y sí, mágico, totalmente mágico, y no por ninguna característica relacionada con la alquimia o la ilusión; no. Mágico porque, Pueblo que se vuelve Mágico, pueblo que mágicamente aparece -o reaparece- en el mapa, en las guías turísticas, en los sitios de internet, en los programas de televisoras internacionales que buscan, en un país inmensamente rico como el nuestro, rincones perfectos en todo sentido.
Yo me acuerdo, siendo un niño noventero, de shorts y tenis blancos, con calcetas blancas, gorra de Mickey, playera enorme. Me acuerdo que mi sentido de magia residía completamente en el desfile del Magic Kingdom en Disney World. Era el sueño de todos nosotros, de los niños de mi escuela, ir a Disney en verano, conocer a los personajes ficticios cuyas películas veíamos hasta el cansancio. Si tenías la suerte que yo tuve, como cientos de niños de mi generación, tus padres podían llevarte a conocer el lugar predilecto. Pero me acuerdo también, que mi primera desilusión fue la de saber que nadie en realidad vivía en el castillo que adornaba el centro del parque. Es pura escenografía, me decía mi padre. Es pura escenografía.
Y sigue siéndolo.
Entonces cuando hablamos de magia, podemos estar hablando de una magia perfecta, la magia inducida, la magia de Disney. Una magia diseñada hasta el último detalle, la magia programada. Una sonrisa, vestidos perfectos, empleados robóticos, empleados felices; ilusión, desfiles, fuegos artificiales, princesas y príncipes y montañas rusas. Escenografía. La magia creada por magos que no tienen varita ni polvos, creada por magos, esos que están detrás de todo eso, los que saben vender un pedazo de cartón, los que saben vender un castillo vacío. Está bien, muy bien, ha sido y siempre será su sentido primordial, porque el castillo vacío, el fuego artificial, el puesto de patas de pavo jugosas y perfectas fueron hechas y diseñadas para eso.
Pero entonces, ¿de qué magia hablamos cuando hablamos de los Pueblos Mágicos? No estaremos hablando de la magia programada de Disney, ¿no?…¿o será que sí?
Uno ha ido siempre, digamos, al pueblo de Pacotitlán de la Sierra. Es un Pueblo en donde no se para ni el polvo. Pero está bien, esa es y siempre ha sido su naturaleza. Hay el mercadillo eventual, el domingo de plaza. Hay un café internet porque así lo ha exigido el tiempo y los familiares que están del otro lado; hay una o dos tiendas, un escritorio público, anuncios de muchos oficios. La plaza tiene un kiosko, hechizo, pero kiosko al fin, y resulta también que Pacotitlán sobresale de entre sus vecinos serranos gracias a unos pollos buenísimos y unas costillas de cerdo ahumadas que se venden en un restaurante desde hace más de treinta años.
El mejor secreto de la Sierra.
Y resulta que nosotros, desde nuestros abuelos, sabemos de este secreto. Cada vez que, yendo de la ciudad A a la ciudad B, pasamos por Pacotitlán, paramos por el puro placer de comer esos pollos ahumados, mismos que también son el sostén de una familia entera.
Pasan los años y nadie, más que algún perdido y los que sabemos que el mismísimo Dios hace los pollos y la costilla ahumada, llega a Pacotitlán de la Sierra.
Pero entonces llega un alcalde, un listillo, que promete mejores vidas y mejores todo. Un alcalde bien enterado que, si logra que a Pacotitlán se le denomine Pueblo Mágico, los beneficios del turismo, la gentrificación y el reconocimiento, le llenarán los bolsillos a él y a todo el pueblo. Entonces lo logra. Logra que Pactotilán aparezca en las guías, en los mapas, en los documentales de viaje; el alcalde logra ese gran hito que es el de bajar recursos. Viene entonces gente del gobierno, no sé cual gobierno, el gobierno que sea. Los prepara a todos; a los jóvenes, a los viejos, les enseña inglés, les dice cómo tratar al turista, ese turista al que hay que tratar como rey, al que espera encontrar un cinco estrellas en todos los rincones, ese Grand Turista. Les dice a cuánto vender sus artesanías.
Pintan paredes, colores perfectos, colocan anuncios. Se planta un Oxxo, un restaurante de comida dócil, comida universal, desayuno continental. Se monta un hotelito, y luego otro, y así empieza la construcción de la escenografía, la creación de la magia, así empieza un Pueblo Mágico.
Entonces volvemos, diseñamos nuestro viaje de la ciudad A a la ciudad B para parar en Pacotitlán, específicamente para comer un pollo y unas costillas. Pero llegamos y vemos que todo ha cambiado. Nos encontramos con un montón de niños vendiendo pulseras, con un puñado de negocios nuevos: un Elektra, un Oxxo y luego un Super K. Anuncios perfectos, el kiosko, hechizo, ahora más hechizo. Buscamos el restaurante de los pollos y las costillas gloriosas. Sigue estando pero ahora se llama Mr. Pizza. Venden pizza, pero ¿por qué, Doña Carmen?, pues porque ahora con tanto turista es lo que más vende, a los turistas no les gusta salirse de su zona de confort. Pues sí cómo no, si viene puro Europeo que en su vida ha probado nada más que papas fritas, y les da miedo. No joven, no son ellos, a ellos si les gusta. Me refiero a los turistas mexicanos, a los nuestros, ellos son los que buscan la pizza y los que le ponen cara de fuchi a todo.
Y entonces viene una grúa que instala unas letras multicolores enormes junto al kiosko: Pacotitlán de la Sierra es ahora un digno y verdadero Pueblo Mágico
Una sonrisa vestidos perfectos, habitantes robóticos, empleados felices; ilusión, desfiles, fuegos artificiales, charros, charras y muchos sombreros. Pura escenografía. La magia creada por magos que no tienen varita ni polvos, creada por magos, esos que saben vender un pedazo de cartón, los que saben vender un castillo vacío.