PABLO ÍÑIGO ARGÜELLES | @Piaa11
Prefacio
Hace algo así como seis años, la tarde de un martes de tormenta, empezamos, sin saberlo, una de las aventuras más grandes de nuestras vidas. Sólo teníamos un micrófono desechable, una computadora y una oficina prestada (la de mi padre) en la que había el silencio necesario pero mucho eco. Charly Galeana, operando la consola improvisada al otro lado de la mesa de vidrio, me hizo señas con los dedos, 3…2…1…dedo índice apuntándome…y estábamos al aire, mientras el cielo se derrumbaba afuera. Eran las seis de la tarde.
Habían pasado unos meses desde que nos habían quitado todo. La universidad en la que estudiábamos puso la política como su cualidad y propósito principal y los afectados de la ecuación, como siempre, fuimos nosotros, los alumnos. Cuando la administración de Eduardo Rivera terminó, empezó el acomodo de exiliados, y la universidad acogió a los yunques que Gali, el nuevo alcalde, no quería ni por accidente en su administración.
De pronto teníamos como profesora de filosofía de la comunicación a alguien que en su vida había abierto un libro de la materia y que faltaba a clases para asistir a protestas anti aborto en Ciudad de México; como director de la carrera a un tipo detestable con complejo napoleónico que salió de la nada y, como director de departamento, a alguien que los últimos años había manejado manejado —literalmente— la basura de la ciudad.
[Si para este momento no ha adivinado el nombre de la universidad en cuestión, le invito a googlear palabras clave.]
Cuando los alumnos “protestamos” fuimos revoltosos, grilleros e inmaduros. Queríamos de vuelta a nuestros profesores, (Noé Ixbalanqué, Gabriela Di Lauro, Antulio García, Pipis Gutiérrez) a quienes desplazaron para dar lugar a burócratas desempleados. Y por si eso fuera poco, los laboratorios en donde ensayábamos lo explicado en clase, (radio, televisión y el periódico institucional) también fueron tomados sopretexto de “mejorar contenidos”, mismos que nunca vimos florecer, al menos no en un largo tiempo.
Nos quedamos sin nada.
Cuando Charly Galeana me dio la señal para comenzar a hablar esa tarde lluviosa de martes, estábamos dando vida a un viejo proyecto de radio por internet que él había comenzado en su natal Tuxtepec y en el cual, en la hora más oscura, nos apoyamos para tener una plataforma en la que nuestra voz de estudiantes revoltosos, grilleros e inmaduros, sonara. Se llamaba Café Radio, y el programa que iría tomando forma sobre la marcha y llegaría, después de tres años a las 100 emisiones, tenía por nombre Desde Mi Máquina.
Después de algunos años, muchos pasos y uno que otro retoque, hoy, ese proyecto del que le hablé en párrafos anteriores es este que usted tiene en su pantalla, querido lector. Desde el principio, manati.mx ha sido el refugio de los desvalidos, una plataforma en la que nuestras palabras han encontrado acogida, pero sobre todo, una extensión del alma de Charly Galeana, quien con su generosidad y persistencia a todos nos ha puesto el ejemplo de lo que debe ser un medio digital e independiente.
Hoy, Manatí, sigue, renovado, más grande, más fuerte.
Y con ello esta columna.
La ciudad y todos sus monstruos.
Pero ahora que lo pienso, es un mal momento. Es un terrible momento para aventurarse a una columna semanal en la que la ciudad sea la principal causa de la escritura. Es un mal momento para hablar de las ciudades. Es más difícil todavía escribir sobre sus monstruos, porque todos somos, y cuando llega la hora de escribir sobre nosotros, sobre los monstruos, sobre nuestra guarida que es la ciudad, la tarea es ardua y titánica, aunque necesaria.
Comienzo esta columna en el peor momento para hablar de la ciudad, para vivir en ella.
¿Pero cuándo ha sido bueno?
Aquí nos leemos.
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