MARIO GALEANA | @MarioGaleana_
Toda la historia se agota en menos de veinticuatro horas y es posible leerla así, de un frenético tirón, porque el ritmo es vertiginoso y centelleante. Se está haciendo tarde (final en la laguna) está fincada en el amanecer de los años 70, que es justamente cuando José Agustín Ramírez comenzó a escribirla, y es un réquiem de aquella época dorada, del languideciente mito de los años 60 al que el autor no duda en destajar con todas sus cualidades y desatinos, quizá porque allí donde más fuerte es la luz más larga es la sombra.
Se está haciendo tarde es, sencillamente, la mejor novela de José Agustín, la mejor novela de la mal llamada Generación de la Onda y tal vez una de las diez mejores novelas mexicanas. Es, también, el resultado de una combinación exitosa de todos los artilugios, de todas las cosas que el autor poseía sobre la literatura a los ¡28 años!, porque José Agustín fue, sobre todo, precoz (que no procaz).
La novela se nutre lo mismo del lenguaje cinematográfico que del coloquialismo, de canciones de Bob Dylan y los Rolling Stones, poemas de Baudelaire, hexagramas del I Ching, albures y juegos inherentes al caló o la jerga de la época, y un narrador que se convierte en cuatro, en cuatro voces y en cuatro pensamientos, porque cuatro son los personajes principales. Hace unos días, al terminar de releer la novela, fue la prodigalidad en recursos narrativos lo que más me sorprendió. Publicada en 1973, aquel amasijo de técnicas revela a José Agustín como un narrador valeroso que se atrevió a probar un estilo auténtico y que alcanzó su cenit demasiado joven.
La historia inicia cuando Rafael, un tipo de 28 años que lee el tarot en la Ciudad de México, cae de improviso a la casa de Virgilio, que vive a las afueras de Acapulco. Virgilio es dealer y melómano, un tipo que ha hecho del albur su lengua y que vive suavemente probando cada psicotrópico que se le atraviesa, mientras que Rafael es más bien ceñido, alguien que se jacta de la supuesta fortaleza espiritual que posee y que se tiene a sí mismo en altísimo valor, quizá mayor del que realmente posee.
De tres, cuatro caladas a un porro, aquella primera escena vira hacia Caleta, donde conocen a Francine y a Gladys, dos mujeres en sus cincuenta, alcohólicas, fúricas. La primera es guapísima pero vulgar, escandalosa e insoportable. La segunda parece hundida en la peor depresión. Más tarde aparece en escena Paulhan, un belga angelical y especie de gurú espiritual que se ubica en medio de los cuatro. Y a partir de allí, entre tragos de vodka y tequila, cigarros de mariguana de 30 centímetros y pscilocibinas, cassetes de Clapton y Joe Cocker, la historia se deshilvana a lo largo de toda la Costera de Acapulco.
Los cuatro personajes parecen ser reflejos de sí mismos. Una clase de espesura que brama al otro lado de cada espejo. Rafael es tan parecido a Virgilio que lo odia casi en secreto. Virgilio está tan contento de la visita de Rafael que no puede dejar de humillarlo. Francine depende tanto de Gladys —como de la imagen que le devolvería un arroyo si se parase frente a él— que escupe sobre su dignidad a la menor oportunidad. Y para Gladys deshacerse de Francine sería como arrancarse el corazón y dejarse morir a destajo.
Ese juego de refracción provoca que el lector se sienta más identificado con Paulhan, un punto de equilibrio en aquel sórdido conjunto de personajes.
Igual que Philip K. Dick escribió El hombre en el castillo bajo la guía del I Ching, este libro fue importantísimo para que José Agustín delineara la historia de Se está haciendo tarde. Quizá por eso, tres o cuatro veces cita el enigmático hexagrama 24, el mismo por el que Carrére tituló a su más reciente compilación de crónicas Conviene tener un sitio adonde ir. Un hexagrama que hace alusiones a la verdad, al retorno, al movimiento.
"Salir y entrar sin error
Hacia delante y hacia atrás va el camino
En el séptimo día viene el regreso
Es favorable tener adonde ir"
La hechura de la novela pasó por tres aduanas: dos colonias de la Ciudad de México y —la más importante— la cárcel de Lecumberri, donde José Agustín estuvo recluido entre mediados de diciembre de 1970 y principios de julio del 71 por posesión de mariguana. En su exigua celda consultaba el I Ching, inició un pequeño diario de sueños por recomendación de la poeta Elsa Cross —y que más tarde se convertiría en la portentosa novela Cerca del Fuego— y continuaba escribiendo Se está haciendo tarde.
Aquel pasaje en la cárcel definió, quizá sin que el autor se lo propusiera, una buena parte del eje espiritual de la novela. Durante todo el tiempo, la amenaza del mal viaje está presente porque el Estado ronda cada resquicio de la ciudad.
Rafael siempre está aterrado porque alguien le ha dicho que unos policías federales están encubiertos vigilando la playa, además de que por una persecución policiaca los cinco terminan enfilados hacia Coyuca y su espléndida laguna, que es, precisamente, la escena final de la novela.
Anegados dentro de sí mismos, languidecientes bajo un coctel de psicotrópicos que se han suministrado todo el día, sus cuerpos yacen al fondo de una pequeña lancha que trepita suavemente bajo la noche estrellada. Encarnado en un lanchero de Coyuca, Caronte, el encargado de guiar a los muertos por el Estigia, mira plácidamente aquellos jirones de humanidad, y dice: “Yo creo que mejor nos regresamos. Se está haciendo tarde”.
Después de 1973, José Agustín escribió grandes novelas y un buen conjunto de crónicas, pero en estilo, ninguna superó a Se está haciendo tarde. Entre las obras que le sucedieron se encuentran El rey se acerca a su templo (1977), Cerca del fuego (1986), La contracultura en México (1996), los tres tomos de Tragicomedia mexicana (1990-1998), y mi favorita, Vida con mi viuda (2004).
En 2009, una aparatosa caída ocurrida en el Teatro de la Ciudad de Puebla, provocó graves problemas de salud a José Agustín. Valga aquí un lugar común: se debatía entre la vida y la muerte. Tras semanas en terapia intensiva, sobrevivió. Pero algo de él se perdió en aquel letargo. Tenía en puerta al menos dos novelas, pero hoy no escribe más.
José Agustín, el héroe de tantos, se acerca —como sus personajes de Se está haciendo tarde— a la laguna del silencio.
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