PABLO ÍÑIGO ARGÜELLES |@Piaa11
Podemos reconstruir los edificios, volver a ellos.
Rehacerlos, permanecer, incluso, adentro por tiempo indefinido, o infinito —que viene siendo igual—.
Un edificio son muchos pedazos de algo, que juntos hacen una pieza, que a su vez, junto a otras como ella, forman la ciudad.
La ciudad, una sola pieza en su entereza.
Pedazos guardados en pedazos que juntos forman algo más complejo, difícil de habitar y conocer completamente.
Paradojas.
Y cuando pienso en pedazos y edificios, es inveitable remitirme al edificio en pedazos por excelencía: El edificio de las Fábricas de Francia, o de los Almacenes de La Ciudad de México, o el edificio de la 2 y la 2, “en donde está el Vips”, o donde era “Blanco, donde tu abuela compraba a veces”.
Como quieran llamarle, pero ese, para mí, es el edificio en pedazos por excelencia.
“Vino del mar, navegando, pieza por pieza, remache por remache”, escuché en la voz de algún adulto cuando yo, de niño, distinguía ese edificio verde y hermoso de entre todos los edificios aburridos de su calle.
—¿Shwartz and qué?—
—Shwartz and Meurer.
—¿Y esos quiénes son?
Y cuando digo que se pueden reconstruir los edificios, de ninguna manera quiero decir que este esté destruido.
Al contrario: este edificio ha sido armado un millón de veces.
No voy a contar la historia, de ninguna forma, porque contar la historia completa de algo exige respeto, exige rigor, un rigor que la premura de la columna semanal no permite.
Pero solo puedo decir que, a diferencia de sus congéneres, este fue traído, pedacito por pedacito desde París y fue armado aquí, como una bestia desmembrada y luego vuelta a coser.
El jueves pasado, M. y yo subimos las escaleras crujientes que algún día condujeron a otras almas al encuentro de alguna mercancía, de sombreros, o telas, o pipas. Llegamos al segundo piso de este edificio que respira y que hoy aloja la Capilla del Arte de la UDLAP.
Una de tantas reconstrucciones que ha tenido, uno de tantos armajes.
Y entre hierro esmeralda, remaches dorados y columnas traídas del mar, la música de Roberto Gutiérrez Castro y Relicario, hicieron que cien años de historia, que en ese instante nos sostenían, se conjuntaran en un puñado de acordes.
Era la primera vez que yo veía a Relicario en vivo, y me tocó verlos en su apogeo, en su sinergia, en un acústico.
Los que estábamos ahí guardábamos silencio, por respeto al lugar que pisábamos, pero también un poco intimidados, quizá por la forma en la que la banda se comunicaba en decibeles, entre ellos, o por cómo Roberto iba del Yamaha de cola, a su lugar, donde pertenece, frente al micrófono, delante de nosotros, con una simple guitarra.
Lo de Relicario fue toda una experiencia visual y sonora, también temporal. Relicario, relicario. Un relicario es una caja en donde se guardan reliquias, y santos, y veneraciones.
Pues ahí estábamos todos, venerando a la música, dentro de un relicario de columnas verdes, que junto a otros como él, forman uno todavía más grande.
Seguiré contando.
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