LUIS SORIANO | @LuisSorianortz
6 am. El despertador suena. Quizá sea ese sonido lo único que no ha cambiado. Por lo demás, todo es distinto: ya no me tengo que bañar, ni vestir, ni peinar para ser recibido en un salón frío por la mañana. Ahora la universidad es, básicamente, mi cuarto, la sala, una breve revisión al módem y su conexión a la computadora, y después permanecer callado, encomiándose a todas las deidades disponibles para que el profesor o la profesora no pidan que encienda la cámara.
La vida universitaria en medio de la peor pandemia del siglo XXI es una lucha constante contra los distractores cotidianos de la vida doméstica: a lo lejos, los ladridos del perro, el camión repartidor de gas, el trajín de los carros; y más cerca, las voces en sordina de la familia.
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Para otros, esta mudanza de las aulas a las pantallas es algo más complicado que librar las faenas domésticas: se trata de una batalla contra la brecha digital, que es, en realidad, otra de las manifestaciones de la desigualdad en México.
A nivel nacional, el 70.1% de la población cuenta con acceso a internet, según el Inegi. Pero esta proporción cambia diametralmente si se enfoca exclusivamente en poblaciones rurales, donde sólo el 23.4% de los hogares tienen conexión a internet.
A mediados de mayo de 2019, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) expresó su preocupación por la persistencia de la brecha digital en el país, incluso entre las zonas urbanas, donde advirtió diferencias notables.
En Puebla, por ejemplo, se registraba una de las proporciones más bajas de usuarios de internet en áreas urbanas, con un 65.6%. Al estado le sucedían Tlaxcala, con 64.2%; Oaxaca, con 52.9%, y Chiapas, con 57.6%.
La nueva normalidad estudiantil
Esta brecha digital se traduce en ausencias. Ingrid Lezona, estudiante de Comunicación en la BUAP, ha percibido que las dificultades técnicas entre algunos de los equipos de sus compañeros les han imposibilitado asistir a clases.
Y lo ha percibido también con su madre, que es docente, y que diariamente atisba una realidad en la que la pobreza y el desempleo imposibilitan que los padres puedan costear el internet para que sus hijos acudan a clases.
Ocurre en la BUAP, como ocurre también en universidades que no necesariamente son públicas.
Lulú Farrera, estudiante de Comunicación en la Universidad Iberoamericana Puebla, sabe que una de sus compañeras no ha podido asistir a clases ya que, al vivir en un municipio de la Sierra Norte de Puebla, los servicios de internet no adquieren siempre la mayor eficiencia.
Misael Arregui, estudiante de Medicina en la UPAEP, ha presenciado el constante tartamudeo de la red en sus compañeros, y la complejidad teórica del cuerpo humano se desvanece en la red lenta y en las plataformas pixeladas.
Pero al margen de estas dificultades y desigualdades, hay otra cosa que ha cambiado con el despliegue de esta nueva normalidad estudiantil: las viejas rutinas se han roto, la carga estudiantil y laboral han aumentado, los profesores afrontan también una brecha generacional traducida en el uso de tecnologías, y casi podría afirmarse que la comunicación no es la misma.
Ingrid Lezona solía levantarse por las mañanas para asistir a la escuela en las tardes y regresar a descansar a su casa por la noche. Pero ahora lleva sus clases en la mañana, y la casa, su lugar de descanso, se ha convertido en un espacio donde el ocio y el trabajo convergen, acentuando el poder de los distractores cotidianos, como el ruido de los animales que viven cerca de su hogar o las clases que realiza su madre.
En tanto que para los estudiantes que no tenían una rutina, como Lulú Farrera, la contingencia sanitaria los ha tomado por sorpresa presentando un delgado balance entre el ocio, la vida académica y las cargas laborales, así como una frustración en la falta de traslado.
En algunos casos, combatir la desilusión de las clases en línea toma un giro creativo. Los alumnos han tratado de establecer una rutina. En el caso de Misael, vestirse con bata y corbata le han ayudado a recordar la importancia de mantener en su papel como estudiante. Mientras que otros, como con Ingrid o Lulú, se han esforzado en mantener horarios dentro de su hogar.
La batalla en las aulas
Pero las dificultades en las clases virtuales son múltiples. Los universitarios consultados afirman que los docentes se encuentran cara a cara con una tecnología que hasta hace algunos meses desconocían; batallan, a ratos, con las plataformas que las mismas universidades han entregado, o bien, presentan contenidos teóricos con pocos elementos didácticos.
Las lecturas se han vuelto más pesadas, los reportes y tareas se han convertido en una constante y la falta de retroalimentación ha empantanado algunas zonas del conocimiento.
Sencillamente, el diálogo se ha transformado en una sombra de lo que solía hacer. Lo mismo que el contacto humano. Lo mismo que el entusiasmo de un profesor entrando al aula. Lo mismo que la experiencia universitaria, que se ha diluido entre reuniones de Zoom o Jitsi. Lo mismo, lo mismo, lo mismo.
Hay, pese a todo, un anhelo: el de volver a las aulas. A la bata blanca. A las prácticas profesionales. Al flujo constante de una ciudad. Al teatro. Al futbol. Al campus.
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