Concepción Hernández defendió indígenas y campesinos en una época de caciques; fue asesora del EZLN durante la firma de los acuerdos de San Andrés, participó en distintos movimientos sociales y parte de su vida fue contada en el documental La abogada del pueblo. Ésta es una relatoría sobre su paso en la Tierra.
MARIO GALEANA | @MarioGaleana_
En los años que precedieron a su muerte, Concepción Hernández Méndez dedicaba varias horas a alimentar un grupo incalculable de pichones que aterrizaban sobre el patio trasero de su casa y a dos decenas de gatos que jugueteaban a lo largo de la sala, sobre las bardas y las cornisas.
Había desarrollado un agudo sentido de observación que le permitía distinguir entre familias enteras de pichones y felinos. Mediaba para que los segundos no se comieran a los primeros, al mismo tiempo que prodigaba curas para alas vencidas y remedios para patas lastimadas.
A Concepción le decían Conchita y era una mujer pequeña, de voz aniñada, dulce, que podía conversar sobre cosas sencillas, aparentemente banales. Bastaba poco tiempo para darse cuenta de que sus palabras estaban cargadas de significado; era portadora de una sabiduría que no se empeñaba en probarle nada a nadie.
Por esos años, a un cineasta le dio por filmar un breve documental en el que la proclamó “La abogada del pueblo”. En la pantalla se narraba la vida de una mujer valiente que en sus veintitantos defendía indígenas y enfrentaba caciques y políticos. Pero en la vida real esa chica era una mujer que atravesaba la vejez dedicada al cuidado de sus gatos y pichones.
De cualquier modo, esa proclamación caló entre aquellos que vieron el documental e incluso entre los que no lo vieron. Y el miércoles 27 de enero de 2021, mientras Conchita perdía la vida a los 72 años, la noticia sobre la muerte de la abogada del pueblo ya corría entre las sierras veladas por las tolvaneras y la neblina.
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El comienzo
Nació el 8 de diciembre de 1949 en Tehuacán, Puebla, y ese fue el punto de partida de una vida itinerante. Estudió Derecho, pero al terminar la carrera sintió que no había aprendido nada. Cursó dos años de Filosofía y eso le permitió dar clases en una preparatoria de Tlaxcala, aunque la desanimaba el desánimo de sus estudiantes y por eso entró a estudiar Antropología.
La rutina de esos años era furibunda: salía de Puebla hacia Tlaxcala a las 7 de la mañana, a las 2 de la tarde partía hacia la Ciudad de México, donde estaba la Escuela Nacional de Antropología e Historia, y a las 9 de la noche marchaba de vuelta a Puebla, en un viaje que terminaba a la medianoche.
No se sabe cuándo, pero se sabe que en esa época vio “Vivir”, una película del japonés Akira Kurosawa que retrata el hastío de un burócrata que vive entre legajos. Conchita supo que eso —la inmovilidad— era lo único que no quería en su vida.
Y cuando entró al Instituto Nacional Indigenista (INI) decidió irse al pueblo más remoto que pudo escoger: Las Margaritas, Chiapas.
—Era en la zona de Comitán, conocida porque ahí surgió la insurrección zapatista. En la selva vivían todos los tzotziles desplazados de San Cristóbal de las Casas, porque había una política de colonización —afirmó Conchita en una entrevista otorgada en 2018.
Ahí conoció a un médico chileno y a una dentista mexicana y algo cambió para toda su vida.
—Ellos iban y le enseñaban a la gente a curarse, a sacarse las muelas, a hacer varias cosas. Y yo me iluminé con los médicos, me dije: eso hay que hacer con el derecho, hay que enseñar el derecho a la gente para que no dependa del abogado mañoso.
Para entonces en la selva ya había una crepitación, el asomo de una organización comunitaria que años más tarde daría origen al zapatismo. Era usual que en algunas comunidades rechazaran la ayuda de los médicos y la abogada, pero Conchita admiraba esa forma de resistencia y lo hizo hasta el último de sus días.
Permaneció allí un año y medio hasta que los despidieron. El médico chileno halló trabajo en Huayacocotla, un pueblo ubicado en la serranía de Veracruz, y fue él quien una tarde, a través del teléfono, le dijo a Conchita que en ese pueblo se necesitaba una abogada que defendiera a los indígenas de los caciques y los matones —que para el caso eran lo mismo—, de los ministerios públicos y los políticos corruptos.
Y Conchita, que hasta entonces no parecía encandilada por la abogacía, dijo sí. Así se convirtió en la abogada del pueblo.
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La historia de la abogada del pueblo
Lo que Concepción Hernández encontró en Huayacocotla fue un pueblo asolado por la violencia, el abigeato, el cacicazgo. Los caciques asesinaban a otros caciques y luego culpaban a algunos campesinos para quedarse con sus tierras. Supo de una persona a la que en una sola noche le robaron 24 cabezas de ganado y supo que esa persona permaneció en silencio y se fue del pueblo antes que intentar cualquier cosa. Supo también que una tarde asesinaron a tiros a una familia entera salvo al abuelo, que resultó ileso porque las balas rebotaron en su machete.
—Ahí nos inventamos cursos de defensores populares con las comunidades otomíes. Era para que conocieran la Ley Orgánica Municipal, la Constitución y en general todo este tipo de procesos. Éramos como reporteros: documentábamos todo, lo anotábamos todo.
Conoció la historia de un grupo de campesinos que a finales de 1989 fueron culpados del homicidio de un cacique, entre los que se encontraba Zósimo Centeno Hernández, a quien defendió en los ministerios públicos y en las oficinas de la procuraduría y la gubernatura. El caso de Zósimo fue nacional y convocó grandes movilizaciones.
Pero por ese punto comenzó la persecución. Y el punto más álgido llegó cuando el entonces secretario General de Gobierno de Veracruz, el segundo funcionario más importante de todo el estado, culpó a los catequistas, a los jesuitas y específicamente a Concepción Hernández de supuestamente propiciar la ola de crímenes.
De cualquier modo, Conchita permaneció 20 años en Huayacocotla. Esa es la etapa de su vida en la que el director Alan Villareal puso la mirada al filmar “La abogada del pueblo”, un documental que recorrió algunas salas de cine en 2017 como parte del festival Ambulante.
La frase con la que se promocionó el documental es romántica, pero certera: “Armada de una máquina de escribir, una mula y una gran convicción decide recorrer los pueblos y caminos de la Sierra Norte de Veracruz, para llevar los casos de las personas desprotegidas. Durante su lucha, enfrenta varios problemas que ponen en riesgo su vida”.
El documental dirige la mirada hacia un tema interesante: la maternidad. Porque hasta ahora se ha hablado de una abogada metida a la filosofía y a la antropología que recorrió pueblos y serranías defendiendo campesinos, pero no se ha dicho que esa abogada era, también, madre.
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La vida familiar
Concepción Hernández conoció a Martin Barrios, un profesor de Filosofía, y el primer hijo de esa unión nació en el 72. Lo nombraron, como al padre, Martin. La hija menor nació tres años después y la llamaron Inti. Esa unión no duró demasiado, aunque lo intentaron. Y, por eso, cuando Conchita estaba en Huayacocotla los hijos permanecieron en casa de una de sus hermanas.
Pero no fue una infancia pletórica en juegos o alegrías, porque la vida de esa hermana languidecía a causa de una enfermedad terminal.
—Cuando era niña sí fue difícil porque yo quería que mi mamá me peinara, que me hiciera pasteles, quería una infancia más normal —cuenta Inti en el documental—. Era complicado porque mi tía estaba en víspera de la muerte y de repente hay cosas que se vuelven menos importantes, pero que suelen ser importantes en la vida de cualquier niño o niña.
—Para mí no fue tan difícil. Yo estaba en un periodo en el que me sentía muy libre, cuidaba de mi abuela, pero vivía en el exceso, en el rock —dice Martin por teléfono durante una tarde de febrero, algunos días después de la muerte de su madre—. Yo por ese entonces había hecho contacto con los párrocos de la Teología de la liberación y aunque eran cosas que no sentía muy interiorizadas o teorizadas, sentía que estaba haciendo algo importante.
Con la separación de los padres la biblioteca familiar se repartió y la casa de Martin e Inti rebosaba de libros. Se sabía que las colecciones de marxismo, anarquismo y comunismo eran de la madre, en tanto que las colecciones de poesía, novela y cuento eran del padre.
Algunos años después, cuando Inti visitó los pueblos que su madre había recorrido, sintió que cada paso deshilvanaba un recuerdo, una imagen.
—La gente me platicaba de ella, me contaban qué cosas pasaban y nunca me faltó una memela o un lugar donde dormir sólo por ser la hija de Conchita. Ahí conocí a mi mamá: a través de las personas. Me dije que me llenaba de orgullo todo lo que había hecho en ese tiempo y sentí que me pude reconciliar con la Inti niña.
Entre la profusa biblioteca familiar y el ineludible reflejo de los padres, los hijos también se convirtieron en artistas y luchadores.
Inti ha sido directora artística, gestora, actriz, guionista, funcionaria cultural y creadora de la obra “Monólogos de la maquila”, una compilación de monólogos de obreras de las fábricas de jeans en Tehuacán.
Martin ha sido músico, poeta, abogado, ambientalista, consejero electoral y creador de la Comisión de Derechos Humanos y Laborales del Valle de Tehuacán, que dirigía junto a su madre. En el 2005, mientras encabezaba la defensa laboral de un grupo de obreros, un empresario maquilero fabricó una denuncia en su contra y fue enviado a la cárcel algunas semanas, hasta que la presión pública fue tal que el gobierno del estado ordenó su liberación.
Él recuerda que antes de eso, cuando no se sabía si sería liberado o declarado culpable y encerrado por una década, Conchita y un grupo de amigos llegaron a verlo a la cárcel. Los amigos lloraban, eran un manojo de preocupación. Pero Conchita estaba estoica: no había, en todo el gesto, una sola mueca.
—Mi mamá me dijo: te metiste en la lucha obrera y estas son las consecuencias; afróntalas con toda la corrección del mundo, aquí no vamos a entrar en corrupciones o componendas; si te dan 10 años, alza la cara. Y yo pienso mucho en esas palabras. Era la muestra de la impecabilidad de su ser.
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El retorno a Tehuacán
En 1996 Concepción Hernández fue nombrada asesora del EZLN durante la firma de los acuerdos de San Andrés Larrainzar, que incluían la modificación de la Constitución para garantizar la autonomía de los pueblos indígenas en el país.
Eso fue, para Conchita, la capitulación de varias décadas dedicadas a la defensa del territorio, a la búsqueda de otra forma de vida.
—Mi madre y yo estábamos y estaremos con el zapatismo a morir, aunque yo no fui a los diálogos porque tenía veintitantos años —dice Martin—. Lo que me contaba de los diálogos es que significaban un regreso a las reivindicaciones más históricas del movimiento indígena. Mi madre entendía de forma muy avanzada las diferentes posturas del movimiento, conocía zapotecos, otomíes, tzotziles… con todos se llevaba. Las expresiones más radicales de la izquierda, del EPR al EZLN, la tenían como un referente. He recibido mensajes y pésames de pueblos y sierras y de gente en Canadá y Estados Unidos, pero la gente más triste con su muerte es la de la Sierra Norte en Veracruz… fue una persona tan querida en la sierra.
Tras la firma de los acuerdos y el levantamiento zapatista, Conchita volvió a Tehuacán en 2001 y acompañó otros movimientos sociales, como el de las canasteras de Coapan, el movimiento obrero de las fábricas textiles y la defensa de los ríos Coyolapa y Huitzilatl en la Sierra Negra.
Su casa fue, incontables veces, asilo de perseguidos políticos e indígenas que visitaban el valle. Y, durante los últimos años, hogar de decenas de gatos y pichones. Fue el trajín de las aves lo que complicó una enfermedad crónica pulmonar que empezó a padecer en la vejez y que derivó en su hospitalización 15 días antes de que muriera.
—Mi madre amó a los animales, a sus gatos, al río, a los árboles —recuerda Martin—. En el fondo ella transitaba mucho por la naturaleza. Era enemiga del consumismo, de comer carne. Al final murió por sus animales, pero era porque los quería y no lo podía evitar. Se fue con ellos. Y esa es una de las mejores herencias que nos dejó.
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Fotografía de portada: Fotograma del documental “La abogada del pueblo”, producido por Chocolate Films & Records, dirigido por Alan Villarreal.