Edgar Javier Osorio Castillo desapareció a finales de 2019 mientras volvía a Tehuacán. La pista de un trailero que dijo haberlo visto ha llevado a su familia a extender su búsqueda por distintos lugares.
MARIO GALEANA | @MarioGaleana_
Hay dos caminos para ir de Tehuacán a Santiago Miahuatlán pero, como suele suceder cuando hay dos modos de dirigirse hacia un lugar determinado, sólo uno es más corto. Para tomarlo, primero hay que avanzar por la avenida que conduce hacia la principal empresa embotelladora de agua y seguir hasta los campos de futbol y el club de golf. Bordear el aeropuerto, entrar a las calles polvorientas de Monte Chiquito, la última colonia de la ciudad, y llegar al Parque Industrial y a una ex hacienda en ruinas. Allí, en lugar de tomar las vías del tren, hay que cruzar por un camino de terracería de dos kilómetros en donde no hay nada más que plantíos, milpas, parajes olvidados, alguna casita de lámina. Después hay otra senda más grande, igualmente desolada, que llega a las puertas de Santiago Miahuatlán.
El 5 de diciembre de 2019 Edgar Javier Osorio Castillo, de 24 años, hizo ese viaje: avanzó, siguió, bordeó, entró, cruzó, llegó.
Y por la noche, cuando quiso tomar el camino de vuelta, desapareció.
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Edgar nació el 14 de octubre de 1995 y había tenido, como podría decirse, una vida normal: fue el segundo hijo de la unión de Elva y Miguel, creció sano, jugó sin clemencia, entró a la escuela, conoció a una chica, fue padre de su primer hijo al cumplir los 17, estudió Derecho, lo dejó, tuvo a su segundo hijo al cumplir los 20, trabajó como obrero, luego como vendedor de tianguis, y dos días antes de su desaparición habló con su hermano Miguel sobre sus hijos, sobre las vacaciones que pasarían en la Ciudad de México, sobre la carrera que truncó, sobre la abuela, sobre la vida misma. Hablaron por horas. Y lo siguiente que Miguel supo de él fue que había desaparecido.
—Él y sus amigos fueron a Miahuatlán y ya de regreso ellos se vinieron en una camioneta y mi hermano en su moto —recuerda Miguel—. No se fueron por la carretera, se vinieron por el camino de terracería. Llegó un momento en el que no vieron más la luz de la moto. Dicen que lo dejaron de ver a la altura de la ex hacienda, que al pasar las vías ya no lo vieron. Regresaron a Tehuacán y le avisaron a mi cuñada y se empezaron a mover con una búsqueda en la zona.
La pareja de Edgar recorrió estaciones de policía, hospitales y cárceles. Por la tarde del día siguiente, el viernes 6 de diciembre, llamó a Miguel para decirle que su hermano había desaparecido. Miguel vivía en la capital del país y volvió el sábado a Miahuatlán para recorrer la zona: avanzó, siguió, bordeó, entró, cruzó y no vio más que lotes baldíos, campos recién arados. Entró a la colonia Monte Chiquito y pegó carteles con el rostro de su hermano y un teléfono al cual llamar en caso de tener información. Cuando recorrió Santiago Miahuatlán, que está a sólo 10 minutos de Tehuacán, supo que la cámara de seguridad de una tienda había registrado el momento preciso en el que Edgar montaba la moto para volver.
–En la cámara se ve a mi hermano a las 10:19 de la noche de ese día tomar su motocicleta, se ve el momento en que mi hermano está con sus amigos. Se ven la camioneta y la moto, y sí concuerda con la versión que sus amigos dijeron, pero es extraño que al pedir que declararan en la Fiscalía, ninguno quiso hacerlo. Tampoco quisieron decir a qué habían ido. Ninguno.
Diez días después hubo muchos que llamaron diciendo que lo tenían secuestrado. Hubo otros que decían haberlo visto. Pero, de todas esas llamadas, sólo hay una que la familia de Edgar quisiera volver a tener.
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Cuando denunciaron la desaparición de Edgar, un agente ministerial les dijo que aquel jirón de 10 minutos entre Tehuacán y Santiago Miahuatlán era una “zona roja”. No dijo nada más, pero Miguel revisó noticias en internet para entender a qué se refería: halló homicidios, robos, descarrilamientos de trenes, y supo que todo eso sintetizaba la jerga policial.
En todo esto, sin embargo, hay algo extraño. En estos ocho años, la FGE tiene registrado a Santiago Miahuatlán como el municipio en el que fueron vistas por última vez cinco mujeres que más tarde fueron localizadas; en los registros no se encuentra el caso de ningún hombre desaparecido.
Y entre la posibilidad de que un error haya ubicado la desaparición de Edgar en Tehuacán, o que no haya sido incluido en la reserva oficial de las cifras, se tiende una distancia sobre la veracidad de los reportes oficiales de la Fiscalía.
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Las cifras de la FGE reflejan que, en poco más de ocho años —del 1 de enero de 2012 al 31 de mayo de 2020—, se presentaron denuncias por la desaparición de 471 personas en toda la región del Valle de Tehuacán y la Sierra Negra, pero sólo dos terceras partes fueron encontradas.
Según Miguel, las llamadas de extorsión que recibieron fueron canalizadas a la Fiscalía especializada en búsqueda de personas, que asumió la investigación un mes después.
Excepto por una: la llamada de un hombre que dijo ser trailero.
–El 15 o 16 de diciembre un trailero nos llamó y dijo que lo había visto, que lo había ayudado a llegar a la Ciudad de México. Él dijo que a mi hermano lo habían asaltado, que lo habían lastimado y que necesitaba ayuda para llegar a la Ciudad de México. Le dio dinero para tomar un autobús a la caseta. Mi hermano sabía que yo estaba ahí, en la Ciudad de México, y además el trailero dijo que le habló sobre sus hijos, que estaba preocupado por ellos, por su esposa y su abuela. Eso nos hizo pensar que podía ser él.
Cuando le pidieron declararlo formalmente a la Fiscalía, el hombre les pidió tiempo para pensarlo. Y días más tarde, cuando llamaron de vuelta a su teléfono, el número ya no recibía llamadas: los había bloqueado.
Pero de cualquier modo la búsqueda pasó de las terracerías a las centrales camioneras de la Ciudad de México. Allá se levantó otra denuncia por la desaparición de Edgar y se solicitó un permiso especial para foráneos, que permite pegar carteles de búsqueda en líneas del metrobús, alcaldías, sedes de gobierno.
Sobre todo, ese permiso da acceso a la revisión de un libro —un libro enorme— en el que periódicamente se actualizan los registros de las personas que murieron en la capital, a veces sin parientes o sin nadie que pudiera identificarlos.
Miguel revisa ese libro cada tres semanas. Y cada tres semanas hay 50 o 60 nombres nuevos. Pero ninguno es el nombre de su hermano.
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