Roberto Corrales Medina pasó ocho años desaparecido hasta que su osamenta fue hallada hace un año en una fosa de Ocolome, en Sinaloa. Su identidad fue confirmada este diciembre a su madre, Mirna Nereyda Medina Quiñónez, la fundadora de Las Rastreadoras de El Fuerte, que pudo sepultarlo en el panteón de Mochicahui. Después de encontrar a su hijo, ahora busca justicia.
Texto y fotos: Marcos Vizcarra para A dónde van los desaparecidos y Revista Espejo
A Roberto Corrales Medina lo desaparecieron el 14 de julio de 2014. Ese día se lo llevaron a un pueblo llamado Ocolome, al norte de Sinaloa, y lo asesinaron de dos balazos en la cabeza. Nueve años después fue sepultado por su madre, Mirna Nereyda Medina Quiñónez.
“Encontré a mi hijo pedazo por pedazo y fue enterrado cuatro veces”, dice esta maestra jubilada que, después de la desaparición de Roberto, se asoció con otras madres que buscaban a sus “tesoros” para fundar, el 12 de septiembre de 2014, el colectivo Las Rastreadoras de El Fuerte.
Actualmente, el colectivo reúne a más de 500 familias de los municipios de Choix, El Fuerte, Ahome, Guasave y Salvador Alvarado en Sinaloa, una región dedicada a la agricultura y la ganadería. El estado, localizado al noroeste de México, históricamente ha sido estigmatizado por la violencia desatada por el crimen organizado.
Cuando supo que su hijo había desaparecido, Mirna se dejó guiar por el instinto. Un día después de los hechos, el 15 de julio, acudió a la agencia del Ministerio Público de El Fuerte, donde ocurrió el crimen. Fue atendida por una agente, que la llevó con el comandante de la zona, un hombre al que conocían como Tony.
“Ese día me dijo el policía que ellos no buscaban, que encontraban a la gente cuando los vaqueros y campesinos hallaban cuerpos en los campos, pero que no iba a hacer nada por buscarlo”, recuerda Mirna. “Yo le empecé a reclamar porque cómo es posible que no buscaran. En ese tiempo no conocía a nadie, pero estoy segura de que me agarró coraje y por eso luego me lo echaron en una fosa”.
Dice sentirse culpable por lo que pasó después. Mirna sabe, por lo que pudo averiguar, que hubo policías que se enteraron de la muerte de su hijo, pero no hicieron nada por entregárselo.
En el tercer aniversario de la desaparición de Roberto, el 14 de julio de 2017, fue a Ocolome a una búsqueda con más mujeres y encontró unos restos; eran unas vértebras que estaban en una fosa junto a una caja con accesorios para carros.
El joven de 21 años se dedicaba a la venta de diversos tipos de accesorios, como limpiaparabrisas, memorias USB con música, aromatizantes y cubiertas de volantes; era un negocio familiar. Solo hallaron cuatro vértebras, pero la sospecha de que pertenecieran a Roberto era grande.
Las Rastreadoras de El Fuerte exigieron que se analizaran los restos y, un mes después, los resultados les dieron la certeza de que a Roberto lo mataron y lo habían dejado ahí.
Por dos años, Mirna pensó que el cuerpo había sido devorado por los coyotes o zopilotes, o que de plano se había descompuesto, pero en 2019 ese pensamiento cambió.
“Fuimos a Ocolome como cada año desde que encontramos a Roberto y nos topamos con un vaquero. Nos vio y se acercó para contarnos que una vez vio el cuerpo de un muchacho con una playera azul tirado en el monte, que pensó en hablarle a las Rastreadoras pero no sabía su número, entonces llamó a la policía y llegaron unos ministeriales. El hombre se fue, pero un año después pasó por el cerro y vio que ese cuerpo estaba enterrado. Los ministeriales lo echaron en una fosa”, dice Mirna.
El vaquero siguió contándole que, al ver el cuerpo semienterrado, llamó de nuevo a las autoridades, esta vez a la Policía Municipal.
“Los municipales lo que hicieron fue sacarlo y se lo llevaron a otra fosa, por eso en un lugar encontramos unas vértebras con la caja, pero no lo entregaron, sino que lo volvieron a enterrar”.
Aquel vaquero no sabía que hablaba con una rastreadora y mucho menos que era la madre de ese muchacho que había encontrado tirado.
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Siara Corrales tenía cuatro años cuando su abuela colocó una lona en el puente peatonal del pueblo llamado La Constancia, ubicado en El Fuerte. Todos los días pasaba y veía la pancarta con la foto de su padre que cubría uno de los laterales del viaducto.
Esa niña escuchaba seguido de su papá, que había sido desaparecido. A esa edad es cuando las y los pequeños se preguntan todo, como por qué el viento no se ve pero se siente en la cara, por qué los perros no hablan pero sí entienden cuando les llaman por su nombre, o por qué no se puede cenar tacos todos los días. Pero esta niña tenía otras preguntas, que arreciaban cada vez que escuchaba sobre su padre desaparecido.
Cuando cumplió cinco años, un día que caminaban por la carretera donde estaba la enorme lona con la fotografía, la abuela le preguntó a Siara qué deseaba como regalo de cumpleaños. Al fin había la oportunidad; la pequeña le compartió su sueño más preciado: no quería un juguete y mucho menos un pastel, sino que la llevaran a un lugar especial.
“Ella me dijo que quería ir a Desaparecido”, recuerda Mirna, la abuela de Siara. Escuchaba tanto la palabra desaparecido unida a que su padre no regresaba, que relacionó ambas cosas como si fueran un pueblo lejano.
“Me le quedé viendo y le dije que teníamos que ir por su papá, que ese lugar era como un laberinto”.
Esa niña ya es una adolescente y, después de nueve años de escuchar esa historia, sabe que Desaparecido no es un lugar, pero sí un delito que cuando se produce deja un vacío doloroso en las familias, similar a un laberinto, donde solo hay preguntas sin respuesta.
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Mirna se hizo la promesa de encontrar a Roberto completo aquel agosto de 2017, cuando le confirmaron que las vértebras que rescató eran parte de su cuerpo. Dos años después, cuando tuvo aquella plática con el vaquero, se prometió también que no buscaría culpables, solamente a su hijo, que seguía desaparecido.
Fijó una rutina y, por lo menos tres veces al año, acudió a explorar el mismo lugar donde halló aquellos huesos que decidió enterrar en el panteón de Mochicahui, el pueblo donde Roberto vivió y formó una familia.
El 21 de octubre de 2022 volvió a Ocolome y, tras una jornada exhaustiva de búsqueda, dio con una fosa clandestina que ya no pudo cavar porque caía la noche. Un día después se armó un operativo, pero el carro en que viajaba se descompuso y no llegó al pueblo; después supo que sacaron una osamenta.
Catorce meses después sonó el teléfono de Mirna; eran agentes de la Fiscalía General de la República (FGR) pidiéndole una reunión. Habían confirmado que los restos eran de su hijo.
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Nadie sabe lo que sufre una madre cuando ve a su niño ahí. Lo has dicho bien, Mirna, nadie sabe lo que una madre sufre cuando pierde un hijo. Y vas en esa lucha incansable que hoy todas ustedes nos han dicho, pendiendo de la esperanza, van buscando al hijo que se les perdió.
La vida es una deuda con el Señor, no solamente la dicha de haber sido madre, de haber abrazado y darle pecho. Ahora vienen a entregarlo, a decirle al Señor “aquí está”.
Y en este camino ha estado nuestra Madre. Dáselo a ella, que lo sabe poner en las mejores manos, en las manos del Resucitado, en las de aquel que hace justicia, en las manos de Jesús.
Que Dios te abrace y te consuele junto con todas estas guerreras. Son guerreras de Dios. Nadie puede soportar en su condición humana todo esto que les hacen, y para eso está la madre de Dios.
La vida humana es sagrada y no se puede abusar de la vida de ningún ser humano. Ustedes nos están diciendo que no se vale que la vida la destruyamos, simple y sencillamente por un acto de barbarie, un acto de odio. Ustedes nos están diciendo que la vida no se toca, que una madre no se toca, que un padre no se toca. Ustedes nos han demostrado que a un hijo se le respeta, que a un ser humano se le respeta. Ninguna culpa merece quitar la vida a una persona.
Que a ti, Mirna, te alcance la paz, y a todas las mujeres que se han vuelto mártires para defender la vida.
Palabras de Luis Manuel López, sacerdote de Los Mochis, pronunciadas en la misa de despedida a Roberto, celebrada el 13 de diciembre en el Santuario de Guadalupe de esa ciudad.
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¿Alguien recuerda cuántos huesos tiene un cuerpo humano? Cuando una persona nace son 300, pero conforme crece y se fusionan quedan solamente 206. La información que guarda cada hueso es tan valiosa, que podría ser usado como identificación, aunque nadie se sacaría uno del cuerpo para presentarlo como credencial.
Pero a Roberto así lo identificaron, por fragmentos. Cuando lo hallaron, era solo un esqueleto cubierto con una playera azul, unos calzoncillos blancos y un pantalón negro de talla 34. Sus huesos estaban desperdigados dentro de una fosa, junto a un árbol en Ocolome.
“Ahí me lo sembraron los municipales, me lo dejaron como un árbol”, dice Mirna.
Los peritos tardaron toda una tarde en recuperar unos 120 huesos. Luego, un grupo de forenses de la FGR se llevó un húmero, la clavícula derecha, un fémur, una tibia y un diente. De esas piezas sacaron muestras para realizar las pruebas genéticas.
El pasado 5 de diciembre, los agentes de la FGR llamaron a Mirna para decirle que los huesos encontrados junto al árbol de Ocolome eran los de su hijo. Días después la citaron en una funeraria para entregárselo.
En Sinaloa solo hay una oficina del Servicio Médico Forense con un laboratorio equipado para la identificación de restos, ubicada en Culiacán. En los otros 17 municipios, los peritos y médicos legistas trabajan en las morgues de las funerarias. Aun así, en 17 años –del 2005 al 2022–, las funerarias, con autorización de la Secretaría de Salud y la Fiscalía General del Estado, enviaron más de 1,300 cuerpos sin identificar a fosas comunes.
La crisis forense en Sinaloa es tan grande que, aunque ha sido reconocida por las autoridades, no han elaborado un plan para exhumar esos cadáveres y hacerles pruebas que ayuden a identificarlos.
Es por todo eso que a Mirna la citaron en una funeraria de Los Mochis, donde reside. Ahí, al firmar el parte médico, se enteró de que su hijo había sido asesinado de dos balazos en la cabeza.
“Pienso que si no le hubiera hablado mal a ese policía ministerial, al Tony mentado, me hubieran dado a Roberto luego luego y no estaría pasando por esto”, dice la fundadora de Las Rastreadoras de El Fuerte, un colectivo que debe su nombre al periodista Javier Valdez Cárdenas, quien se sorprendió al saber que Mirna y las demás mujeres tomaban palas y picos para rastrear y encontrar fosas con personas asesinadas como si fueran forenses, aunque solo las guiaba el instinto.
Los fiscales federales le mostraron a Mirna los restos de Roberto en la sala de necropsias de la funeraria, ubicada en la parte trasera del edificio, a un lado del almacén de féretros y urnas. Ella se paró frente a la sala, suspiró y entró acompañada por una psicóloga. Pidió que se descubrieran los huesos para verlos articulados y poder repasarlos uno por uno.
“Son todos los huesos, solo no encontramos manos y pies, pero todos los demás están aquí”, le dijo un forense mientras Mirna los miraba impresionada, como la primera vez que tuvo frente a ella un cadáver. Los recorrió y pidió tocarlos. Nadie se opuso.
Examinó el cráneo, buscó los hoyos de las balas que habían atravesado la cabeza de su hijo y rompió en llanto. Siguió viendo y contando los huesos, nombrándolos uno por uno y notando que estaban de color marrón por el desgaste y haber estado expuestos en la fosa.
Mirna le habló tiernamente a su hijo, le dijo que al fin se encontraron, que ya lo sacó de ese laberinto donde estaba perdido.
Dentro de la sala había por lo menos diez personas, además de Mirna y Roberto, todas en silencio, atentas únicamente a la mujer que entregó su vida por ese momento.
Se despidió de su hijo y luego solicitó ver su ropa. Se la llevaron. Una playera tipo polo de color azul con blanco, unos calzoncillos blancos, un calcetín también blanco y un pantalón negro de la marca Oggi.
“Esa marca le encantaba a Roberto”, dijo Mirna al descubrir la etiqueta, como si fuera la confirmación que necesitaba para terminar de creer que esos huesos eran los de su hijo.
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Mirna siempre se juró a sí misma que no buscaba culpables, solamente a su hijo desaparecido.
Aquel agosto de 2017, cuando encontró los primeros restos de Roberto, comenzó a hacerse preguntas. Pensaba en que esos huesos significaban la muerte, pues alguien puede vivir sin un brazo o una pierna, pero no sin vértebras.
Se llenó de interrogantes, como el porqué se llevaron a su hijo o si antes de que lo asesinaran fue maltratado; pensó en si sufrió hambre o sintió calor. Hay más preguntas, pero ninguna respuesta.
“Tú ya sabes lo que sigue, ¿verdad?”, me dice.
¿Descansar?
No… ahora sigue otra cosa…
¿Vas a seguir buscando para ayudar a las compañeras?
También, pero hay otra cosa más que debo hacer.
¿Qué puede ser?
¿No te imaginas?
No.
Buscar a los culpables.
Las Rastreadoras de El Fuerte repiten una y otra vez que, mientras no sean encontrados, hay esperanza de ver vivos a las y los desaparecidos, pero una vez que son hallados sigue la resignación y la lucha en solidaridad con las compañeras.
Mirna encontró a Roberto, pero decidió que su resignación se limitaría a haberlo perdido; ahora piensa en buscar a los culpables y encontrar el pedazo que le falta, el de la justicia.
**Foto de portada: Mirna Nereyda Medina Quiñónez (de verde, al centro) camina durante el sepelio de su hijo Roberto Corrales, el 13 de diciembre en el panteón de Mochicahui.
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