Pablo Íñigo Argüelles | @piaa11
Hay una canción que habla sobre el fin del mundo. Bueno, no como tal, más bien habla sobre una noche en la que el mundo parece no tener final. En ella, un jovencísimo Bruce Springsteen, deslumbrado por el erotismo de la noche húmeda y concurrida del malecón de Asbury, Nueva Jersey, le suplica a Sandy que lo ame hoy porque no habrá mañana: love me tonight for I may never see you again/hey Sandy girl.
Le promete, además, redención, le ofrece el mundo de una forma que sólo la inocencia —y la ignorancia—pueden sostener; lo mueve la sinceridad de la prisa, la valentía adolescente: le ofrece eternidad.
En esa canción, lo de Sandy y Springsteen se me antoja un amor apocalíptico, que quedó grabado para siempre en un disco de vinilo que ahora mismo da vueltas en la tornamesa mientras mi mente divaga e intenta encontrar arrugas en el techo de mi cuarto.
Afuera el mundo se quema. Sandy, la aurora se alza detrás de nosotros. El disco gira, la aguja chilla. Los ángeles han perdido su deseo por nosotros. Los pájaros del parque enmudecen. Ya no se prenderán en fuego por nosotros.
***
He escrito toda la tarde, por decir algo. Odio escribir, pero amo haber escrito, decía James Jones y hoy es de esas tardes de escribir, en las que, sobre todo, odio escribir. Y cuando se escribe tanto y sin dirección uno termina por estar perdido, más si uno acompaña su proceso con canciones repletas de redención apocalíptica, más aun si afuera el mundo arde en pandemias.
Decido entonces callar a Springsteen y salir a encontrarme con la pesadumbre del tiempo en cuarentena. Lo hago porque las cuatro paredes de mi cuarto, el techo y el suelo, se han vuelto pequeñísimos: inopinadamente soy el único habitante de una caja de zapatos.
Meto un pequeño libro a mi bolsa y salgo para el centro.
(El término “libro de bolsillo” se hizo para el apocalipsis, pienso: qué gran idea esa, la de hacer un libro que pueda ser introducido en el bolsillo ante la urgencia de la destrucción)
Al centro todos vamos cuando no sabemos dónde ir. Es naturaleza regresar al centro, a los centros de las cosas, regresar al útero. Y yo he decidido ir al centro. En el caso de esta ciudad, si uno quiere ser preciso con la idea de ir al centro para encontrar respuestas, debe ir al zócalo y de ahí partir.
Mientras camino me llegan cartas (whatsapp’s) desde Madrid (no cartas per se), en las que M me hace una crónica fiel e ilustrada de su cuarentena: videos de Colón desolado, fotos de La Castellana a oscuras, el cielo de la hora azul y fotos, fotos de sus libros, de sus dibujos, fotos de sus fotos, atisbos de su encierro.
También me manda recortes de periódico virtuales, entre ellos un video antiguo y restaurado de Nueva York y actualizaciones de la pandemia; me envía también una columna de Jorge F. Hernández que escribe desde Madrid, en la que declara, con todo el peso de la melancolía, que quienes están ahí deberán quedarse en su respectiva buhardilla hasta que pase la Peste.
Y aquello termina por hundirme.
Yo salgo de mi buhardilla y M, al otro lado del mar, se resguarda en la suya.
Yo salgo a la tarde y ella se desmorona en la madrugada.
El fin del mundo nos ha sorprendido suspendidos en una dualidad horrenda.
Puebla sigue siendo Puebla, Madrid ya no lo es.
Llegar al centro me tomó 10 minutos; llegar al centro del centro me llevará otros diez. ¿Y de ahí a dónde voy? ¿En dónde es correcto esperar el fin?
Encuentro una feria del libro cuando llego al zócalo. Doy una vuelta por los puestos. Creo que mucho de lo que hay está sobrevalorado, hay ediciones maltratadísimas que cuestan 300 pesos. Hago el experimento de regresar después de un rato al mismo puesto, con la misma señora. Tardo menos en hacer la pregunta, intento no parecer interesado: el mismo libro ahora cuesta 150 pesos.
Fluctuaciones apocalípticas.
Pago el libro, me voy de ahí.
Aquí no ha llegado la distopía. En esta esquina del mundo no parece haber llegado todavía la noticia de que todo se está quemando. La gente camina con la pasividad del domingo a cuestas, aunque en realidad es viernes. Todos en el Salón Corona siguen bebiendo, la gente sigue pidiendo tacos árabes en La Oriental, la señora que te mienta la madre si no le aceptas una estampa de San Judas sigue acechando a los turistas. El ritmo de todo sigue ahí. Los silbatos de los de tránsito siguen sonando y con ellos la pesadumbre de la tarde: aquí nada ha cambiado.
Después de un rato siento la necesidad de volver al centro, pero no al centro en el que estoy, no al centro delimitado por líneas imaginarias en un mapa, sino regresar al útero, a mi buhardilla, a mi centro de todo. Estamos todo el tiempo yendo de centro en centro, somos un capricho constante. Pero hay un centro definitivo, en el que nacemos y deshacemos cada día. Quiero regresar, a donde está el polvo de mi piel muerta, en donde Springsteen y Sandy se enamoran una y otra vez eternamente.
El centro de todo.
Hoy es uno de esos días en que se nota más la pesadumbre de ser. Quisiera siempre haber sido, estar exento del servicio militar de existir, escribió Claudio Magris, y me retumba por siempre esa idea de estar siendo constantemente, con todo lo que ello implica. Me abruma la idea de que el fin del mundo ha comenzado y parece no tener final, pues está siendo, constantemente sólo siendo: odio escribir, amo haber escrito; detesto ser, prefiero haber sido. Odio el fin del mundo, prefiero la noches que no tienen final.
Regreso entonces a mi propia buhardilla, releo las cartas de Madrid, me ahogo en una oscuridad autoinducida. Acomodo la aguja en el surco y el disco comienza a girar: la historia de Sandy comienza de nuevo, eternamente; el fin del mundo sigue siendo, también, eternamente.
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