Nuestra metamorfosis es extraña: somos larvas, crisálidas y mariposas al mismo tiempo en distintos espacios, habitando esa superficie liviana que es ‘el presente’.
HUGO ERNESTO HERNÁNDEZ CARRASCO | @H7GO
No les ha pasado que llega una buena canción a sus vidas y se preguntan ¿por qué no la escuché antes? Sabemos que su letra ha llegado tarde, y aunque ya no hay marcha atrás, la canción resulta una larga caminata sobre esa clase de velocidad de la luz que es el recuerdo. Una caminata sobre esos mismos restos, no todos cicatrizados, no todos olvidados, pero restos al fin al cabo pues su vitalidad depende de qué tanto los invoquemos.
A veces volvemos pisando con desprecio, a veces con nostalgia; cuando esta última nos desborda, solemos tirarnos al suelo sin importar cuánto duela el impacto. Todo lo que queremos es una pequeña pausa, una pequeña tregua. La música en sus distintas expresiones —en particular la canción— suele acompañarnos en el acto. Tiene ese poder especial que nos obliga a perseguir las sombras que se nos fueron, o en su defecto a constatar que todavía siguen ahí; su sonido, sus sonidos, acompañan esos otros sonidos que somos y que nos recorren la condición corporal: pulsos, latidos, voz, llantos, risas. Toda vez que hemos superado ese estadio, avanzamos, nos movemos hacia esa clase de gravedad cuya fuerza llamamos ‘futuro’. Nuestra metamorfosis es extraña: somos larvas, crisálidas y mariposas al mismo tiempo en distintos espacios, habitando esa superficie liviana que es ‘el presente’, donde nada permanece y sin embargo, qué fuerza la suya para impedir que nada vuelva, que nada resulte como se espera.
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Por otro lado, también están las canciones que al cabo de un tiempo dejamos de escuchar. Sea porque han dejado de resultarnos significativas, aunque esto rara vez ocurre, pues la canción deja cicatrices ahí donde avanza, o también porque de alguna manera esas canciones nos recuerdan épocas oscuras. Apenas se reproducen por error, corremos a cambiarlas, como intentando que su sonido no vuelva a evocarnos turbios destinos, espirales que vuelven con la melodía.
Quizá al pasar de los años o de los meses -que en medio de la pandemia parecen años-; ubicados en otro momento, en otros espacios, a salvo de las complejidades que aún no logramos entender de momentos o sucesos que hemos dejado atrás, se tornen el fin de un ciclo. Puede que ya no corramos a interrumpirlas, dejamos que suenen, que cierren la puerta. Quizá escuchemos todavía el golpeteo, uno que otro rumor, pero habrá que recordarnos que ya no estamos ahí. Sabemos eso sí, que con el pasar de los días vendrán otras canciones, otros ritmos, otros sonidos, otras melodías, ya sea porque nos aventuramos a escuchar algo distinto, porque nos las han recomendado o porque el algoritmo que subyace en Spotify o en alguna otra plataforma nos la recomiende. No puedo dejar de confesar eso sí, que año tras año las canciones que voy a conocer pero que todavía no alcanzo a escuchar me provocan una cierta ilusión. Las veo a la distancia, como nubes que se avecinan para adornar el tiempo, para exigir nuevos comienzos. Quizá su azote sea tal que inevitablemente ayuden a esculpir una época concreta. Sé que su lluvia pulirá los espejos enterrados. Entrarán otras luces y otros claroscuros marcarán sombras nunca antes vistas. Seguirá pues, izando las velas para acompañar el trayecto.