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MARIO GALEANA | GUADALUPE JUÁREZ | CARLOS GALEANA
@mariogaleana_ | @lupjmendez | @carlosgaleanab
Es el hambre, pero no es el hambre.
No son niños esqueléticos, no es la hambruna que nos muestra la televisión. Son niños que comen poco, o que comen mal. Son familias que tienen dinero para comprar lo mínimo, pero no lo necesario. Son niñas que crecen menos, chicos que se enferman mucho.
Es el hambre, pero no es el hambre; es otra cosa.
No es una serranía distante, ni una meseta perdida. Es Puebla, una ciudad que se jacta de ser patrimonio del mundo, aunque en casi una quinta parte de sus hogares un menor dejó de desayunar, o comer, o cenar porque sus padres no tuvieron dinero.
Es la carencia alimentaria, sí. Pero, en el fondo, es la desigualdad, la pobreza, la vida de las ciudades. Es la industrialización de los alimentos, los Oxxos en cada esquina. Es el costo de la canasta alimentaria, la inflación, los mercados, el peso… son los niños y las niñas. Son las infancias y sus platos vacíos.
Comer lo mínimo
Lo que se sabe ya es historia, pero es lo que se sabe: en 2015, el Inegi registró que en 41 mil 164 hogares de la capital del estado un menor dejó de tener una de sus tres comidas al día por pobreza.
Esto representa el 17% de los 240 mil 372 hogares que había en la ciudad hasta ese año. A diferencia de lo anterior, en el 10% de los hogares un adulto dijo haber pasado por lo mismo. No hay cifras más actualizadas, pero los datos más recientes tampoco son alentadores.
—En las zonas urbanas definitivamente tener un ingreso bajo es equivalente a tener una mala alimentación. En las zonas rurales, aunque depende de cuáles sean, la población puede llegar a tener acceso a alimentos de forma directa —dice el investigador Miguel Calderón Chelius.
Calderón es académico de la Universidad Iberoamericana en Puebla y forma parte del Observatorio de Salarios, un programa integrado por investigadores y alumnos que analizan el costo de la vida en el país.
El observatorio ha calculado que una familia de seis —con dos menores— necesita 435.05 pesos al día para comprar y preparar una comida digna, incluido el proceso de cocción, que no suele estar dentro de las mediciones del gobierno federal.
El problema radica en que el 35% de las más de 2 millones de personas trabajadoras en el estado ganan el mínimo al día: 147.7 pesos. Y el salario mínimo alcanza exactamente para eso, para lo mínimo.
Aquí va un ejemplo: para alimentar a una niña de cuatro años se necesitan 77 pesos diarios; para un niño de seis, 87.64 pesos más. Si en esa familia hipotética sólo uno de los dos padres trabajara por el salario mínimo, estaría 20 pesos por debajo de lo que necesitaría sólo para que sus hijos coman lo recomendado para su edad.
—¿Qué hace la población? Consume productos de menor calidad —explica Calderón Chelius—. Evidentemente es más barato comerte una sopita Maruchan que comerte una comida corrida… y bueno, la sopita Maruchan te da la sensación de que estás tomando algo calientito, aunque tenga un contenido nutricional casi nulo. Pero evidentemente esto va generando un daño a la salud y va causando esto que comentamos mucho ahora en la etapa de la pandemia, las comorbilidades: hipertensión, diabetes, sobrepeso…
Calderón lo ilustra muy claro: es más probable que cualquier persona que habite en la ciudad encuentre más cerca un Oxxo que un mercado de frutas y verduras. Y esa, dice, es una situación relativamente nueva, o relativamente vieja, según quiera verse: un invento del siglo XX.
El problema es el hambre, pero no es el hambre; es otra cosa.
Lejos del paraíso
Ésta sección incluye una crónica sonora.
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A 12 kilómetros del Zócalo de Puebla, hacia el sur poblado de colonias idénticas, se encuentra Valle del Paraíso, que en el nombre promete un paisaje idílico que no existe.
Habitada por 3 mil 500 familias encabezadas por empleadas domésticas, carpinteros, recolectores de basura, albañiles, jornaleros, obreros de maquilas y empleados, la colonia Valle del Paraíso es una de las zonas de la ciudad más vulnerables frente al hambre.
(Se dice el hambre como se dice inseguridad alimentaria, carencia por alimentación, malnutrición, pobreza alimentaria, y un manojo de términos para decir que se come poco, se come mal o, a veces, no se come).
Hasta el 31 de mayo de 2020, en la primera etapa de la pandemia por covid-19, el 63% de las familias que habitan esta colonia tenían problemas para asegurar su alimentación, según un estudio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
Y una de esas familias era —es— la de Guadalupe Olmedo. Guadalupe es integrante de una familia de trece y es también madre de cuatro: Ian, 2 años; Mateo, 7; Guadalupe, 11; Carlos Ignacio, 14.
Para que los trece coman, la familia gasta al día 400 pesos, que es la mitad del salario que perciben a la semana las hermanas de Guadalupe y sus cuñados, pero poco menos de la mitad de lo que el Observatorio de Salarios calcula que necesitaría una familia de esas proporciones para alimentarse de manera digna.
Guadalupe dice que con la pandemia y la adopción de clases en línea tuvieron que contratar servicio de internet, que alcanzan a pagar un mes sí y un mes no. Eso hace que los niños entren a clases a veces sí, a veces no.
—En un día normal cooperamos todos y vemos para qué nos alcanza, y ya con eso sacamos desayuno, comida y cena. Pero, por ejemplo, el pan: ya no se compra pan porque el pan ya subió; lo que se hace es comprarles (a los niños) una torta o un paquete de galletas, que es más accesible; compramos un paquete de doce pesos y les damos cinco galletas… o una torta a cada quien, que ahorita está en 2.50, pero les llena más la torta.
La familia de Guadalupe acude cada jueves a recoger un plato de comida a un centro comunitario que instaló la Universidad Iberoamericana en la colonia, y es así como logran completar su alimentación cada semana. Allí se reparten 65 comidas los martes y los jueves, y no hay martes ni jueves en que los platos no terminen vacíos.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo diagnosticó que, como Valle del Paraíso, hay otras tres juntas auxiliares habitadas por familias que, en su mayoría, tienen problemas para asegurar que harán tres comidas al día.
Todas, absolutamente todas, se encuentran en los márgenes de la ciudad: mil 500 familias en San Miguel Canoa, al extremo norte; mil 500 familias en San Andrés Azumiatla, al extremo sur; y 2 mil 500 familias en Santo Tomás Chautla, hacia el final del suroeste.
El problema es el hambre, pero no es el hambre: es la exclusión de la ciudad.
Las consecuencias del hambre
El gobierno de la ciudad de Puebla ha realizado sus propios diagnósticos. Al evaluar las necesidades de las personas durante la pandemia, las autoridades hallaron que en el 55.6% de los hogares se vivía en pobreza alimentaria.
(Pobreza alimentaria es, según el Coneval, la incapacidad para obtener una canasta básica alimentaria, aun si se usaran todos los ingresos disponibles para tratar de comprarla).
Eso produjo que, hacia finales de agosto del año pasado, por lo menos en el 6.3% de los hogares una persona dejó de desayunar, comer o cenar por falta de dinero, y en el 11.4% alguien comió menos de lo que debía o se quedó con hambre por las mismas razones.
Las autoridades de la ciudad detectaron que, a diferencia de cualquier otro grupo poblacional, el principal impacto de la pandemia por covid-19 en las infancias de la ciudad fue una alimentación insuficiente.
Pero ¿qué implica que las niñas y los niños no coman bien? Quizá las consecuencias no sean tan evidentes al principio. Pero son decisivas en la vida de cualquiera.
—Entre los menores, de los cero a cinco años son un momento crucial para su desarrollo —explica Lourdes Silva Fernández, directora de la Facultad de Nutrición de la UPAEP—. Son cruciales porque es ahí donde hay un desarrollo en todos los sentidos: fisiológico y neurológico. Si no damos al organismo lo suficiente, no sólo para el crecimiento lineal que es importante, sino sobre todo para esa madurez neurológica, para que los niños puedan tener un pensamiento claro, para que logren tener mejores oportunidades.
Hasta 2018, el 18.8% de los menores de cinco años en el estado de Puebla presentaban baja talla y el 3.0% tenían un bajo peso, según la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (Ensanut) 2018.
El 40% de los niños y las niñas de 1 a 4 años que habitaban las ciudades tenía anemia, que es casi el doble del porcentaje de menores en zonas rurales en esta condición.
Entre las infancias de 5 a 11 años, el 26.6% tenían sobrepeso y obesidad, y el 25.1% también tenía anemia.
Con todo, las muertes por hambre han disminuido poco a poco cada año. En 2015, 45 menores de hasta 14 años en todo el estado murieron por desnutrición o problemas alimentarios. Para 2019 se contabilizaron 30 muertes.
—Los niños ya no mueren por desnutrición… no es que no suceda, pero ya no con las cifras de antes —completa Lourdes Silva—. Los niños sobreviven, pero con esa huella tan seria en su desarrollo que los condena a continuar mal. Es justamente la población que tiene menos oportunidades de trabajo bien remunerado, de menor desarrollo, porque justamente no lograron desarrollarse como debe ser.
El problema es el hambre, pero no es el hambre; es el ciclo de la desigualdad, los platos vacíos.
CRÉDITOS DEL REPORTAJE
Reporteo:
Guadalupe Juárez
Mario Galeana
Carlos Galeana
Diseño:
Valeria Bautista
Noé Vidaurri
Edición Sonora:
Antonio Tecuapetla
Fotografía:
Daniela Portillo