A las 11:11 de la mañana del sábado 15 de octubre, ocurrió algo que no había pasado con tal magnitud en más de treinta años: la Luna se interpuso entre el Sol y la Tierra. En Puebla, sin embargo, un cielo nublado eclipsó el espectáculo.
BRYAN HERNÁNDEZ | @elbryaann_
Es sábado. Hace frío y hay nubes. Son las nueve con treinta y ocho minutos de la mañana, y la gente que está reunida en el zócalo de la ciudad de Puebla sabe que en menos de dos horas el día va a terminar.
Hubo quien se preparó desde muy temprano. Se apuró a hacer sus cosas para salir a buena hora de casa y llegar a la cita. Hubo quien se preparó desde varios días antes: compró gafas oscuras o lentes para soldar, improvisó con cajas de cartón pequeños visores o decoró con pinturas de acuarela caretas de electricista. Y hubo quien también se preparó desde treinta y dos años atrás, con el recuerdo del espectáculo que vivieron entonces y que no olvidaron, o no pudieron olvidar, porque lo archivaron en la memoria. Todo para ver esto que no verán sino hasta abril de 2024, y de ahí hasta dentro de veintiocho años en el futuro, en el incierto marzo de 2052.
Formadas en hilera, las personas avanzan despacio mientras llega su turno. Al comienzo de la fila, está el objeto largo y cilíndrico, apoyado en un trípode, que soporta paciente las miradas curiosas. La escena me recuerda a los pobladores de Macondo que se apiñaban en las carpas de los gitanos. Todos quieren ser testigos de lo que va a suceder, o está sucediendo ya.
—Pensé que iban a dar gafas… —se queja, entonces, una señora, mientras aprieta en un puño el mango de su bolso.
—Eso dijeron, pero no, no hay nadie —dice su acompañante, formado delante de ella. Un señor, al parecer, mucho más grande de edad. Enjuto de carnes, el pelo cano, sin dientes, lleva la mirada escondida tras unas gafas oscuras.
—Pues de eso que tanto gastan, mínimo hubieran dado algo.
El señor asiente. Luego dice:
—Pero este no va a ser como el de la vez pasada. ¿Cuándo fue? ¿En el 94?
—No —le corrige la señora—, en el 92. Fue en el 92.
—¿Apoco ya había regresado? No me acuerdo.
—Yo tampoco me acuerdo.
Están hablando, por supuesto, de la memoriosa tarde de julio de 1991, El día que amaneció dos veces, como lo nombraron en los libros de texto, pero ninguno se acuerda. La que sí se acuerda es la señora Antonia Pérez, de 53 años y madre de dos hijos.
—Ese día estaba en el trabajo y ahí hacíamos justamente estos lentes que unos tienen ahorita. Entonces con nuestros lentes nos dieron permiso de salir a verlo. Y sí, entonces empezamos a ver desde que inició. Se comenzó a oscurecer, los gallos con su kikiriki, los perros ladrando, las luces de las calles a prenderse, ya que terminó pues todo normal. Fue una experiencia bonita, más impresionante, es más, hasta el clima cambió, estábamos bien y de pronto todos: ¡ay! Se empezó a sentir frío.
A pocos metros de ella, sus hijos se entretienen con el teléfono. Se trata de un chico y una chica en sus veintes. Dice que los trajo para que vivan la experiencia, porque para ellos es la primera vez. Luego arguye que son jóvenes y que, dada la infrecuencia con que ocurren este tipo de fenómenos, no sabe si vaya a haber otra oportunidad.
—Yo lo vi con mi papá —explica Antonia—. Lo que quiero es que ellos se acuerden que lo vieron conmigo, aunque no se oscurezca así todo. Ya después ellos lo verán con sus hijos…
*
La fila avanza y cada vez más personas echan un ojo por la mirilla. De tanto en tanto, jóvenes del club de astronomía de la preparatoria Emiliano Zapata pasan con lentes protectores. Los prestan gratis a la gente para que mire, con la advertencia de no rebasar los veinte segundos.
El señor de pelo cano se quita las gafas oscuras. Acto seguido, coloca los lentes protectores delante de sus ojos, arruga el ceño y mira lo que se oscurece con la boca abierta.
—¿A qué hora son? —pregunta.
En sus pupilas, se dibuja una pequeña esfera tornasolada; descripción a la que quizá Borges agregaría: de casi intolerable fulgor.
La señora que aprieta en un puño el mango de su bolso mira su reloj y dice:
—Las diez con cuarenta y ocho.
—¡Las diez con cuarenta y ocho!… Lo bueno es que aún está despejado…
Entonces, todos los que están a su alrededor, levantan la cabeza como por acto reflejo, pero enseguida se acuerdan de que es peligroso y la bajan. En efecto, lo bueno es que aún está despejado.
Además de las personas que están formadas, hay otras que toman vídeos. Los niños corren y saltan de aquí para allá, y sus risas se mezclan con el sonido del viento que sopla contra los árboles. La fuente está sin funcionar y, al fondo, los grises muros de la catedral aparecen tocados por un resplandor. Mientras tanto, la fila avanza.
—La verdad es que a la gente le interesa mucho la astronomía —dice Germán Martínez Gordillo, de la Sociedad Astronómica de Puebla—. Siempre hay curiosidad por aprender, y gestionamos estos servicios para que la gente pueda vivir la experiencia de manera segura.
Fue esta organización y el Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica (INAOE) quienes organizaron este evento en el Zócalo. Germán Martínez comenta que la Sociedad Astronómica de Puebla realiza en vivos por Facebook para que la gente aprenda sobre las estrellas y sus constelaciones. Aclara que por la pandemia no han logrado regresar a la presencialidad, pero espera que en los próximos meses lo puedan hacer.
—Nuestro objetivo —continúa Germán Martínez. Estatura promedio, el pelo chino, una cara con anteojos rectangulares— es seguir contribuyendo a la divulgación de la ciencia. En el caso de estos eventos, lo importante es que las personas no vayan a un sólo lugar, por ejemplo el zócalo o el planetario, porque a veces no todos pueden ir para allá, pero que encuentren una sede cercana por donde vivan y puedan acceder, y que sea gratuito.
*
El escritor japonés Haruki Murakami dice en un ensayo: “En ninguna parte del mundo real existen nada tan bello como las fantasías que uno alberga”. Esto es que las expectativas que uno se forma sobre tal o cual hecho siempre superan a la realidad. O, dicho de otra manera, que la realidad no se compara con lo que idealizamos en nuestras mentes. De ahí que a menudo surja la frustración.
Cuando falta una persona para que pase el señor de pelo cano, de pronto el cielo se nubla. El reloj marca las once con nueve minutos, y de personas de atrás surgen voces que sentencian: “Mmta, ya valió”. Él, sin embargo, no parece escucharlas. Espera con paciencia su turno de brazos cruzados.
—Vas —le dice su acompañante, la señora que aprieta en un puño el mango de su bolso.
El señor de pelo cano reacciona, se vuelve hacia ella y le pide que mejor pase primero.
Ella pasa, echa un ojo por la mirilla y comenta:
—No se ve nada
Entonces, uno de los jóvenes del club de astronomía, que son los que indican a la gente cómo mirar, se acerca al objeto largo y cilíndrico y lo “calibra”. Luego le pide a la señora que mire otra vez, pero el resultado es el mismo.
—Sí, no se ve nada —dice—. A ver mira tú —le habla al señor de pelo cano.
—Lo que pasa es que ya se nubló… —interviene el joven del club de astronomía.
El señor de pelo cano da un paso al frente, se inclina al objeto largo y cilíndrico como si hiciera una reverencia, guiña un ojo mientras pone el otro sobre la mirilla, y se queda así durante un par de segundos.
Mientras tanto, a miles de kilómetros de donde está parado, lo que se oscurece alcanza su cenit. Las 11:11 de la mañana.
—¿Y bien? —pregunta la señora que aprieta en un puño el mango de su bolso.
—Sí se ve —contesta el hombre de pelo cano con voz perentoria (y hace una pequeña pausa sobre la que se asienta el silencio)—: pero no se ve igual.
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Eclipse en Puebla. Eclipse en Puebla. Eclipse en Puebla.