Por Mario Galeana / @MarioGaleana_
Somos estados soberanos. De la piel para adentro no hay más voluntad que la nuestra. O no debería. Por eso no existen leyes que prohíban que una persona se dispare en la sien. Por eso tampoco existen leyes que impidan que uno beba lenta, incansablemente, hasta que la muerte crepite al borde de la cama. Pero están estos tipos incómodos, los políticos, que fincan leyes, consideran tal cosa un peligro e imponen su alquimia, su política, y suelen tomar decisiones más alejadas de la razón que de la moralidad. Dirán que se trata del bien común, pero uno no halla sustento en justificaciones como ésta cuando se piensa en el aborto, por ejemplo.
Las mujeres abortan y seguirán abortando, es un hecho. Lo harán en clínicas establecidas y seguras, o lo harán en lugares clandestinos, introduciendo por su vagina pastillas para la gastritis que convulsionen sus úteros. Por eso es tan cierto el argumento que distintos diputados de Argentina expusieron recientemente, al discutir la legalización del aborto: en el fondo, lo que se decide es bajo qué condiciones se permitirá a las mujeres decidir sobre su propio cuerpo. Pero, hasta ahora, la mayoría de los políticos y los gobiernos han preferido que sea, oh sorpresa, en la peor condición.
Es complejo explicar las libertades que los gobiernos otorgan a sus ciudadanos respecto a sus propios cuerpos. En Cuba, por ejemplo, antes siquiera de la revolución existía una ley para permitir el aborto a cualquier mujer. “Hacerse un legrado en Cuba es muchísimo más común que acudir a una cita con el dentista”, escribe Wendy Guerra en Cuba en la Encrucijada. Todo esto existe, pero a cambio de que no haya una sola figura política en Cuba que sea mujer. Por su cuerpo, el estado soberano, a las mujeres se les impide la participación en la toma de decisiones.
Las drogas son también un ejemplo de la intervención de los gobiernos hacia nuestra soberanía. El maravilloso trabajo de Antonio Escohotado en Aprendiendo de las drogas inicia con la frase de un anónimo que resume esta constante confrontación entre el individuo y el Estado: “De la piel para adentro empieza mi exclusiva jurisdicción. Elijo yo aquello que puede o no cruzar esa frontera, y las lindes de mi piel me resultan mucho más sagradas que los confines políticos de cualquier país”.
Los gobiernos no las regulan bajo distintos supuestos (el posible aumento en su consumo, los daños en la salud que provocarían y un temido repunte de otros delitos cometidos por grupos criminales), pero en el fondo la prohibición está más cargada de moralidad que de razón. Por eso su discusión, su profundo análisis, ha estado supeditado a los intereses políticos de cada partido y suspendido indefinidamente, a pesar de que algunas de ellas, como la mariguana, son infinitamente menos perjudiciales que el tabaco o el alcohol -que, valga la aclaración, por ningún motivo deberían prohibirse-.
La búsqueda de este tipo de libertades debe venir desde abajo, desde la sociedad. A través de la persistente lucha debe propiciarse un cambio para obtener nuestra soberanía. Aunque el cuerpo sea, también, el inicio de las fronteras de la vida. Somos seres limitados: nacemos con determinada fuerza, con cierta talla, y ya está: podremos ser ingenieros, escritores, futbolistas, corredores. Pero esa, claro, es otra cosa.