DANIELA HERNÁNDEZ | @DanHdezSa
Domingo por la tarde. Enciendo aquel televisor que normalmente utilizo para chutarme —de manera obsesiva, por supuesto— una serie de Netflix o para ver algún partido de fútbol. La transmisión zigzaguea desde un canal hacia otro ante la falta de un destino previamente establecido. Noticias, una película de zombies, un partido de béisbol. La alternancia termina hasta que aparecen en la pantalla Ariel, Úrsula y el mar. Después de varios años me reencuentro con la versión de Disney del octavo cuento de la colección de Hans Christian Andersen: La Sirenita.
La escena precisa que aparece en el monitor es la del famoso trueque entre un par de piernas a cambio del habla. Aquello me hace pensar en dos cosas: primero, en mi infancia, y después, en lo que implica tener, pero sobre todo no tener voz. Vamos, la película es ficción, pero no puedo evitar asociarla con la realidad. De entre todos los despojos que una persona puede sufrir, quizá solo el de la propia vida resulte más costoso que el de estar desposeída de palabra. Y no me refiero a una incapacidad literal de hablar, sino al hecho de que cuando hables, seas ignorada o ignorado.
Porque, con sinceridad, ¿cuántas veces se considera, por ejemplo, lo que tienen por decir las víctimas de la pobreza en el diseño de las políticas públicas para combatir al problema mismo? ¿Retumban acaso con el mismo volumen, las palabras de una mujer indígena de la Sierra Norte de Puebla que las del empresario regiomontano que cotiza en la Bolsa? Ante un discurso universalizador derechohumanero que se conjuga a su vez con los valores liberales, se abren grietas entre la teoría y la práctica, levantando la sospecha de que quizá, al final de cuentas no valemos todos lo mismo.
La voz del hombre tiene más eco que la de la mujer, incluso en los temas que le atañen directa y solamente a ella. Las palabras que salen de las bocas más privilegiadas son las que definen las agendas, las que determinan lo que se escucha en la radio y lo que se lee en los periódicos. A las alteridades se les silencia tan recurrentemente como se les invisibiliza. Los pronunciamientos de las personas migrantes, de la comunidad afromexicana y de la población LGBT+ —entre otras voces—, se quedan sin cabida dentro del monopolio de la opinión, pues se les intenta siempre orillar al silencio.
Se erige un ciclo hermético en el que solo a aquellas personas con ciertas particularidades (tanto económicas como físicas y culturales), se les va a ceder la palabra cuando alcen la mano. De ahí que quienes tenemos acceso a espacios de difusión que van desde las redes sociales, hasta la academia o las columnas de opinión, carguemos de entrada con tres responsabilidades, la de servir como mediadores para que la información fluya hacia los rincones que normalmente se quedan aislados, la de callar y escuchar a quienes se les ha impuesto un silencio férreo, y, sobre todo, la de buscar ensanchar los canales de comunicación para hacer más inclusivo el menú temático que se pone sobre la mesa.
Poseer la palabra que sí es escuchada es un lujo que no todos pueden procurarse. Toca aprovechar la oportunidad, visibilizar los temas que han sido ignorados —por conveniencia o por distracción— y poseer los espacios que han estado históricamente vedados para ciertas identidades, y entonces, desde dentro, cambiarles la lógica y el discurso. Reconociendo el privilegio de que mi voz va a tener eco, les saludo desde esta trinchera y acato la responsabilidad de participar desde acá y a través de las palabras en la construcción de una sociedad que le pasa el micrófono a todas y todos.
Excelente texto, con certeza y limpia redacción. Será un gusto seguir a la escritora. Bien para ella y porsupuesto para nosotros los lectores. En hora buena para Manatí.