Mi ciudad herida — La ciudad y todos sus monstruos IX

proyecto anàlogo

PABLO ARGÜELLES | @Piaa11

Esther golpea la lámina de su puesto, encabronada, y me dice: otra chingadera más, Pablito, ¿supiste que ya no van a imprimir El País? Una entrada menos para nosotros.

Ella ha visto de primera mano cómo ha ido cambiado el negocio, desde hace sesenta años distribuye prensa. Ha visto al papel y a los hábitos de los lectores fundirse en la vorágine digital. En los ochenta llegó a tener más de veinte quioscos. Hoy sólo persiste uno de ellos, el que administra junto a su hijo más joven en la colonia Chula Vista. Su queja, acompañada de esa palmada metálica contra la lámina que la resguarda diez horas al día, todos los días de la semana, se hace una misma con el estruendo de los microbuses que ruedan por la 7 sur a toda velocidad.

Su resignación me acompañará el resto del día, al igual que el recuerdo de una foto de su nueva bisnieta que ha nacido ayer, y que forma parte del conjunto mínimo de pistas personales que nos hemos ido compartiendo poco a poco. La frecuencia, después de tanto, nos ha hecho amigos. 

Me alejo de ahí, a pie, sintiendo una nostalgia inconclusa que me confunde y me hace preso, inexorablemente, de algo así como una añoranza adelantada. El domingo ya no leeré el periódico. Hace una semana fue la última vez que lo hice y no lo supe. Tendré que inventarme un juego nuevo con el perro. El País impreso, bien dice Doña Esther, era mi pequeño lujo, así como todo al rededor de su lectura. Un ritual. Domingo, el único día en que puedo sentarme frente a un café sin tener que ir a prisa a ningún lugar. Qué fastidio no saber cuándo estamos en un lugar por última vez, despidiéndonos de alguien por última vez, leyendo el periódico por última vez. La memoria, ahora lo sé, está construida desde los cimientos por nuestros hábitos desaparecidos.

Miro el celular y me entero que una nueva pandemia ha nacido en el suelo putrefacto de un mercado en China; bajo más la pantalla y me entero que el aspirante a bufón local ha tomado una esquina por asalto para hacer un nuevo acto, una protesta falsa contra el otro bufón en turno; llego al final de la pantalla, al final del feed, y hay un columnista rancio que se dice profeta y  anuncia entre lineas que ahora idolatra y santifica al burócrata a quien ayer escupía no bien se lo encontraba en una de las cuevas que ambos frecuentan.

Que me trague la pantalla, pienso. Ojalá me tragara la pantalla. Hace días que quiero renunciar a la soma de las redes sociales, a la competencia falsa y a los logros simulados de escritores, urbanistas, académicos, politólogos, instagramers, que opinan de cosas que no entienden desde lugares que no existen, y compiten todo el día, sin tregua, con el pretexto de estar componiendo el tema vital del día. Diatribas inconexas que sólo aportan a su propio narcisismo. El mesías de esto, el defensor de esto otro; el experto en esto, el impío crítico de esto otro. Hoy, dejar las redes sociales, equivaldría, creo, a lo que hace medio siglo significaba escapar de la ciudad en un tren sin destino y jamás volver, desconectarse de todo, cambiar de nombre, volverse otro. 

Salgo a la calle. Puebla. Una calle empedrada, cicatrices de cemento en todas partes, un cascarón colonial que aloja una estructura cínica y mediocre de acero que sirve para resguardar a los coches, no a la gente, de la lluvia y los rayos del sol. Cines que ahora son escuelas que dan un diploma en tres semanas, palacetes que alojan tiendas chinas.

No hay nada que me sonría, tampoco nada que me haga sonreír.  Una reliquia de cartón tapa casi en su totalidad la fachada del único edificio por el que estaría dispuesto a dar la vida. Y pienso, vomito, nos detesto: siempre queriendo ser de otra parte, siempre idolatrando figuras que no nos pertenecen, siempre queriendo quedar bien con el amigo imaginario y europeo que todos llevamos dentro, en esta ciudad, en este país, en el continente entero. Y a la vuelta, un tesoro en decadencia. Diez tesoros en decadencia. Cientos de ellos, pudriéndose, siendo reclamados por las hiedras urbanas, derruidos por la desmemoria. Lo único que es nuestro lo hemos dejado morir, lo vamos dejando morir. Me vomito en nuestro olvido. La memoria también está hecha de lugares extraviados.

Han asaltado otra tienda. Han matado a alguien más. Han encontrado en el polvo de un baldío a otra mujer. Han desollado a un hombre. Un ejército de niños se ha levantado. Han lavado dinero en otro rascacielos construido en un terreno irregular. Han fraccionado un pedazo más de campo. Intento sumergirme en lo que creo que es la vida cotidiana, pero pierdo el control y acabo consumido por lo que acaba siendo una tormenta de arena.

Ayer vi un video que subió en su cuenta de Twitter uno de esos noticieros del lejano oeste. En el video de un minuto, grabado por alguien desde una cafetería, se ve a diez hombres salir de un tienda al otro lado de la calle después de haber robado, intimidación previa de los presentes, todos los celulares. Solamente los celulares. Hoy alguien está dispuesto a matar por una pantalla de vidrio y un gramo de litio, aunque también hay quien está dispuesto a morir por ello.

A mi mente la visitan dos recuerdos recurrentes: el de cuando mataron a una mujer que iba a bordo de su coche hace tiempo en la Recta a Cholula, y otro de un amigo de mi padre, policía de una ciudad del norte, quien, sentado en la terraza de un restaurante en la 43, hace seis o siete años, me dijo que le impresionaba que los poblanos estuvieran tan tranquilos: “La ola viene, y ustedes los poblanos no tienen idea. Aprovechen su tranquilidad, mañana quizá no puedan estar sentados en esta terraza así de tranquilos”.

Y la ola llegó. Detrás de ella una tormenta. Nuestra tranquilidad —qué par de palabras más egoístas— o lo que yo creo que se acerca más a la indiferencia y a la superioridad moral, se ha esfumado. No somos más el patio de recreo de los lavadores de dinero, mucho menos somos ya el refugio de la familia de los narcos. No somos, ni por asomo, la aldea de la que hablan nuestros padres, esa en la que todos se conocían. Puebla ya es lo que la dejamos ser. Y no, no se convirtió, sino que por fin lo hemos aceptado: Puebla no es la joya colonial de las mil iglesias. 

La calle, un refugio para el ruido del alma, es ahora un silencioso campo de batalla. Y el ahogo, la opresión, llega a mis paredes, se meten en mis libros, en mis apuntes, en mi salón de clases: la ola ha hecho que el agua termine por llegarnos hasta el cuello. Me meto a la cama y el sueño no me visita ni por accidente. Recuerdo que Esther se quejó de algo pero ya no sé qué, pudo haber sido por cualquier cosa, un asalto, la vecindad que está muy cerca de su puesto en la que ella me cuenta que un día vinieron los judiciales a rescatar a un secuestrado. Y la queja de ella se vuelven las quejas de todos, y a mi cabeza llegan en la voz de todos, en forma de ruido, gritos, balazos, un choque, un microbús, un golpe en la lámina de un puesto de periódicos, y, finalmente, para. 

No es tranquilidad, es un silencio de alerta.

Una herida no siempre deja cicatriz. A veces basta con mirar la forma en la que los peatones mueven los hombros, en la que los policías giran los ojos, o en la que el cajero de la tienda teclea los importes. A veces sólo basta con mirar apenas a la gente para notar sus heridas, el hartazgo, el miedo. A veces sólo basta con escuchar un golpe seco en la lámina de un puesto de periódicos para saber que la ciudad, o a lo que llamamos ciudad, agoniza, se arrastra.

Hoy ni la cursilería nos salva, ni las calles trazadas por ángeles, ni los machetes que reclaman lo suyo, ni una fachada agujerada, ni un parque en medio de una mancha gris, nada, nada nos alcanza para mitigar la frustración. Pero quizá, así como la memoria está hecha de los hábitos muertos, la salvación esté en ir al puesto de periódicos y saber que ayer, Doña Esther, fue bisabuela por séptima vez. 

Fotografía de portada: @ProyectoAnalogo.

Los textos publicados en la sección “Opinión” son responsabilidad del autor/a y no necesariamente reflejan la línea editorial de Manatí.

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