Eduardo Rivera Pérez cerró su campaña a la presidencia municipal de Puebla pidiendo el voto de los indecisos y en medio de una multitud que, cubierta de blanco, disimuló su militancia.
MARIO GALEANA | @MarioGaleana_
Para “corregir el rumbo” hay que olvidar la historia. Hay que fingir que todo lo que ha sucedido es inocuo comparado con todo lo que aún no sucede. Hay que dejar el chaleco rojo en casa, palmear la espalda de ese priista al que llamaste corrupto. Hay que impostar la sonrisa, zamparse algunos sapos.
Y esa pequeña multitud reunida para el cierre de campaña de Eduardo Rivera Pérez realmente se esfuerza. Es decir, trata de olvidar, fingir, dejar, palmear, impostar y zampar. O por lo menos hace el intento. Procura camuflarse en camisas blancas, y sólo dos o tres insinúan sus casacas rojas, sus chalecos amarillos. Son boyas en medio de la nada, potentados del cascajo ideológico de los partidos que representan.
Entre el público, las neopriistas platican cómodamente con las panistas más recalcitrantes. Los perredistas se acomodan en las butacas más alejadas, las que tienen la peor vista, y quizá no hay mejor metáfora para explicar el lugar que les ha sido delegado en esta alianza.
Los panistas danzan el ritual de la vieja política en donde el aletazo de caguama es insigne, y luego se hunden en sus teléfonos o miran hacia el frente en donde una pantalla repite incansablemente el nombre de su candidato a la presidencia municipal de Puebla. Están las familias del Yunque, pero también algunos morenovallistas que se salvaron del naufragio.
Todo permanece más o menos igual hasta que aparece Eduardo Rivera, que avanza entre las filas saludando uno a uno. Alguien aplaude y el resto lo acompaña brevemente. El escenario es el Teatro de la Ciudad y el evento está hecho para ser visto a través de Facebook. Dentro, en el teatro, sólo hay políticos y prensa; afuera, un grupo no muy vasto de acarreados, brigadas y una porra de chicos.
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El evento comienza con tres videos de los dirigentes nacionales de ese amasijo llamado PRIANRD. Es casi una broma involuntaria que cuando el eslogan “corregir el rumbo” se disuelve, en la pantalla aparece el rostro de Jesús Zambrano, patriarca de los Chuchos. Y después Alito Moreno, líder del PRI. La retahíla de lugares comunes la cierra Marko Cortés, dirigente nacional del PAN.
Todos dicen más o menos lo mismo, salvo Cortés, que asegura con una efusividad artificial que “lograron lo imposible”: remontar en las encuestas y duplicar la intención del voto frente a su rival más cercana.
Después aparecen cuatro mujeres —una con dos niños pequeños— que describen dónde conocieron a Eduardo Rivera y qué les dijo. Casi todas dicen venir de colonias alejadas y repiten las principales promesas de campaña de su candidato. Este se sumerge en su teléfono, alza la vista cuando el testimonio está a punto de iniciar o a punto de terminar, y luego vuelve al teléfono, escribe, desliza, alza la vista, aplaude.
Cuando al fin le toca a él subir a la tarima, agradece a los partidos políticos que lo postularon y dice que los colores no fueron problema para hacer campaña. Menciona al PAN, al PRI, al PRD y, cuando nombra también al PSI y a Compromiso por Puebla (CPP), algunos entre el público se miran entre sí como preguntándose en dónde están.
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En el discurso de Eduardo Rivera hay una noción de triunfo inminente, hasta que una sola frase la derrumba.
De pronto mira a la cámara y dice: “En esta ardua tarea te quiero pedir un favor más, ayúdanos a llevar este próximo domingo a todos tus conocidos, a las personas que se abstienen, a todas aquellas personas que no han decidido su voto, a todas aquellas personas que están decepcionadas de este gobierno”.
La idea de la victoria absoluta no se funda sobre los indecisos y, con esa frase, Eduardo Rivera parece haber dinamitado todas las encuestas que supuestamente le otorgan dos dígitos de ventaja. No hay voto switcher que valga en una elección aparentemente decidida, pero de todos modos así cierra su campaña: pidiendo un último favor.
Cuando el mitin termina, una voz en el micrófono le anuncia a las personas que aguardan afuera del teatro que en unos segundos Eduardo Rivera estará con ellos. Las puertas del teatro se abren de par en par, y hay un instante de genuina emoción que se disuelve en cuanto Rivera toma el micrófono y dice un discurso de dos minutos.
Entre las personas que aguardan hay un pequeño grupo con camisas, gorras y banderas priistas. Es a ellos a los que Eduardo Rivera ve primero, y es exactamente el único lugar al que no se dirige durante los siguientes 20 minutos.
Sube a una fuente, brinca con una porra de chicos, se saca selfies, avanza a trompicones, esquiva fotógrafos… y los priistas siguen esperando. Esperan, esperan y esperan. Porque para “corregir el rumbo” hay que olvidar la historia. Hay que impostar la sonrisa, zamparse muchos sapos.