Por qué deberíamos subir una vez en la vida una montaña

montañas
Fotografía: Unsplash.

La montaña exige nuestra completa atención al detalle y por lo tanto, al tiempo presente pues la velocidad con la que cambia la complejidad de un sendero se da en el breve lapso de unos cuantos pasos.

HUGO ERNESTO HERNÁNDEZ CARRASCO | @H7GO

A Julio
Enedino por las lecciones
aprendidas.

A cierta altitud, las fuerzas físicas tienden a adaptarse para sobrellevar las condiciones del entorno. Frente a la montaña, así como seguramente frente a otros lugares como el mar, la selva o el desierto, uno entiende que para vivir el espectáculo de la naturaleza, se requiere someterse a ella. En especial la montaña, ya que casi cualquier montaña, impone más allá de su apariencia. Se eleva como si tocara el cielo y aún así, sus árboles parecen a lejos pequeños arbustos, al tiempo que sus verdaderos arbustos lucen como pequeños cúmulos de pasto rodeados de piedras, piedras que uno pensaría, se pueden aventar sin mayor problema con el mínimo esfuerzo.

Esa primera apariencia de control se va resquebrajando conforme uno va ascendiendo. Primero el entorno resulta mucho más grande e imponente, las piedras se vuelven rocas, los arbustos llegan a las rodillas y los árboles tapan en ocasiones la vista al cielo. Uno comprende su insignificancia y también la gran fortuna de poder estar frente a una inmensidad que nos obliga a ser humildes en un primer encuentro. Paralelamente, el corazón comienza a latir con una fuerza mayor a la usual, nuestros pulmones parecen insuficientes para abstraer aquel oxigeno -que en el inter- huele a pino y humedad en ciertas épocas del año; las piernas por su parte realizan un esfuerzo mayor a lo esperado y el peso que uno carga sobre los hombros, se va magnificando mientras se avanza. La vista, eso sí, se va volviendo envidiable y conforme pasan diez, quince o veinte metros, va cambiando como si uno se situara en un lugar completamente distinto. No es de extrañarnos que múltiples expediciones se hayan desorientado y perdido en su travesía a la más mínima distracción o circunstancia adversa que modificara radicalmente el paisaje, como alguna tormenta o neblina.

De alguna forma, la montaña exige nuestra completa atención al detalle y por lo tanto, al tiempo presente pues la velocidad con la que cambia la complejidad de un sendero se da en el breve lapso de unos cuantos pasos. No puedo asegurar que la montaña nos enseñe alguna clase de lecciones ontológicas aplicables para todas las personas. En cambio, de lo que sí puedo dar constancia, es de las lecciones que desde la sesgada pero necesaria experiencia personal se van dando conforme uno vive la exigencia y magia de subir cualquier cumbre. A la primera lección que uno aprende (la de la atención al detalle en el tiempo presente), se suman otras, por ejemplo, la necesidad de confiar en nuestro cuerpos, de soltar, de delegarle al cuerpo -que es más sabio de lo que imaginamos- el completo trabajo de nuestro corazón, nuestras articulaciones, los dolores de cabeza, la sed y otras tantos aspectos y sensaciones que parecen escapar a nuestro control frente a los límites que encontramos sobre el camino. Al final, saber “escucharlo” nos ayuda a determinar cuándo podemos continuar con el trayecto y cuándo, la exigencia es más de carácter mental, asunto no menor e igualmente importante que el físico. 

Algunas montañas, sobre todo las que superan los cuatro mil metros de altura, suelen quedarse sin bosque a cierta altitud (esto, por supuesto se debe a aspectos que tienen que ver con cuestiones inherentes a los componentes atmosféricos y morfológicos). Pasando esa “barrera” de bosque, el paisaje cambia, las adversidades que uno encuentra adquieren otra dimensión. Aspectos subestimados pero necesarios como la paciencia se vuelven claves. La paciencia se torna una especie de confianza necesaria en nuestro propio movimiento frente al eterno letargo de la montaña. La cumbre está ahí, seguirá ahí, pero uno debe avanzar a su propio paso, comprendiendo que no se trata de llegar rápido, de hecho en la mayor parte de los casos, nuestros pasos se vuelven más cortos, las pausas sobre el camino más frecuentes pues el cuerpo se ve sometido a un esfuerzo mayor. Conviven en un mismo tiempo y espacio, en nosotros, la sensación de adversidad, la esperanza de llegar, la alegría por la vista del paisaje, la percepción de que otros límites no conocidos se han alcanzado, incluso una forma de silencio que se rompe ocasionalmente por el viento o algún ave solitaria. Creo que esto último, esta combinación de sensaciones es de los aspectos más importantes y saludables que uno puede llegar a vivir, comprendiendo que, en nuestra vida misma, a lo largo de los años uno también convive con este coctel de emociones a cuestas sin por ello perder la perspectiva de disfrutar o sentir gratitud por el momento vivido. Creo.

Finalmente queda decir, que podemos o no, alcanzar la cumbre. Claro que es deseable pero no siempre se puede, sea por nuestras limitantes físicas, emocionales o circunstanciales. Lo importante es el trayecto, las enseñanzas que nos va dejando, y eso sí, también recordar que así como utilizamos nuestras fuerzas para subir, también tendremos que reservar fuerzas para poder bajar, pues esa fuerza de gravedad a la que estamos sujetos todo el tiempo, se hace sentir cuando uno va descendiendo. Creo también, que esto último es una perfecta metáfora de vida. Seguramente habrá muchas más, además de múltiples lecciones adicionales a partir de otras experiencias en otras latitudes y altitudes. Lo que es un hecho, es que subir una montaña al menos una vez en la vida, no nos dejará indiferentes. Es un esfuerzo múltiple, que vale la pena intentar.     

Los textos publicados en la sección “Opinión” son responsabilidad del autor/a y no necesariamente reflejan la línea editorial de Manatí

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