En la columna de hoy, Hugo Carrasco reflexiona sobre lo que significa volver a las clases presenciales, a volver a ver a sus alumnxs, y reencontrarse con sus compañerxs.
HUGO HERNÁNDEZ CARRASCO | @H7G0
En el medio de una gélida mañana que no es otra cosa que la muestra del invierno moribundo; con la luna a plena luz del día, nos ha tocado estar de vuelta a las aulas. Casi dos años de dar o tomar clase en línea, dos años en los que se anidaron algunas inercias: la pijama hasta el mediodía, el desayuno o la comida con la voz del profesor o de la profesora de fondo, los silencios a través de la pantalla y otras tantas cuestiones que no acabaríamos por enumerarlas.
Febrero, atestigua cómo en Puebla y en otras partes del país, se está intentando volver; y aunque pudiéramos tener resuelto el tema de dar y recibir clases desde casa, en el fondo, quiero pensar, apelamos todavía a la presencia en la educación como forma de estar y crecer en el mundo con las y los otros. Algo tiene la presencialidad que no logra darnos todavía lo virtual. Ese “algo” que vamos buscando y que apenas, me atrevo a decir, estamos reconstruyendo su significado y aprendiendo a nombrarlo. Asistimos en este sentido, con la contrastante sensación de miedo y esperanza, con abrazos amputados por la sana distancia, al encuentro y reencuentro con las viejas amistades que ya conocíamos y también, las viejas amistades hechas desde la comodidad de casa en el medio de estas complejas circunstancias.
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Estas semanas, la nueva normalidad de las clases resultó una extraña alegría: éramos conocidos que se desconocían al mismo tiempo. Coexistieron así quienes por causa del cubrebocas no lograron distinguir de quién o quiénes se trataba o los que -siendo buenos observadores- supieron identificar enseguida a esa persona que hasta hace poco, era una voz o una foto tras la pantalla. Hubo en el ambiente, esa sensación de retorno a la profundidad y la regularidad que también la presencialidad pueda darnos, poniéndonos a pensar en lo importante que puede ser una mirada, un caminar sincronizado, aplausos y risas espontáneas, el sentido de comunidad y pertenencia cuando se comparten los colores, los aromas y las formas de un espacio.
Por supuesto que también hay contrastes: las y los colegas que no volverán, las y los compañeros contagiados y resguardados en casa, las y los compañeros cuya situación económica complicó su vuelta y sí, también las y los compañeros a los que la vuelta a clase puede costar trabajo asimilar por las más diversas razones. De cualquier forma, desempolvar los zapatos, la mochila, algunos útiles, la credencial y otros tantos artículos seguramente fue un ejercicio que trajo de vuelta recuerdos, anhelos, valoraciones de tiempos, compañías y trayectos que seguramente se habían olvidado.
Las próximas semanas serán claves, no sólo para comprender la magnitud de la proeza colectiva de volver, sino para solidarizarnos con quienes no podrán hacerlo de forma inmediata, para evitar ahondar brechas entre los que han logrado conectarse de forma presencial y los que aún aguardan el momento de volver. Habrá que apelar a la empatía y responsabilidad para mantener y sostener esta vuelta. Aunque hay algunos cálculos optimistas, no sabemos hasta cuándo durará la pandemia. Tenemos presente eso sí, que tras varias rondas de vacunación, dos años de aclimatamiento, dolor y precauciones, podremos poco a poco volver a recorrer este sendero, ya no exclusivamente desde las voces tras la pantalla (que vaya que nos ayudó esta virtualidad), sino también desde el ‘ser’ y del ‘estar’, desde el encuentro que puede hacer posible otro tipo de sinergias; queda preguntarse con ingenuidad y optimismo, qué tipo de magia nos aguarda después de esta larga espera.