Éste es un perfil de Proyecto Análogo y sus fundadores, María Prieto y Pablo Argüelles, quienes restauran cámaras antiguas y hacen con ellas fotografía analógica.
BRYAN HERNÁNDEZ | @elbryaann_*
I’ve got some real estate here in my bag
So we bought a pack of cigarettes and Mrs. Wagner pies
America, Simon and Garfunkel
I
Proyecto Análogo es Pablo Argüelles y María Prieto, pero también es una Leica M3, un portavasos, una caja con polaroids. Proyecto Análogo es la ciudad de Puebla, el Parque España, pero también es Madrid, Nueva York, el desierto.
En pie frente a la churrería de Puebla, mientras esperan el semáforo en rojo, aparecen comiendo una torta de tamal: Pablo se la pasa a María, María le pega un mordisco y se la regresa. A su lado, otras personas también esperan el cambio de luz, pero lo que los distingue de los demás, son las cámaras analógicas que, atadas a una correa, llevan colgando sobre el estómago.
La de Pablo es una Yashica D fabricada en 1967, la de María una Yashica 124G fabricada en 1986. Inspiradas en el clásico diseño de la Rolleicord, cada que el tráfico avanza y el reflejo del sol en los coches rebota sobre el cromo del lente, se produce un destello de luz.
A propósito de esto, me dirán:
—Creo que eso también nos ha dado Proyecto Análogo. A ver, yo soy muy cursi, muy romántico, María es siempre la que me jala los pies a la tierra…
—Sí, yo soy más pragmática.
—Pero los dos empezamos a preguntarnos y a decir: «No, pérate, ¿cómo es que estas cámaras, después de cincuenta, sesenta años, llegaron hasta nosotros? ¿Qué camino recorrieron y por las manos de quién pasaron?». Por eso digo que es imposible no verlo desde el lado romántico. No puedes agarrar y decir “yo tengo una cámara fabricada en 1986” sin detenerte a pensar cómo fue que sucedió.
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Hoy es martes 19 de julio de 2022. Son las ocho de la mañana. Recargado contra la pared del edificio María, yo alzo la cabeza y los veo. María viste una playera blanca de manga corta y unos pantalones negros acampanados; Pablo, por el contrario, lleva los brazos cubiertos por una camisa y unos jeans azules de corte slim. A sus espaldas, siguiendo el camino de las farolas, se vislumbran los portales del Zócalo. Al otro lado de la calle, en la acera opuesta, la sombra de los edificios se proyecta sobre la Catedral. Es la esquina de la 5 oriente y la calle 2 sur, en el Centro Histórico. Cuando el semáforo se pone en rojo y ellos cruzan el paso cebra, el sol que ilumina sus rostros les golpea de perfil.
—Hola, mucho gusto —me dice María.
—Hola, hola… —me dice Pablo.
Yo me separo de la pared y los saludo con una sonrisa.
Entonces escucho que Pablo comenta:
—La verdad es que para nosotros Proyecto Análogo sucede a partir de aquí —y señala con un dedo el edificio María.
Así que los tres levantamos la cabeza y nos quedamos mirando la fachada de la construcción. Imponente, tan alta que con solo mirarla da vértigo, su figura aparece recortada por el fondo del cielo azul.
—Es casi como atravesar un portal.
Un portal, pienso yo. Una puerta que te lleva a otro lado. La cortina que al descorrerla consigue rasgar la tela del universo. Entrar. Atravesar. Salir en otro sitio.
Mientras lentamente bajamos la cabeza y echamos a andar por la calle 2 sur, ambos me dicen que estuvo muy bien, que apenas por un pelo, que por poco ya no los encontraba, dado que en menos de un mes dejarán la ciudad para irse a estudiar fotografía a Nueva York.
Indudablemente, eso también requerirá atravesar un portal.

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Proyecto Análogo, como su nombre lo indica, es un proyecto dedicado a rescatar cámaras antiguas y con ellas hacer fotografía analógica. Nació en 2017 luego de que la hermana de Pablo los inscribiera a un taller en Madrid, en un lugar llamado La Peliculera, y de que al volver a México llegaran hasta sus manos una Polaroid 600 y una Praktica LCC.
Entonces tenían veintitrés o veinticuatro años, acababan de salir de la carrera, así que consiguieron algunos rollos y durante los tres meses siguientes, mientras gestionaban el trámite de su título, se dedicaron a salir todas las tardes para tomarle fotografías a la ciudad.
Con todo, al recordar esa época, ambos juran haberse sentido en una especie de limbo. Les daba la impresión de que un día eran todos los días, de que estaban de vacaciones y que eran adolescentes otra vez.
No sabían cuánto iba a durar, pero no querían que se acabara nunca.
—Creo que esto nunca lo he dicho, pero por aquellos días a María la llamaron para una entrevista de trabajo. Parecía una gran oportunidad, pero en el fondo yo pensaba: «En el momento en que ella entre a trabajar aquí, se acaba Proyecto Análogo». A mí me daba miedo, por supuesto, pero tampoco podía pedirle que no fuera, que no lo intentara. Así que también por eso le decía que fuéramos a tomar fotos, porque había que agotar todo, porque estaba seguro de que si ella entraba a trabajar, se moría Proyecto Análogo.
—Ah, ese trabajo. Fui tres veces. ¿Recuerdas que fuiste conmigo, Pablo?
—Sí, yo la llevé, la esperé afuera, pero como en aquel entonces no nos conocíamos mucho, la verdad es que también me decía: «Bueno, quizás es lo que quiere».
Finalmente, María no se quedó en ese trabajo.
Como por aquel entonces ya habían revelado sus primeros negativos y creado su perfil en Instagram, decidieron continuar con el proyecto, rescatar más cámaras y, en fin, descubrir la ciudad como solo ellos sabían hacer: caminando.
Ahora, su cuenta @proyectoanalogo tiene 18 mil seguidores en Instagram. Además de su sitio oficial en internet www.proyectoanalogo.com y de algunas entrevistas que les han hecho en distintos periódicos, Instagram ha sido quizá el medio en el que más se han dado a conocer.
No obstante, su propósito jamás ha sido quedarse en la virtualidad.
—Creo que es un gran error pensar que Instagram te va a llevar al éxito. O más que un error, me parece algo de tipo generacional. Y no se trata de eso. Tienes que ver a la gente, tienes que ser real, y justamente eso hemos tratado de hacer con Proyecto Análogo, ¿verdad, Pablo? Nosotros teníamos muchos negativos y veníamos de ser estudiantes. Éramos un poco Vivian Maier que no podía revelar porque no tenía dinero. Nosotros sí podíamos revelar, pero no podíamos hacer un libro o montar una exposición, así que lo más práctico fue hacer una cuenta de Instagram.
De ahí que sacaran el Almanaque Urbano y el Diario fotográfico, publicaciones impresas que mezclan tanto literatura como fotografía. De ahí que también vendan algunas de sus fotos: Ciudad de Espaldas, Vampiro, Non Sequitur. De ahí, pues, que personas les donaran sus cámaras y que tanto Pablo como María asumieran el compromiso de restaurarlas y de capturar el mundo con esos lentes prestados.
—Es que te juro, las poquísimas veces que nos hemos preguntado por qué hacemos esto, también nos decimos: «Cómo vamos a devolver estas cámaras cuando sus dueños confiaron en nosotros…».
Por fortuna, hoy estas dudas ya no rondan por su cabeza. Hoy más que nunca son conscientes de que Proyecto Análogo es y seguirá. Hoy saben que son fotógrafos, que la ciudad no termina y que hace falta mirarla repetidas veces para descubrir la belleza en lo cotidiano.
Como reza el texto que acompaña la foto del Cine Coliseo, la primera que publicaron en su cuenta de Instagram y que antes o después incluyeron en el Almanaque Urbano:
Hay lugares que gritan, y este es uno de ellos. Si nos paramos justo frente a él, alzaremos la cabeza y nos encontraremos con lo más imponente del art déco, un palacio abandonado con pilones afilados y elegantes que tocan el cielo. Preguntas vendrán a la cabeza. ¿Qué hay dentro?, tan solo aire atrapado de cuando el Coliseo estuvo en todo su esplendor, o fantasmas del pasado de una ciudad que ya no existe. Hay lugares que gritan, y éste grita con su fachada inmensa reclamando lo que un día fue suyo. Se lee “Coliseo” con letras gigantes, como el título de una gran historia que ahora se reduce a polvo y abandono. La gente pasa por debajo de él, ignorante de las glorias pasadas del viejo cine.
Llegados a este punto, no hace falta preguntar quién la tomó. Lo importante es lo que hubo detrás. Esas dos miradas que, pese a todo, dialogan entre sí, se complementan mutuamente, constituyen un estilo.

Podrán estar de pie en la misma calle, pero no tomarán la misma escena. Aun así, compartirán el mismo discurso.
Por lo menos, esto es en lo que pienso ahora mientras los escucho hablar:
—No, no, no —dice Pablo—. No te dije que no sabías tomar fotos…
—Bueno, casi, ¡eh! —responde María, medio en broma, medio en serio, y dibuja en su rostro un gesto de indignación.
—Mira, el que digitaliza soy yo —me dice Pablo—, entonces siempre soy el primero que ve nuestras fotos, y a veces me enojo con María porque se tarda años en acabarse sus rollos, o sea, es un decir, pero fácil puede tardarse seis meses en acabarse sus rollos…
—¡Ay, no! ¡Tampoco!
—Bueno, como un mes… pero es que yo, al contrario que ella, sí soy muy rápido.
—Sí, muy rápido —de repente comenta María—, pero de doce fotos le sale una.
—Y a veces siento que… —Pablo se calla de pronto, aprieta el ojo en un guiño y contesta—: Y a ti también te sale una.
—No. A mí de doce, me salen por lo menos seis.
—El caso es que María a veces me desespera porque no enfoca, o sea, María solo saca la cámara y toma la foto.
—Sí, yo soy muy así —dice María—, saco la cámara y disparo. Y ya.
—¡Exacto! Y yo, al contrario que ella, me tomo el tiempo, saco la lupa, enfoco…
—¡Y se le va la escena!
—Entonces con esa cámara, cuando vimos el negativo, la verdad sí le dije: «Ya ves, por no enfocar, mira nada más cómo salen».
—Desperdicias mucho rollo
—Luego yo uso la misma cámara a la semana siguiente y me salen todas iguales, pero es porque no enfoca, tiene algo, no sabemos qué.

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Hemos dejado atrás la calle 2 sur y ahora estamos en el Italian Coffee, en los portales del zócalo. Mientras caminábamos para acá, Pablo me venía diciendo que, aparte de empezar sus recorridos en el edificio María, otra cosa que también hacen es tomarse un café expreso.
Sentados en una mesa del exterior, frente al puesto de periódicos, nuestras voces se escuchan con eco, como si estuviéramos a la salida de un túnel. Mas allá de los arcos, dos hombres reparan la calle; ayudados por un martillo demoledor, retiran las baldosas de piedra quebradas y las cambian por unas nuevas. Dado que apenas son las ocho y media de la mañana, casi no hay tráfico sobre la avenida Reforma; con desgana, medio fastidiado, el policía de tránsito se limita a observar a los coches que circulan enfrente de él.
Así transcurren las mañanas en esta esquina de la ciudad.
Mientras los tres esperamos nuestras bebidas, dos tazas de café expreso y un americano chico, Pablo y María aprovechan para atender unos asuntos en el teléfono. Yo hago lo mismo y me vuelvo a las otras mesas. Dentro y fuera, la mayoría son personas mayores. Con los cierres de sus chamarras subidos hasta el cuello, a veces tosiendo un poco, se dedican a leer el periódico y fuman un cigarrillo. Como ocurre con las cámaras de Pablo y María, me da tristeza pensar que también el periódico impreso deje de existir.
Pero tal vez no sea demasiado tarde. Tal vez allá afuera hay personas como Proyecto Análogo decididas a rescatar los objetos. Tal vez, me digo, tal vez no estamos tan locos.
Cuando finalmente recibimos nuestras bebidas, Pablo me pregunta en qué nos quedamos. Yo se lo digo, como de pasada, y María me responde:
—Ah, sí, sobre las Yashica. No sé si sean nuestras cámaras favoritas, más bien son con las que nos hemos acostumbrado, donde nos sentimos más cómodos.
—Sí, a ver, yo pienso mucho en los amigos, porque si me preguntas cuál cámara es mi favorita te voy a decir que la Hasselblad, que tiene la forma de un edificio estilo art déco que la hace preciosa, perfecta, pero la verdad es que la favorita es esta —me dice Pablo levantando la Yashica—. Por eso pienso en los amigos. Tal vez tengo un mejor amigo, que en este caso sería la Hasselblad, pero a la hora de la hora no siempre salgo con ese mejor amigo, sino con otra persona, o sea, la Yashica.
—Además, la Yashica no es un objeto invasivo —dice María—, como sí lo son otras cámaras, incluida la del teléfono. Aunque ahorita la veas así de gigante, es super discreta, porque cuando tú le tomas una foto a alguien, en realidad esta persona no sabe que le estás tomando una foto.
Acto seguido, Pablo pone la Yashica sobre la mesa y me explica por qué.
Con la forma de un prisma rectangular, la Yashica posee los lentes en una de las caras laterales. El visor, por otra parte, se encuentra en la base superior. De ahí que, para tomar una foto, el fotógrafo deba mirar hacia abajo.
—Así que yo concuerdo con María —dice Pablo—, pues además yo soy muy penoso para tomar una foto, digamos, una foto en donde aparece alguien, ella es más aventada.
—Sí, porque tú no sabes, pero Pablo hace mucho show. Siempre que va a tomar una foto me dice: «Ponte ahí…» y yo «¿Para qué? Solo tómala», pero el insiste en que no, que me ponga ahí. Y mira, yo siempre me digo antes de tomarla: «¿Me va a salir a perseguir? O sea, ¿podría alcanzarme ese señor si yo me pongo a correr? Nooo». Entonces se la tomo. Si veo como que sí podría alcanzarme, entonces me digo: «Okey, no se la tomo».
No obstante, esto no los ha salvado de algunos malentendidos.
Desde el señor que los siguió varias cuadras por la zona del Carmen, hasta el dueño de la tienda de Sellos Nacionales, sobre la 4 oriente, ambos comentan que la más rara de todas fue cuando una señora les reclamó por un charco.
—Ha sido la más absurda de todas, la verdad —me dice María sorbiendo su taza de café—. Aquel día salimos a tomar fotos, un día antes había llovido, pero la verdad es que no habíamos tenido suerte.
—Sí, a ver, nosotros no somos los fotógrafos que buscan sacar la Catedral con el reflejo del agua, como que no es nuestro estilo, pero aun así hay cosas interesantes. Entonces María y yo íbamos de regreso al estudio y justo al llegar a la Arena Puebla vemos un charco a mitad de la calle.
—Era interesante porque se veía la Arena Puebla dos veces.
—Total que estuvimos como veinte minutos haciendo distintas tomas, nos agachábamos, pasaban los autos y se hacían ondulaciones en el agua, y en eso del edificio de enfrente se asoma una señora y nos dice: «Psst, niño, ¿por qué le tomas fotos a mi charco?», y María y yo giramos la cabeza y nos quedamos con cara de qué onda. Luego, para acabarla, llevaba tubos en la cabeza, como doña Florinda.
—Es que imagínate… ¿Lo compró? ¿Qué le dices? Te mueres de risa.
—Y la verdad es que sí nos empezamos a reír, ni pa’ contestarle porque era algo absurdo; pero ahí también te das cuenta de cómo el trabajo del fotógrafo muchas veces se ve como una amenaza, porque para empezar tienes un artefacto extraño, estás apuntándole a algo, te estás robando algo…
Es así como cada negativo tiene su historia. Al igual que una cámara que fueron encontrando por partes, ambos aseguran que todo forma parte de un complejo rompecabezas y que es ahí donde Proyecto Análogo ha querido mirar. En aquellos episodios imperfectos, no siempre aislados, de la vida de la ciudad y sus personas.
Mientras los tres terminamos nuestro café y pedimos la cuenta, María me dice que quizá por eso es que adora tomar fotos. Valora mucho ese contacto con la ciudad, pero sobre todo el momento en que lo puede hacer, pues debido a la inseguridad no siempre tiene la confianza de salir.
—La verdad es que, al contrario que Pablo, yo siempre me he sentido en desventaja. No me gusta decirlo así, pero es la realidad, esa de no poder caminar en la calle con una cámara, y también sin una cámara, por ser mujer. Por eso es que yo no vengo sola al centro a tomar fotos, me siento muy expuesta, de ahí que mejor venga con Pablo. Y es terrible que por tanta inseguridad uno no pueda venir aquí para hacer lo que le gusta, o sea, imagínate, es el Centro Histórico. Pero bueno, también con Pablo me divierto mucho, no es que no quiera venir con él… solo es ese punto de la inseguridad.
II

Aquel viernes en la noche Pablo conducía con su hermano. La razón: estaba a un día de cumplir veintiún años y necesitaba cancelar cuanto antes la suscripción del Parque España. De lo contrario, tendría que pagar otra mensualidad, y Pablo había llegado a la conclusión de que por ningún motivo regresaría allí. ¿A qué? Sabedor de que sólo hay una cosa que dura para siempre, la fotografía, tal vez hubiera encontrado graciosa aquella frase de Julio Ramón Ribeyro: “También mueren los lugares donde fuimos felices”. Pablo no precisamente había sido feliz en el Parque España, pero aun así aguantó hasta el último día para cancelar.
Mientras bajaban por la 25 poniente, en dirección al bulevar 5 de Mayo, su hermano lo venía regañando. «Ya ves, Pablo, no es posible que lo hayas dejado hasta el último». No obstante, con la vista clavada por encima del tablero, Pablo solo podía recordar todas aquellas veces cuando iba a esconderse en los baños del Parque España, todas aquellas veces cuando ponía excusas porque sus padres lo llevaban allí, contra su voluntad. Así, mientras él se reía para sus adentros, tal vez se decía aliviado: «Por fin se acabó». Nunca le pasó por la cabeza que esa noche conocería a María, que la vería descender de su auto mientras él se trataba de estacionar.
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A María le gustaba ir al Parque España. Sobre todo, le gustaban las actividades del Parque España. Como la casa de su abuela materna quedaba muy cerca, al principio sus padres la metieron a clases de baile y luego, cuando María tenía dieciséis o diecisiete años, ella solita se inscribió a clases de gaita.
Así, mientras sus amigos estaban en un restaurante, viendo una película en el cine, de compras por Angelópolis o tomando una cerveza en Cholula, María estaba en su clase de gaita.
Desde luego, también lo estaba aquel viernes en que vio a Pablo por primera vez.
—A ver, nos conocimos en Facebook —dice Pablo—, y eso jamás lo vas a ver en ninguna bitácora, en ninguna entrevista. Yo le mandé solicitud y María me aceptó seis meses después.
—Pero no nos conocíamos en persona —dice María—. Solamente nos habíamos mensajeado por un tiempo…
—Por un tiempo —dice Pablo—, hasta que le caí gordo y me dejó de hablar.
—Así que esa noche llego yo al Parque España y escucho que alguien me dice: «¿María Prieto?». Y yo me giro y veo a Pablo.
—Y la verdad es que acabé metiéndome a su clase de gaita. ¿La membresía? No, ya no la cancelé, la renové, jaja.
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A propósito de esto, recuerda el escritor mexicano Hugo Ernesto Hernández:
A Pablo lo conocí en una lectura pública durante el verano de 2015. Recuerdo que condujo el evento y leyó alguno de sus textos, y desde entonces, siempre que me encontré con él, tuve la fortuna de hacerlo mientras nos contaba una nueva historia; fuera esto a través de la literatura, el periodismo, la radio digital o la fotografía. Sus observaciones aterrizadas y la profundidad que alcanzaban sus relatos hacían que una conversación con él fuera también una continua atención al detalle. No me extraña que en su momento estudiar comunicación fuera para Pablo, a pesar del costo laboral que supuso durante algunos años de sus veintes, una alternativa para saciar las múltiples curiosidades de su alma. Si una virtud conserva en medio de este mundo sórdido, es precisamente el saber escuchar de forma prolífica. La fuerza de su mirada la conserva a través de extraordinarios relatos ficticios, de fotografías icónicas en blanco y negro, y de sus columnas, donde uno logra dimensionar cuán conectado está él con su entorno, gracias a esa observación latente y atenta que preserva en todo momento.
Escuché por primera vez de María cuando Pablo la mencionó en una tertulia, justo también por el 2015. Cada vez que Pablo pronunciaba su nombre, parecía hacerlo como si nadie más se llamara María, y aunque uno puede dejarse llevar por la inseparable conjunción de esta pareja que forjó Proyecto Análogo, María, en su singularidad, discreta por decisión y por tanto enigmática, está llena de expresiones y trayectorias luminosas que sobrepasan su misterio y que la ponen, si no a la par, por encima de Pablo. Lo primero que supe de ella era que había estudiado diseño; pocas personas conocí que llevaran al límite su profesión. Lo que para uno era una extraordinaria labor de diseño editorial, para ella era apenas parte de su hábito, de su mirada práctica y de una ética de trabajo que nunca contrapuso la creatividad y el arte con la pulcritud. Del trabajo que conozco de ella (que no es todo, por supuesto) uno logra percibir el largo aliento de la imagen, donde el vértigo de su mirada parece oscilar entre el silencio, los trazos y la memoria.
III

Y todo empieza acá.
Ubicado en la segunda planta de una casa color salmón, por el Parque Ecológico, el estudio lo forman dos piezas con una cocina pequeña en el fondo y una terraza. Más parecido a un loft de Airbnb, es aquí donde también hacen las sesiones para La Máquina Roja, una agencia de marketing que Pablo y María fundaron casi a la par de Proyecto Análogo.
Con cuatro ventanas en el frente que dan a la calle, al principio está oscuro, pero tan pronto como Pablo y María corren las persianas, una línea de luz se desliza suavemente por el suelo hasta alcanzar dos reflectores de sombrilla, una sábana blanca y un pequeño banco de madera vacío, sin nada encima de él.
Así fue como ayer dejaron el estudio luego de que estuvieran hasta muy tarde haciendo una sesión para una marca de helados.
—No nos paga nada —dice Pablo de pronto mientras coge un vaso de la cocina y se sirve un poco de agua—, pero gracias a esta marca hemos podido conseguir otros clientes.
Entretanto, en la pieza de junto, María se dedica a recoger unos libros que están sobre la mesa. Todavía con la cámara en mano, explica que en realidad el estudio lo han construido de a poco. Dado que originalmente era un apartamento, lo primero que hicieron fue tumbar la pared que separaba los cuartos. Luego removieron el azulejo y pusieron piso de duela, cambiaron los focos por lámparas colgantes y finalmente recubrieron los muros con tapiz de ladrillo.
Le rentan el estudio al papá de Pablo, y aunque al principio el señor no quería que le metieran mano al apartamento, ambos me dicen que ahora le gusta más.
—La verdad es que casi no usamos el estudio para Proyecto Análogo —me dice Pablo extendiéndome una botella de jugo que tomó del refrigerador— porque la naturaleza de Proyecto Análogo está allá afuera, en la calle. Las contadas veces que hemos hecho algo aquí, es porque queremos experimentar.
Además del equipo fotográfico, otras cosas que tienen en el estudio son una especie de clóset que sirve de librero, un mueble pequeño en donde aparece un reproductor con una colección de vinilos, algunos cuadros con ilustraciones y un par de retratos en donde salen los dos.
Entonces nos sentamos a la mesa. Más parecida a una mesa ejecutiva que a un comedor, ellos elijen las sillas que están junto a su librero. Y así, los rostros alumbrados bajo la luz de las lámparas, a veces interrumpidos por el ruido que proviene de afuera, sobre la calle, empezamos a hablar de lo que no hemos hablado, en parte porque no habíamos tenido tiempo y en parte porque al entrar al estudio y ver todas las cosas, hubo una que desde el principio llamó mi atención: la reja de Coca-Cola.
—Ah, esa fue de algo que hicimos para Viceversa Magazine —dice María—. Una sesión que se llamó Ciudad fuera de contexto.
Viceversa Magazine es una revista de arte y cultura editada en Nueva York. Comenzaron a colaborar con ella a mediados de 2020, durante la pandemia, pues llevaban rato buscando otro espacio que no fuera Instagram.
Con publicaciones como Desierto, Diatriba de los restos o Motel, ambos dicen que en estas colaboraciones se encuentra la verdadera esencia de Proyecto Análogo, pues cada serie viene siempre acompañada de un texto. He ahí la fusión: fotografía y literatura, fotografía y el lenguaje, las palabras que se escriben en los márgenes de los negativos y que forman parte del mismo discurso.
—Bueno, la serie Motel fue un insistir e insistir por parte de Pablo.
—Ahí sí fue una vez que estaba medio borracho, la verdad —dice Pablo—. Recuerdo que le dije a ella: «María, a ver, piénsalo, un domingo, seis moteles…», y María se me quedó viendo y me dijo: «¿Ah, okey?», pero yo estaba concentradísimo. Un domingo, seis moteles, un rollo, dos cuando mucho de medio formato, la serie va a llamarse Motel… O sea, son de esas series que ya hasta sabes su nombre, de qué cosas van a tratar, contrario a Ciudad fuera de contexto, que fue idea de María.
—Lo que pasa es que en Viceversa el deadline son los veinte de cada mes, y justo ese mes no habíamos preparado nada, ni el texto. Entonces, de repente le recuerdo a Pablo y él me dice: «Maldita sea, es cierto».
—Íbamos en el coche, así que de repente María se baja, me dice que la espere y entonces arranca del poste uno de estos anuncios del tarot. Luego me pide que siga conduciendo para buscar más cosas.
—Empecé a pensar qué cosas siempre hay en la calle y que en teoría damos por hecho —dice María—, y justo así encontramos el cubrebocas, la cagüamita, la reja de Coca-Cola… bueno, esa la robamos a un viene-viene.
—Ahí sí nos pasamos, la verdad.
—Lo que sí no nos robamos fue el bloque de hielo, ese lo compramos, pero igual fue un lío meterlo al estudio. Lo tuvimos que bajar con las manos, se venía derritiendo, a Pablo se le cayó de las escaleras…
Más tarde, cuando revise la serie otra vez, me daré cuenta de que al bloque de hielo le falta un pedazo en el extremo derecho inferior.
Entonces Pablo se levanta de la mesa. Esbozando una ligera sonrisa, primero decide cerrar una de las ventanas, luego cruza al otro lado de la pieza y pone un disco de vinilo en el reproductor. Así, tras escucharse por unos segundos aquel ruido tan singular, como el de dos telas frotándose, la música de Chet Baker se empieza a reproducir.
A propósito, Pablo dice que la mayor parte de sus influencias vienen de la música y la literatura, disciplinas que también ha practicado. Desde la acelerada escritura de Jack Kerouac hasta los dedos mágicos de Billy Joel, comenta que en la fotografía siempre le ha gustado la obra de Robert Doisneau. También, que en ocasiones María se roba sus libros.
María, por otro lado, dice que ella es mucho más visual. Aunque por ahora está concentrada en la foto, no descarta la idea de ser cartelista, hacer ilustraciones para eventos, por lo que enseguida saca el nombre de Milton Glaser a relucir.
—Esa la hizo Milton Glaser, por ejemplo —dice María señalándome una ilustración de Bob Dylan en el librero—. Pero en la foto últimamente me gusta mucho la obra de Martin Parr. Tal vez mis referencias no son tan marcadas como las de Pablo, pero Vivian Maier siempre ha sido una gran influencia. Te juro, cada vez que puedo, hago autorretratos… me gusta ver qué puede salir.
IV

No sé cuánto tiempo llevamos hablando. Tampoco sé en qué momento me terminé el jugo, si es que de verdad me lo terminé, pues ahora toda mi atención está centrada en las cámaras que Pablo me ha empezado a mostrar. Una Hasselblad. Una Leica. Una Polaroid. Y seguimos en el estudio. ¡Y Pablo continúa sacando más cámaras de la puerta derecha del clóset librero! Y María las mira con cierta ternura y las toma y las acaricia. Y Pablo me dice que todo empieza acá. Porque de verdad que todo empieza acá. En esos objetos que los han restaurado y les han dado vida. Y lo sé. Lo sé tanto y tan bien que, antes de que María me diga que Pablo es su fotógrafo favorito, y Pablo me enseñe un portavasos que le regaló María en su primera cita y diga que ella es magia, magia y nada más, yo pensaré que todo también termina acá.
Porque todo también tiene que terminar.
Porque más tarde no pasará nada. Abandonaremos el estudio. Iremos en coche de regreso al centro. Yo conduciré. Pablo se sentará al lado mío y María en el asiento de atrás. Pero no pasará nada, que es casi como decir que pasará todo. El tráfico. La luz roja. La gente. Y luego las calles. Primero la 25 poniente, luego la 4 sur, después el Carolino. Y sonará una estación en la radio. Y hablaremos. Hablaremos de lo que uno habla cuando termina una entrevista. De la vida. Del tremendo calor que hace. De los meses que se han ido y los meses que están por venir. Pero de verdad que no pasará nada, aunque tampoco querré que pase algo, no vaya a ser. Y entonces ya no hablaremos. Solo chau, hasta luego, voy a tardarme un poco. Y esta vez no llevarán sus cámaras, porque como me dirán, no todo es fotografía. También hay que vivir. Y así se bajarán y se despedirán y cerrarán la puerta. Y yo esperaré, no apagaré el auto, los miraré por el retrovisor. Dos figuras que se alejarán, dos figuras que se perderán entre la multitud…
Pero mientras tanto, ahora que Pablo empieza a guardar las cámaras y María desenchufa el reproductor y yo les leo la última pregunta que preparé, ellos me contestan extrañados:
—¿El arte? Yo francamente creo que el arte no se toma en serio —dice Pablo—. A ver, la gente te va a decir que sí, que eres artista, pero lo cierto es que ese artista vive con un montón de prejuicios a su alrededor. Por ejemplo, como cuando uno escucha comentarios del tipo «Ah, es un artista, pero ¿sabes? no tiene casa».
—Y que también a nosotros nos ha ocurrido, la verdad —dice María—. Sonará mal, pero lo cierto es que no todas las personas de nuestro círculo nos han apoyado. No es que nos desalienten ni nada, pero honestamente a algunos les da igual. Sí, ven una foto en nuestra cuenta de Instagram y le dan me gusta, pero estoy segura de que muchas veces también piensan: «No sé por qué no se consiguen un trabajo y van a una oficina». Piensan que se trata de un juego.
—Sí, a ver, cuando nosotros comentamos que nos íbamos para estudiar foto en Nueva York, lo que algunas personas dijeron fue: «Ah, caray, ¿ahora sí va en serio?», pero la realidad es que siempre había sido en serio.
—Incluso lo vimos cuando sacamos el Diario Fotográfico. Okay, el primero lo regalas y todo mundo lo quiere, pero el segundo lo vendes y de repente no todos aparecen. No es que no te lo quieran comprar, lo que pasa es que no entienden por qué lo quieres vender.
—Sí, a ver, no vamos a tirarnos en el piso a decir que nadie nos comprende, pero sí creo que detrás del «Ah, mis fotógrafos favoritos» está el «Wey, pa’ qué tienes aquí cámaras viejas, pa’ qué gastas en rollos cuando puedes tener una cámara digital».
—Exacto. Tal vez nunca nos ha tocado que nos digan «Deja de hacer esto, no te sirve de nada», pero todo el tiempo ese comentario está acá atrás, en la sombra, de que la gente nos apoya en plan «Miren lo que están haciendo sus hijos, está padrísimo su proyecto, los entrevistaron en El Sol de Puebla». ¡Aire! ¡Puro aire! No es como a otra persona que le celebran: «¡Ya se hizo de su casa! ¡Ya vive solo!», porque eso sí es de wow, pero con nosotros es como de «Pues los entrevistaron en El Sol de Puebla…». Tal vez también es wow, pero en otro sentido.
—Y sí, esos comentarios es luchar todo el tiempo.
—Todo el tiempo.
***
Finalmente, esta historia algunos ya se la saben. Ellos la han contado en un par de ocasiones. Sentados a la mesa de la cocina, todo comenzó más o menos así:
María dijo Proyecto y Pablo dijo Análogo.
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Puebla, Puebla, a 9 de diciembre de 2022
*Este perfil fue escrito con el apoyo del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA- PUEBLA 2022), y forma parte del proyecto Perfiles de la Ciudad.