Tan joven y tan viejo: Un perfil del trovador poblano Manolo Molina

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Fotografía de portada: Daniel Chazari

Entonces aparece Manolo Molina. Yo levanto la cara y lo observo. Cuando finalmente sube los peldaños del escenario, detrás de sus músicos, la gente comienza a aplaudir. Manolo pone su cara al micrófono, pisa las cuerdas de su guitarra y empieza: Como quien viaja a lomos de una yegua sombría…

BRYAN HERNÁNDEZ | @elbryaann_

Es mayo y hace un calor tremendo. En casa, Manolo se divierte jugando con su hijo. Después toma una cerveza del refrigerador, saca la guitarra del estuche, y mientras espera que el reloj marque las siete, bebe un trago de cerveza y se pone a practicar. Está a punto de cumplir 53 años, pero en el fondo es tan joven y tan viejo que aunque lleva más de 25 años dedicándose a la música, sigue saltando de un acorde a otro para mitigar los nervios que cada noche, cuando le toca subir al escenario, no deja de sentir. A propósito de esto, Manolo me dirá:

—Yo creo que el día en que se me quiten, me bajo del escenario y cierro la puerta también.

Pero por suerte aún es medio día, y Manolo y yo estamos sentados en las mesas del exterior del Café Galería Amparo, en el Barrio del Artista, lugar que ha adoptado como su casa y donde los últimos quince años su público lo ha podido escuchar.

Viste un pantalón negro y una camisa azul. De facciones redondas, ovales quizá, Manolo pone un cigarrillo en el borde de sus labios y, mientras trata de encenderlo, dirige su mirada hacia el menú para pedir algo de beber. Entretanto, gente camina a nuestro alrededor. Por momentos, se oye la música de un violín, mientras que, a la cálida sombra de los soportales, un hombre dibuja meticulosamente el rostro de una mujer.

Finalmente, cuando Manolo prende el cigarrillo y expulsa la primera bocanada de humo, gira su cabeza para llamar al mesero, te encargo, por fas, una cerveza y una limonada mineral, luego se vuelve hacia mí y me dice:

—¿En qué estábamos? Ah, sí, en la música (…). Bueno, a mí no me gustaba tocar. Quizás es lo primero que debo decir. No me gustaba, cabrón.

Manolo Molina Barrio del artista trovador

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Este es Manolo Molina, cantante poblano de música trova. Para muchos, el mejor intérprete de Sabina en el estado de Puebla, el que dejó la carrera en electrónica para dedicarse a la música, o el que una vez en Ciudad de México tocó a lado de Tony Carmona. La lista, de todas maneras, resulta larga e interminable, pues en el fondo su historia también tiene un principio y comienza mucho tiempo atrás. Desde su primera guitarra (una 3 pinos, regalo de su padre) hasta sus 19 días y 500 noches, la historia de Manolo en realidad comienza aquí:

—Yo crecí toda mi vida en la colonia San Manuel, pero también acá en el centro, en el extinto Mercado de la Victoria. Ahí mi abuela tenía un puesto de bonetería, y en aquel tiempo todavía los camiones pasaban por la 3 norte y la 5 de mayo, así que bueno, nada más imagínate, ¡ya llovió! Pero estos fueron, digamos, los primeros lugares que conocí o, mejor dicho, que reconocí como hogar. Recuerdo que entonces uno podía estar jugando a las once de la noche con la pelota o, ya más grande, con la guitarra, y no pasaba absolutamente nada, la ciudad era muy distinta (…). No sé si mejor o peor, porque luego dicen que antes era mejor, y no, no era mejor. Fue lo que me tocó, y tal vez por eso lo considero bonito, porque si algo debo aclarar es que tuve una infancia muy feliz, en mi familia siempre estuvimos bien, así que por ese lado no tengo nada que reprochar.

Manolo Molina nació el 21 de junio de 1969 en la ciudad de Puebla. Hijo de un músico y un ama de casa, fue el mayor de dos hermanos, aunque el único que eligió la música como una manera de vivir. Influenciado desde muy chico por los gustos musicales de su padre, que iban desde Santa & Jhonny Farina hasta Enrique Guzmán, Manolo todavía recuerda las mañanas de domingo, o la tarde de los sábados, en que la casa se llenaba de ruido por el tocadiscos que en la sala no dejaba de sonar.

—… Bueno, sí, mi papá fue músico, empírico, digamos. Él tocó en sus años mozos, iba el centro escolar y tuvo su grupo de rock. Después le gustó mucho el bolero y acabó siendo parte de un trío, tú sabes, para amenizar fiestas y cosas así. Entonces, de repente, me llevaba, ¿no? Y yo lo veía, y él veía que yo lo veía, así que cada tanto me preguntaba: ¿Oye, no quieres aprender? Y yo le decía que no. Ahora esto me resulta gracioso, porque mi hijo me dice lo mismo cada vez que se lo pregunto, me dice que no. En todo caso, lo que después hizo mi papá fue ponerme un maestro, luego me metió a la escuela de Yamaha y ahí estuve como dos años y toqué unas piezas muy sencillas, pero lo cierto es que ni así me llamó la atención. Me gustaba escuchar, eso sí, recuerdo que aún no sabía leer y ya reconocía mis discos favoritos, pero cuando se trataba de tocar, de ejecutarla, digámoslo así, simplemente no me despertaba ninguna curiosidad. Bueno, no hasta que…

Manolo calla de pronto y ambos recibimos lo que nos entrega el mesero. Él toma la cerveza; yo la limonada mineral. Envueltos en una lluvia de hojas secas, provocada por el viento que sopla contra los árboles, cada tanto nos vemos abordados por los vendedores de enjambre o de café. Manolo, con la sensibilidad que lo caracteriza, alza la mano en señal de agradecimiento, luego retoma el hilo y despacio continúa donde se quedó.

—… Bueno, no hasta la secundaria, con la rondalla. Ahí fue que empecé (…). Claro que a veces me digo que también ya lo traía, genéticamente, digamos, pues luego me enteré que mi abuelo fue concertino en Bellas Artes, fue primer violín, y en alguna ocasión me contaron que él había dejado un violín para mí. Lamentablemente, asaltaron la casa de mis abuelos y se perdió, pero a lo que voy es que, en aquel momento, me gustaba tocar, sí, pero creo que aún no era una pasión.

Sin embargo, antes de que se decidiera por la música, primero incursionó en el terreno de la electrónica. Empezó como aprendiz en un taller. La persona que lo llevaba era un radiotécnico, profesor suyo de la preparatoria, y si bien instruía a Manolo en el arte de reparar televisores, radios y bocinas, solamente lo tenía en calidad de espectador, pues no lo dejaba tocar nada, ni siquiera un cautín. No obstante, fueron estas clases las que empujaron a Manolo a inclinarse por la electrónica, primero como técnico en una escuela que se llamaba Vanguardia, después como ingeniero en la Facultad de Electrónica de la BUAP y, por último, en el Tecnológico de Puebla. Llegó hasta séptimo semestre, según va explicando él, pero por cuestiones económicas ya no pudo continuar.

Manolo Molina trovador Barrio del artista Puebla

—Lo cierto es que en aquel entonces ya tenía mis talleres de electrónica. Daba servicio, por ejemplo, a Radio-Televisión de Puebla, o a las tiendas Galas, ahora llamadas Liverpool. Era la persona encargada de brindar servicios de garantía a personas que compraban electrodomésticos, porque entonces no había servicios autorizados en Puebla. Me gustaba mucho, la verdad, y a la fecha me aviento dos o tres cursitos para estar actualizado, pero ya no le meto mano a esas cosas. Me decía mi hijo el otro día, ¿le ponemos el estéreo al coche? No, no, hijo, lo llevamos. Me vaya yo a lastimar las manos y después, ¿cómo toco?

Manolo se ríe cuando termina de decir lo anterior. Luego bebe lo último que queda de su cerveza y encarga otra. Yo hago lo mismo, pido una, pero entretanto, sin dejar de observarlo, en mi cabeza voy formulándome varias preguntas al azar: ¿Estamos ya en ese punto donde Manolo rompe con la electrónica y comienza su carrera como cantante? ¿Cómo se deja todo y se empieza de nuevo? ¿Qué tan de cierto hay en la advertencia que le hicieron alguna vez, según una nota publicada por El Sol de Puebla el 7 de noviembre de 2017, y que Manolo ignoró? ‘Aguas, porque una vez que te subes al escenario ya no te quieres bajar’.

Sosteniendo un cigarrillo entre los dedos, espero a que Manolo termine de platicar, luego se lo pregunto, como de pasada, y él me responde:

—Fíjate que ahí estuvo el detalle. Un amigo mío, Arturo Sotomayor, que también es músico y ahora vive en Los Cabos, me invita un día a un grupo de Flamenco, y pues yo me dije: bueno, gano bien acá, pero vamos, ¿no? Solamente por estar con él, por convivir, y a veces de lo que nos pagaban él me decía: oye, invita la cena, ¿no? Y yo le decía que sí, porque de alguna manera tenía otra fuente de ingresos, no había bronca, pues. Tendría yo 22 o 23 años. Después nos fuimos a Ciudad de México e hicimos dos o tres cosas por allá, el grupito estaba funcionando muy bien, se llamaba Itanos Rumba, pero sucede que luego se atravesó una muchacha y todo valió. Nuestra Yoko Ono, por decirlo así.

Sin embargo, fueron esos primeros escenarios los que le permitieron ensayar lo que más quería: la trova. Según me va explicando, después de cada presentación, solía quedarse solo con su guitarra a tocar otro rato más. Entonces ya interpretaba a Sabina, Silvio Rodríguez, Joan Manuel Serrat. De vez en cuando, alguien le pedía que tocara una de José José, pero como aún tenía los talleres abiertos y funcionando, resultaba difícil encontrar un espacio para practicar. Fue entonces cuando tuvo que tomar una decisión.

—Bueno, cuando cerré los talleres ya vivía sólo. Agradezco mucho que no se hayan metido con mi música, porque de todas maneras lo iba a hacer. Por supuesto, mi papá me dijo: ‘Oye, sabes que vivir de esto está cabrón, piénsalo, estás bien acá, tienes un trabajo bien’. Y la verdad es que sí, los talleres ya daban, y daban bien, traía buen coche, andaba yo bien económicamente, digamos. Y sin embargo, ganó la pasión por cantar. Siempre me había gustado cantar, solo que no sabía qué tanto, hasta que lo vi de frente. Y me dije: algo estoy haciendo mal, porque ya no estoy rindiendo allá, ya me pesa ir. Y dije: no, cerramos, se acabó. Ese fue el parteaguas.

***

Sucedió por casualidad, por accidente, por fortuna, por amor.

Cuando en 1940 los hermanos José y Ángel Márquez Figueroa, maestros de la antigua academia de Bellas Artes, vieron con buenos ojos al Parían como espacio para jóvenes artistas, es decir, un sitio donde éstos pudieran trabajar y exponer su obra, no imaginaron que dicha empresa les tomaría cerca de doce años, y varias negativas, hasta ver materializada su idea principal.

Era la última hora de la tarde, de acuerdo con varios artículos en Internet. Los maestros daban su clase de pintura al aire libre a un puñado de estudiantes que, en aquel momento, estaban por egresar. Fue entonces cuando José Márquez interrumpió la clase de golpe y les dijo: ¿jóvenes, no les gustaría tener un lugar, un estudio-taller, para agruparse, desarrollar su obra y, con el tiempo, convertirse en un núcleo de artistas que represente nuestra ciudad? Y acto seguido, les señaló con el dedo: ‘aquí, frente a ustedes, imaginen todas estas accesorias ocupadas por artistas, su obra dignificaría y rescataría el abandono de este lugar, haciendo del mismo un Barrio del Artista, un lugar bohemio como en otras ciudades del mundo.’ De ahí que con ellos se fundara la Unión de Artes Plásticas de Puebla y, en los años siguientes, el Gobierno Municipal les cediera por fin la Plazuela del Torno, hoy conocida por todos como uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad.

Resumiendo: flanqueada por árboles, con sus fuentes y pinturas y esculturas de bronce, la Plazuela del Torno es también el lugar donde la voz de Manolo, desde hace más de 25 años, resuena aquí

—¿Sabes? Creo que para esto de interpretar tiene que gustarte mucho. En mi caso, hay una canción que me gusta, y la escucho quinientas veces, cabrón. Te lo juro, hasta me aburro de oírla antes de empezar a cantarla. A veces, mientras hago limpieza, la pongo, le doy repeat y ahí está dando de vueltas, ¿no? Y de hecho, antes de sacar los acordes o lo que sea, escucho la canción y en un cuaderno voy sacando la letra, incluso ahora que ya están las letras en internet. Es mi método, por decirlo así. La transcribo para tenerla en mi letra, en mi respiración. Y quizá esto fue lo que me volvió más intérprete que cantautor. Por supuesto, tengo canciones, algunas están grabadas y otras no, pero la verdad es que casi no las canto, me las guardo, no sé por qué. Quizá por temor. Y si en alguna ocasión me atrevo a cantar una canción mía es porque la considero buena y porque le gusta a mi núcleo íntimo, de lo contrario, no la hago, la dejo ahí. De todas maneras, no es mi fuerte. Lo sé y no pasa nada. Lo mío es la interpretación.

Manolo Molina Barrio del artista trovador Puebla

Manolo y yo seguimos hablando. Mientras tanto, va contándome de sus primeras incursiones en el mundo de la bohemia. ¡Eran noches muy locas!, dice él, porque había gente que ya tenía su público y su trayectoria. Así pues, remontando la corriente del tiempo, Manolo recuerda los nombres de trovadores poblanos de aquella época: Rogelio Camarillo, Marco Rojas, Juan Guzmán. Me cuenta también de los primeros sitios en donde tocó: El Teorema, El Porrón. Luego enciende un cigarrillo y, golpeando la colilla contra el cenicero, empieza a hablarme de los viajes que con su guitarra ha tenido que realizar o, como también suele decir, de las veces en que le ha servido de pasaporte o boleto de avión.

Habla de Querétaro, Guadalajara, y Veracruz. Alguna vez en Cancún, por invitación de un amigo, y aunque actualmente hay planes para hacer un recorrido en Alemania, seguida de una pequeña gira en Argentina, guarda un cariño especial por Ciudad de México, pues esta fue de las primeras ciudades en donde empezó, y donde una vez, por casualidad, por accidente, por fortuna, por amor, conoció a Tony Carmona y tocó junto a él.

—Bueno, creo que Silvio es mi mayor influencia, más que Sabina (…). Mira, el que no fue revolucionario de joven no fue joven, y en ese sentido, Silvio fue el estandarte para muchos de mi generación, pues su música era la música de la protesta, del inconformismo, contestatario, ¿me explico? El que todos quisimos ser y el que algunos llegamos a ser, aunque fuese por poco tiempo. En todo caso, el Sabina me gustó por urbano, por desmadroso, por putañero. Como dice en su canción Lo niego todo, y lo peor es que él no lo negaba, ¿no? Pero Silvio siempre ha sido el estandarte de mi trova, aunque no lo interprete mucho (…). Ahora, si tuviera que definir su calidad musical, diría que está ELEVADO, cabrón. Esa es la palabra, elevado. Sus canciones son muy difíciles, al menos para mí, metafóricamente hablando. Por ejemplo, Tu Fantasma, es una obra de arte, cabrón, e incluso si lo miras bien, posiblemente habla hasta de la masturbación. En días graves le he pedido/ masajes para mi espalda/ los peores ni te cuento/ porque no vas a creer (…). Sin embargo, para que no vaya a pensarse que demerito la música de Sabina, puedo decirte que con una canción de Sabina lloro. Tú me pones Tan joven y tan viejo y chillo, cabrón, cosa que no me sucede con una de Silvio. Ese es mi nivel de interpretación de Sabina. ¡Una cosa brutal!

Esto no quiere decir que Manolo desprecie a los más jóvenes. Consciente de que siempre es necesario renovar el género, escucha con especial atención a Ismael Serrano, Ed Maverick o Marwán. Aunque cuando me atrevo a preguntarle por su favorito, o el que considera que va a la cabeza, Manolo me dice, sin vacilar, ‘Jorge Drexler, cabrón’.

—Creo que es el sucesor. Es muy bueno, un genio. O sea, para mí es un genio, aunque para interpretar sus canciones se me traba, no acabo por agarrarle el paso. Pero sí, tiene cosas muy interesantes. En los últimos años ha avanzado mucho en su calidad musical, en su óptica de lo que te quiere decir, en su modo de plasmarlo. Bueno, no por nada lo grabó Sabina. Le dijo, vente a Madrid y acá te promuevo yo. Es fantástico, y sí… me parece que es el mejor. 

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Tony Carmona es uno de los músicos más consolidados en el mercado español. Guitarrista predilecto de Sabina, Joan Manuel Serrat, Luis Eduardo Aute, fue en una noche en Ciudad de México, en un bar llamado Radio City Hall, que Manolo tocó junto a él. Puedo imaginarme la atmósfera que aquella noche reinaba dentro del bar. Debían de estar las luces bajas. La gente, acodada a las mesas, seguramente chocaba sus vasos de whiskey y se oía el tintineo de sus hielos. Nadie se imaginaba, ni siquiera Manolo, quién era aquel misterioso hombre de pelo rubio y acento español. ‘Estaba solo’, me dice Manolo, ‘y al principio no parecía que tuviera muchas intenciones de hablar’. Pero entonces esto fue lo que sucedió:

—… Mira, aquella noche había ido con un amigo al Radio City Hall. Habíamos quedado de vernos con unas novias de aquel entonces. Y, mientras esperábamos, vimos a este hombre llegar y sentarse junto a nosotros. Desde luego, no lo reconocí. Es más, ni siquiera sabía que esa noche iba a tocar con una banda de rock. Pero sucede que estas chicas no llegaban, nosotros estábamos tomando, así que no tardamos en empezar a platicar. Al principio, por supuesto, le llamábamos hasta su mesa, después ya se pasó junto a nosotros, agarramos confianza y salud, salud, salud. Yo le pregunté, ¿eres español? Él me dijo, ¿se me nota mucho? Nada más cuando cierro los ojos, le dije yo. Así que de ahí salió que yo tocaba en Puebla, mi amigo tocaba en Ciudad de México, y que a los dos nos gustaba Sabina. Él se nos quedó mirando por un momento. Tal vez pensó que no sería bueno decirlo, o tal vez se quiso echar a reír, pero el caso es que, tras añadir una pequeña pausa, nos soltó: ¿Ah, sí? Yo he sido guitarrista de Sabina. Y nosotros, luego de mirarnos mutuamente, le dijimos: Ah, ya, no manches güey. Lo curioso es que no hizo nada para convencernos. Fue entonces cuando yo le pregunté, ¿pues cómo te llamas? Tony Carmona, me dijo, y yo lo único que pude decir fue NO MAMES, cabrón. Pero así, NO-MA-MES. ¿Cómo fue que no lo reconocí? (…). Claro que después él tocó con su grupo de rock, pero cuando terminaron decidió quedarse otro rato más. Fue entonces cuando me invitó a subir. Tocamos Princesa, ahora que recuerdo, también ¿Quién me ha robado el mes de abril? A él le gustaba mucho Eva tomando el sol, y recuerdo que la hicimos en un estilo de rock. No, no, se portó muy generoso conmigo, lo disfruté mucho, y al final estuvo bien que ninguna de nuestras chicas llegara, porque nos quedamos platicando con él hasta que amaneció y nos corrieron del bar.

***

Manolo Molina guitarra barrio del artista Puebla

En estos días de agosto, tres meses después de haber platicado con Manolo, escucho más que nunca Joaquín Sabina, Jorge Drexler, Silvio Rodríguez. Mientras hago limpieza o voy camino al trabajo montado sobre la línea 1 del metrobús, abro Spotify y mecánicamente me dejo llevar por los sonidos y las formas del cantante cubano, por las metáforas y aforismos del cantante charrúa, por el intro con armónica de Rosa de Lima y la voz aguardentosa del trovador español.

Así, mientras la ciudad discurre por la ventana, sumido en este estado de inconsciencia letal, yo saco mi libreta, la pongo sobre mis rodillas y, bombeando la tinta del lapicero, sin importar lo que me diga la gente, escribo con prontitud: Al igual que la música, solo la literatura puede salvar.

No sé cómo terminar este perfil. Los recuerdos son muchos, y el espacio tan corto, que quisiera contarles sobre la vez que me trajeron aquí, al Café Galería Amparo, sobre la noche en que conocí a Manolo Molina y lo escuché cantar (de esto hace ahora diez años), sobre las veces que venía con B y nos sentábamos a fumar en la jardinera, y después, cuando todo terminaba, salíamos ebrios y felices y caminábamos hacia la Palafox. Pero nada de esto les contaré. No hace falta y no importa. Lo importante es que estoy otra vez acá, en el Café Galería Amparo, una noche cualquiera de agosto; y si en el fondo no hago más que esperar a Manolo para cazar algo que no aprehendí, por momentos también me da por pensar que a lo mejor sin la trova, este género que nació en el medievo y que Guillermo IX de Aquitania popularizó, yo nunca habría recorrido el camino que recorrí, ni habría escuchado jamás a Bob Dylan, ni descubierto los libros a los que la trova me llevó después. En otras palabras, mirándome desde esta orilla que es el presente, estoy seguro que sin la trova no hubiera sido feliz.

Dice Manolo (o me dijo la primera vez que platicamos) que su noche empieza desde la casa. Revisa lo que se va a poner, la loción que utilizará. Luego sale de su casa, a eso de las siete, y desde que deja su coche aparcado en el estacionamiento, comienza a saludar a todos como parte de su ritual. Primero a los viene-viene, que en ocasiones le ayudan a cargar con sus cosas, luego a los meseros y cocineros, después a sus músicos (con quienes se pone a fumar en la jardinera) y, por último, a las caras conocidas y no conocidas que con impaciencia lo esperan en el café. A propósito de esto, me dice (o me dijo cuando platicamos la primera vez):

—¿Sabes? En ocasiones me han comentado que ya no lo haga. Me han dicho ‘oye, ya no quieren que te asomes a la cocina, cabrón’. Pero lo cierto es que a mí me gusta que la gente con la que trabajo sepa que tengo educación. Además, así les demuestro que los quiero, porque los quiero, la verdad (…). Ahora, no solamente por eso llego temprano, sino también para ver al músico anterior. Me gusta escuchar en qué sintonía va, sobre qué ritmo, sobre qué género, sobre qué artistas, no para cortarlo sino para darle continuidad… Pero sí, en eso se resume lo que hago todas las noches, desde hace más de 25 años, antes de subirme a cantar… Es más, hoy lo voy a hacer otra vez, jaja.

Manolo trovador Barrio del artista en Puebla

Yo estoy en la mesa del fondo, acaso en la parte más oscura del café. Acompañado de un vaso de whiskey con agua mineral, me dedico a observar a la gente (como si conversaran ante una fogata, sus rostros se iluminan por las veladoras sobre sus mesas) mientras releo las últimas preguntas que Manolo me contestó:

¿Qué salvarías del fuego? Mi guitarra, sin ninguna duda.

¿Cuál es la canción que más te piden? Brazo de sol… Y la odio, cabrón.

¿Qué es la trova para ti? Un modo de vida. Es lo que me da satisfacciones personales, económicas e intelectuales también.

Por último, ¿Manolo Molina es…? Un desmadre, cabrón.

Entonces aparece Manolo. Yo levanto la cara y lo observo. De golpe, se hace un silencio dentro del bar. Viste un saco azul, camisa blanca, pantalones de mezclilla, zapatos negros. Cuando finalmente sube los peldaños del escenario, detrás de sus músicos, la gente comienza a aplaudir. Y así, riéndose, tomando asiento en el centro del escenario, sobre su taburete, colgándose su guitarra después, Manolo pone su cara al micrófono, pisa las cuerdas de su guitarra y empieza:

Como quien viaja a lomos de una yegua sombría
por la ciudad camino, no preguntéis a donde.
Busco acaso un encuentro que me ilumine el día,
y no hallo más que puertas que niegan lo que esconden

Barrio del Artista, Puebla, 27 de agosto de 2022

También puedes leer: Casquete corto: un perfil del poeta y barbero poblano Samuel Espinosa Mómox

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Faby Limon

Es un intérprete extraordinario , cada que empieza a tocar y a interpretar el lugar se llena de alegría y hace que seas parte de la magia que logra . Cuando se todo se apaga . Felicidades al mejor trovador del mundo y de Puebla , tus amigos Toño y Faby

Antonio Espinos (wagner)

El mejor en la Trova ,felicidades Manolo muchos éxitos mas un abrazo !!!

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