Día de Reyes en Puebla

vagabundo en puebla
Crédito: Esta imagen fue creada con Inteligencia Artificial

En la ciudad de Puebla cada vez es más común enterarse, por las noticias, de personas que han muerto en la vía pública. “Muerte por causas naturales” es el eufemismo que se usa para disfrazar que el fallecimiento fue por un doble abandono; esto pasó un Día de Reyes.

ALEJANDRO BADILLO | @Alebadilloc

Sucedió en Día de Reyes en la ciudad de Puebla, el punto final del calendario festivo que nos inunda, todos los años, con sus mensajes de concordia y amor a nuestros semejantes. Enfrente de mi casa, a primeras horas de la tarde, un hombre de la tercera edad se sienta en la banqueta bajo un árbol. Parece un vagabundo que ha decidido hacer una escala en su camino. Un vecino habla con él. Supongo que quizás lo conoce o el señor trata de encontrar alguna dirección. Regreso en la noche a casa y veo que sigue en la banqueta. En el grupo de WhatsApp vecinal me entero de algunos detalles: el señor está perdido y padece algún tipo de demencia senil. No puede dar la dirección correcta de su casa y menciona algunos nombres de hijos o parientes. Parece que tiene algunos días en esa condición. Nadie propone alguna solución. 

Avanza la noche y empieza a llegar el frío. Un vecino, anteriormente, le había dado una torta y ropa al habitante de la banqueta. Mi esposa le lleva más comida y un té. Las preguntas que le hacemos obtienen las mismas vagas respuestas. No hay certeza de que un taxi lo recoja para que lo lleve a su casa, pues cambia la versión de su dirección. Transcurre una hora y dos y parece que el señor se quedará a pasar la noche frente a nuestra casa. Entonces, viene lo mejor de la historia: llamamos a una patrulla para que nos oriente y, quizás, lo pueda trasladar a un lugar de resguardo mientras encuentran a algún familiar. Pensamos, por supuesto, en el DIF municipal y su dormitorio. Llega la patrulla y el policía municipal, resignado, como quien ha batallado con problemas similares decenas de veces en las últimas semanas, nos dice que no puede hacer nada. La única forma de llevárselo es que haya cometido un delito y esté, como se dice, en calidad de “detenido”. Poco después, con paciencia, jugando al psicólogo e intentando tranquilizarnos, nos dice que está bien que nos preocupemos por el señor sentado en la banqueta –que a veces dormita, a veces parece despierto–, pero que hay muchas cosas malas en el mundo: en su trabajo ve intentos de suicidio, asesinatos, robos con violencia y peleas de todo tipo. Cada vez más gente, continúa el oficial, pasa la noche en las calles.

El policía hace algunas llamadas a sus superiores. Antes nos ha dicho que el señor ha sido reportado tres veces durante el día, pero que no pueden llevarlo al dormitorio municipal porque carece de acta de nacimiento, entre otras cosas. Repite que en su patrulla sólo puede llevar detenidos, nadie más. Las llamadas que hace dan el mismo resultado: no se puede hacer nada porque no hay un protocolo ni alguna área del gobierno que atienda un caso como el de nosotros. El policía dice que entiende nuestra “molestia”, asumiendo que nuestra prioridad es que el señor desaparezca de la banqueta y no la angustia de que pueda morir de hipotermia sin que podamos hacer nada. Seguramente ha lidiado con vecinos que solicitan su ayuda para que se lleven las “molestias” que están en sus banquetas. 

Cada llamada que hace el oficial nos lleva, de nueva cuenta, al punto de inicio en el que no se puede hacer nada. El gobierno le está fallando al señor, pues en la Constitución está garantizado el derecho a la vida, nos dice. Durante todo este proceso pensamos, ilusamente, que los vecinos de la calle se reunirían con nosotros para presionar, al menos, al oficial o sugerir un plan de acción para ayudar al señor. Sin embargo, sólo estamos en la calle cuatro o cinco personas. Es sábado en la noche y uno supondría que la patrulla estacionada debería llamar la atención de los vecinos. Sin embargo, nadie más sale de sus casas para averiguar qué sucede. Poco tiempo después, un hombre llega en una motocicleta. Vive frente a nuestra casa, justo donde está sentado el señor perdido. Cuando se entera del limbo en el que estamos, es decir, que el policía no lo puede llevar en su patrulla para que lo reciban en un refugio, reclama entre indignado e incrédulo: “¿y entonces puede poner su casa aquí? ¿Por qué no se va al parque?”. Acto seguido, abre su reja y no sale más. Mientras ocurren todas estas cosas decenas de peatones y vecinos en auto han pasado al lado del señor. Algunos, los menos, le dirigieron una mirada. Incluso hizo su recorrido el camión de la basura y los trabajadores optaron por dejar una bolsa que está a un lado. El policía se va. Antes de irse intenta tranquilizarnos diciéndonos que estará al pendiente y que podrá gestionar una ambulancia si es necesario. La calle queda en silencio de nuevo. El señor apenas se mueve.

En nuestra casa buscamos informes de personas perdidas. Hay un par de fotos que nos dan esperanza, pero después nos informan que no corresponden a las solicitudes de la Fiscalía. Publicamos en las redes sociales, como se suele hacer, la información y una foto que le tomamos al señor. Pero el tiempo apremia, pues la temperatura sigue bajando. El señor tiene una pila de cobijas encima. Los vecinos –la mayoría de ellos– al parecer no tienen ningún problema con que se quede ahí varios días siempre y cuando no obstruya sus cocheras. Al fin, ocurre el milagro que estábamos esperando. Una amiga de mi esposa nos pasa la información de una funcionaria del Ayuntamiento. Se enteran de nuestra situación y nos mandan una patrulla perteneciente a una “célula de búsqueda”. Los tres agentes que llegan nos atienden muy solícitos y ayudan a que el señor suba al auto. Subimos, también, las bolsas con las cosas que le regalamos. Sólo queda esperar que lo reciban en el dormitorio municipal y que busquen a sus familiares, si es que los tiene. Nos queda la sensación de haber superado la emergencia inmediata, aunque la historia aún está lejos de tener un final feliz. Mientras pensamos en esto vemos al vecino de enfrente –el que pedía que el señor perdido se fuera al parque– limpiar, muy diligentemente, con escoba y recogedor, su banqueta, el lugar en donde estuvo el extraviado.

En la ciudad de Puebla cada vez es más común enterarse, por las noticias, de personas que han muerto en la vía pública. “Muerte por causas naturales” es el eufemismo que se usa para disfrazar que el fallecimiento fue por un doble abandono: familiar y el del Estado. También, por supuesto, cuenta el abandono social que ha normalizado no ayudar a las personas que, según su juicio, no se lo merecen. Si alguien tiene la desventura de estar en la situación del hombre perdido, sólo le queda esperar un milagro: que alguien no sólo se compadezca, sino que tenga el privilegio de conocer a un funcionario que sortee la burocracia gubernamental. En noviembre del año pasado un hombre fue atropellado y muerto por un auto a pocos metros de mi casa. En las noticias dijeron que la persona arrojaba piedras e insultaba a la escasa gente que pasaba por la avenida a altas horas de la madrugada. Probablemente un automovilista agredido decidió embestirlo. Como suele suceder, no hubo más información durante los días siguientes. Lo que sí se puede consultar, en las redes sociales, son los comentarios que le dirigieron los ciudadanos al atropellado y al incidente: “se lo merecía”, “adoro los finales felices”, “gracias a este héroe anónimo”, “un automovilista que se la rifó. Excelente”.

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