En esta columna el autor reflexiona sobre el uso del espacio público en Puebla, a propósito de los hechos violentos ocurridos en la Vía Atlixcáyotl.
ALEJANDRO BADILLO | @Alebadilloc
El pasado 9 de febrero ocurrió en la ciudad de Puebla un evento que ya se ha vuelto más o menos común en los años recientes: un grupo de ciclistas se manifestó en un cruce del bulevar Atlixcáyotl por las insuficientes medidas de seguridad para los peatones y ciclistas en la zona. Anteriormente, en el mismo lugar, una estudiante había sido atropellada. La protesta terminó en hechos violentos, pues un grupo de reventadores –convenientemente escoltados por patrullas de la Policía– llegaron a agredir a los ciclistas que habían bloqueado la vialidad. Los videos y fotografías tomaros por testigos y reporteros además evidenciaron que no intervino la autoridad para proteger a los manifestantes. Después se intentó sembrar la idea de que había sido un conflicto entre automovilistas y ciclistas o, peor aún, que entre estos últimos había agresores. Curiosamente –al contrario de otros eventos de violencia que ocurren en la ciudad– no se filtró a los medios ningún video del momento a pesar de que en ese cruce debe haber decenas de cámaras de vigilancia. También, curiosamente, no hubo provocadores cuando, en noviembre del año pasado, vecinos de los fraccionamientos aledaños se manifestaron en esa misma vialidad por la cancelación de las vueltas a la izquierda. Ante las protestas por la criminalización de los agredidos, el gobernador Sergio Salomón Céspedes –en lugar de condenar enérgicamente los hechos y prometer justicia– dijo que ya se había agendado una reunión entre los inconformes y el gobierno, como si eso invalidara la protesta o, peor aún, justificara la reacción de los porros de los que, hasta el momento, no se sabe nada.
El asunto del bulevar Atlixcáyotl forma parte de un problema que se ha agravado en nuestras ciudades y que no se resuelve con cambios cosméticos. La vialidad fue, recientemente, transformada en una pista de carreras por la eliminación de casi todos los semáforos y las vueltas a la izquierda. Para agregar más peligro se eliminó, también, la infraestructura dedicada a proteger a los peatones y usuarios del transporte público. La idea, por supuesto, es disminuir el tráfico y, por ende, el tiempo de traslado de los automovilistas. Sólo con la presión de algunos activistas, el gobierno reculó aunque, por supuesto, las medidas que tomó no son, en absoluto suficientes. El problema que está enfrentando a los ciudadanos y excluyendo a un gran sector de ellos, es un diseño obsoleto de las ciudades, una crisis que sobrepasa algunos intentos por hacer más vivibles las calles que habitamos como topes, semáforos, bolardos, alcoholímetros y multas por exceso de velocidad. Estos elementos funcionan, pero el problema que se enfrenta es estructural.
La ciudad de Puebla sufre las consecuencias de dejar la planeación urbana en manos del libre mercado y de una nula o casi nula regulación de la clase política aliada al poder empresarial. El bulevar Atlixcáyotl, justamente, conecta a la ciudad de Puebla con un área conurbada que incluye Cholula y otras zonas en las cuales ha florecido un boom inmobiliario. La zona de tránsito incluye centros comerciales como Angelópolis y Plaza Solesta y fue diseñada exclusivamente para el auto, pues los primeros fraccionamientos y comercios del área eran para habitantes de nivel adquisitivo medio y alto. Sin embargo, la mancha urbana fue engullendo esa extensión de la ciudad. El proyecto original fue de 1993 y fue implementado por el entonces gobernador de Puebla, Manuel Bartlett Díaz.
El auge comercial e inmobiliario de inicios de los 90 coincidió con la entrada de México al libre comercio a través del TLC. La sociedad de consumo recibió un poderoso incentivo y la ciudad de Puebla creció sólo para la utopía del auto y los fraccionamientos que surgieron en los alrededores. Por otro lado, la clase trabajadora se desplazó a esas mismas orillas para habitar zonas irregulares y con escasos servicios, incluido el transporte de baja calidad o inexistente. Con la llegada del nuevo siglo y la capitalización de la ciudad como destino turístico, la gentrificación llegó a Puebla con rentas cada vez más altas y ventas de departamentos y casas por millones de pesos. En todo este proceso la clase política, supervisada por el poder empresarial, trabajó para unos pocos en detrimento de la mayoría: cuando fue necesario hacer un distribuidor vial en la zona de la Noria se invirtieron recursos abundantes dejando en el abandono otro tipo de movilidad y acabando con el comercio de la zona, como sucede en las áreas muertas que dejan los segundos pisos.
Los activistas defensores de los peatones, ciclistas y del transporte público se quedan cortos en el diagnóstico cuando piensan que es una cuestión de “voluntad política” o de “miopía” el que la autoridad no haga valer, entre otras cosas, la Ley General de Movilidad y Seguridad Vial. La minoritaria pero muy poderosa élite económica de Puebla hace valer su agenda a través de sus representantes en la función pública. Lo público y privado comparten la misma visión de clase. Por esta razón, los ciudadanos han tomado las calles con cada vez mayor frecuencia: nos sentimos cada vez más expuestos en nuestras ciudades mientras los gobiernos nos criminalizan o miran para otro lado. Hasta que lo público, es decir, una gestión verdaderamente democrática del espacio urbano, no tome las riendas de la ciudad de Puebla a gran escala, no llegará, entre otras cosas, un transporte público (no concesionado) de calidad; una regulación agresiva de rentas y ventas de casas y departamentos para evitar la gentrificación; estrictas leyes laborales que eviten que un trabajador se someta a largos trayectos para ir a su lugar de empleo entre muchas otras políticas urgentes. La justicia social –aunque ese término incomode– debe ser un elemento central dentro de la agenda de movilidad, así como la ecológica y urbana.
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