Marzo también parece un enero chiquito, un recordatorio de las rupturas que comenzaron hace un año.
HUGO ERNESTO HERNÁNDEZ CARRASCO | @H7GO
En general podemos asumir que marzo, dentro de nuestro calendario mexicano es un noviembre chiquito. Antesala de las vacaciones, sus días también se descomponen entre los fines de semanas largos. Todo nos resulta una suave expectativa y las circunstancias parecen adquirir una cadencia amable.
Por otra parte, marzo es un mes álgido, donde el año comienza a madurar y donde la velocidad de las semanas adquiere una lentitud los lunes y una rapidez convulsa los viernes.
Claro está que con la pandemia, marzo también parece un enero chiquito, un recordatorio de las rupturas que comenzaron hace un año, rupturas que para muchos de nosotros no terminan de ser reparadas, cicatrizadas. Está demás renombrar la hecatombe en sus distintas formas, la cual todavía atraviesa nuestra condición actual.
A comparación de festividades de años nuevos pasados que luego terminamos confundiendo y mezclando entre recuerdos, marzo 2020 siempre estará ahí, preciso, como el comienzo de algo nuevo, no sabemos si mejor o peor, pero sí como una etapa que todavía no terminamos de entender, porque dicho sea de paso tenemos la certeza de estar en pandemia desde entonces pero de ahí a prever los verdaderos cambios que nos aguardan como humanidad e incluso en nuestra condición individual, hay una distancia amplísima.
Aunque intuimos, no sabemos por ejemplo, cuándo volveremos a clases presenciales, cuándo podremos volver a convivir sin distancias ni remordimientos, cuándo podremos salir a la calle como una rutina normal.
Guardamos eso sí una esperanza relativa, porque claro, nuestro llama interior -con todo y las lluvias que han caído- sigue en pausa desde el año pasado, esperando a que podamos volver a abrir la puerta como cualquier día, reencontrarnos, hablar de esto como un recuerdo lejano del cual, suficientemente distanciados, podamos abordar con cierto tono relajado.
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La prueba más cercana son los temblores del 2017. Todos y todas recordamos dónde estábamos en aquellos precisos momentos y conforme han pasado los años, de aquel drama y de aquellas desgracias, el tono ha ido pasando de lo doloroso a lo anecdótico. Esto por supuesto, nos lleva a reflexionar sobre la importancia de la Memoria como proceso colectivo.
La Memoria se vuelve necesaria hoy más que nunca, para que conforme se amplíe la distancia temporal, hechos como estos no se frivolicen o distorsionen o lo que es peor, se olviden fragmentándose en toda su compleja dimensión.
Después de aquel extraño marzo del 2020, habremos de preservar no sólo las memorias sobre la pandemia, habremos también de recordar el drama humano, sus costos, las pérdidas, los procesos paralelos e intrincados como el cambio climático, la precariedad económica y las luchas feministas.
Vaya reto el de hoy para historiar y preservar la complejidad, porque encima, no podremos determinar en el corto ni mediano plazo sus consecuencias. Se desplazarán sus efectos, los cuales seguramente se seguirán fundiendo con los hechos propios de generaciones futuras. Hechos que por otra parte -insisto- no sabremos cuáles serán ni la dimensión que van a adquirir.
Lo único que podemos vislumbrar es que, apelando al tiempo en su dimensión cíclica, los marzos de cada año venidero retumbarán en nuestros calendarios, tendrá una pronunciación propia, como lo tienen “el 85”, “el 94”, “el 19 de septiembre”. De nosotros dependerá a dónde, con qué fuerza dirigir su eco y qué forma dar a su debido recuerdo.
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