En esta columna el autor reflexiona sobre el intento de prohibir la banda sinaloense en playas de Mazatlán y la gentrificación.
ALEJANDRO BADILLO | @Alebadilloc
En días recientes ardió la polémica en el país por los hoteleros en Mazatlán y su petición para que sea “regulada” –eufemismo de prohibir– la música de banda en las playas que están cerca de sus negocios. Esta batalla, incluso, llegó a las calles de esa ciudad a través de una manifestación de los músicos. La policía, como se puede comprobar en algunos videos que circulan en las redes sociales, llegó sólo a provocar a una protesta que tenía, como únicas armas, instrumentos musicales.
Hay muchos factores atrás del enfrentamiento entre músicos y empresarios. El primero, por supuesto, es la progresiva privatización de muchas ciudades que tienen, como uno de sus principales atractivos, el turismo. Muchas playas, por poner un ejemplo, no son de libre tránsito. En ciudades lejos de la costa hay intentos por convertirlas en boutiques a través de la segregación social de poblaciones consideradas indeseables. El asunto central es la expectativa del turista que llega a países como el nuestro: ingresar a una especie de lugar controlado en el cual todo ocurre acorde al folleto que le dan en la agencia de viajes. En este escenario idílico no hay mexicanos pertenecientes a las clases populares –más allá de los que le sirven como camareros y empleados que le sirven– y, por supuesto, tampoco hay música indeseable. En muchos casos la privatización del espacio público de las ciudades turísticas no se materializa con muros o rejas. El hecho de eliminar lugares en los que pueda estar cualquier ciudadano sin necesidad de pagar o consumir, funciona como un elemento que disuade a los mexicanos que no tienen la misma capacidad de compra que los turistas.
Hay, en todo este dilema, un conflicto de clase disfrazado de buenas intenciones para lograr una convivencia “más sana”. Es, por llamarle de algún modo, la “higienización” de las ciudades que, en realidad, responde a un combate frontal a todo lo que huela a popular porque es feo, ruidoso o nocivo para los ojos de los buenos ciudadanos y, claro está, de los turistas. Es común, particularmente en redes sociales, leer comentarios de ciudadanos quejándose de la basura en las calles, el tráfico, los grafitis, publicidad en los postes, el ruido de los negocios y los siempre demonizados ambulantes. De inicio –a través de una lectura superficial– podríamos coincidir con ellos. Es decir, ¿quién puede disfrutar o defender el caos de nuestras ciudades en las que se vive casi siempre al límite? Sin embargo, hay un doble rasero para medir lo que es aceptable de lo que no. Para volver al ejemplo de los hoteles en Mazatlán: un negocio perteneciente a una cadena trasnacional puede poner la música que quiera a la hora que se le antoje sin importar las quejas de los vecinos. Algunos mirarán con condescendencia ese “efecto secundario” de la empresa, pues, como dice el dogma, es “generadora de empleos”. Sin embargo, basta que un grupo de música popular ambulante pise un área cercana a un gran hotel para que reciba amables invitaciones a desalojar el lugar lo más pronto posible. Si no obedece vendrá la fuerza pública. En Puebla –otro ejemplo parecido a lo que ocurre en todo el país– un festival masivo como el Tecate Comuna intentó realizarse en el 2022 –con la complacencia inicial y todas las facilidades de las autoridades– en el Parque Ecológico, un lugar público –con diferentes tipos de aves, entre otros animales– que iban a ser devastados por la contaminación auditiva y los miles de asistentes al evento. Sólo la organización de los vecinos y visitantes habituales al parque logró que el festival se trasladara a otra sede.
Hay otro aspecto inquietante en la búsqueda del silencio de los turistas y las clases privilegiadas de nuestro país, además, claro está, de su inquebrantable voluntad por vivir en una burbuja: el rechazo a la diversidad que, aunque les pese, se manifiesta en casi todas nuestras calles. La gentrificación que, no hay que olvidar, es una manera de acumular capital, intenta desplazar no sólo a la población que, tradicionalmente, ha habitado calles ahora convertidas en botín financiero y especulativo, sino también a su cultura. El silencio es una censura en una sociedad asimétrica en la cual la élite dicta cómo deben de verse sus ciudades a las que llegan como turistas. La plataforma Noise Project analiza en el artículo “Rincón Antirracista: Gentrificación y Contaminación Acústica” el uso de la contaminación acústica como arma para desplazar a comunidades de afroamericanos y latinos (entre otras minorías) en Estados Unidos. El texto, firmado por Alycia Basquiat, refiere que, a menudo, la gentrificación produce más contaminación acústica que la que, en teoría, intenta evitar. La razón es la apertura de clubes, bares, comercios y restaurantes que llegan atraídos por capitalizar los nuevos vecindarios colonizados, empresas que, por supuesto, no tienen ninguna consideración con los habitantes y, mucho menos, voluntad de formar una comunidad con ellos.
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