De la megamarcha universitaria al desencanto en sólo un año

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Un año después de la megamarcha universitaria, el gobierno del estado ha incumplido la mayoría de las acciones que prometió para garantizar la seguridad de los estudiantes.

MARIO GALEANA | @MarioGaleana_ *

Ni en sus cálculos más optimistas pensaron que serían tantos. Esperaban que fueran muchos, sí. Pero esa misma mañana, la del 5 de marzo de 2020, se dieron cuenta de que el trazo que dejaban por las calles era inconmensurable, que no habría cálculo posible. Por fijar un número dijeron 150 mil, y no hubo quien lo dudara.

Pero, un año después, la protesta estudiantil más grande en la historia de Puebla, una respuesta instantánea al asesinato de un grupo de universitarios, parece haberse diluido sin que el gobierno del estado haya respondido a las solicitudes más básicas del movimiento.

Y la respuesta más obvia es la pandemia: con las escuelas cerradas y los estudiantes recluidos en sesiones remotas por Zoom por lo menos seis horas a la semana, la posibilidad de organización es mucho menor.  

Pero parte del ocaso también se explica en las diferencias de los representantes de las universidades, en el cotilleo de las asambleas en las que trataban de ponerse de acuerdo, en los intentos de algunos rectores por influir en el movimiento y en las advertencias de otros para hacer que sus estudiantes desistieran de seguir participando.

El gobierno planta al movimiento

La memoria nacional sobre el destino de los movimientos estudiantiles hacía que los universitarios no confiaran demasiado en las autoridades estatales.

Ese 5 de marzo, antes de entrar a la primera mesa de diálogo con el gobernador del estado, Miguel Barbosa Huerta, un grupo de estudiantes entraron a Casa Aguayo custodiados por otros, bajo una lona que pretendía ocultar su identidad.

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Fotografía: Luis Conde. Intervención: Noé Vidaurri

“Teníamos amenazas de que nos iban a aventar ácido”, dice Pablo Portals, integrante de la comisión de enlace gubernamental del movimiento. “Eran cuentas falsas que nos decían eso, que nos llovería ácido. No lo dijimos públicamente porque entonces nadie habría ido a protestar. Pero sí publicamos que teníamos todo un protocolo de seguridad para evitar infiltrados”.

Aunque hubo varias mesas de diálogo con las autoridades del estado, con el paso de los meses el gobierno cerró toda comunicación. Y lo hizo por partes: primero sus representantes alegaron falta de tiempo, pero después sencillamente dejaron de contestar los mensajes.

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Una justificación que ofrecieron fue el riesgo de contagio por la pandemia. Pero, en realidad, no tendría mucho qué informar si las mesas se llevaran a cabo: la instalación de cámaras de vigilancia sólo se ha realizado en cuatro de cada 10 unidades del transporte público, no se ha contratado a nuevos policías y tampoco se ha garantizado la seguridad de los universitarios.

En un año, la prensa dio cuenta de por lo menos siete estudiantes que fueron víctimas de crímenes violentos: desde homicidios hasta desapariciones, y sólo en dos de estos casos se ha anunciado la detención parcial o total de los implicados.

“La mayoría de los temas que hablamos con el gobernador no se pudieron llevar a cabo. Las autoridades se escudaron diciendo que por la pandemia no se puede continuar con las actividades. No sabemos si es falta de voluntad política, o si realmente es porque sí se les complican los temas a causa de la pandemia”, dice uno de los portavoces de la Asamblea Universitaria 25/02, que reúne a los estudiantes de la BUAP.

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La creación de una unidad o fiscalía especializada que investigara los delitos contra estudiantes fue rápidamente desechada por el movimiento debido a que dudaban de la utilidad de la propuesta, como previamente informó Manatí.

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El diálogo entre estudiantes y autoridades se redujo sólo a las instancias municipales, con las que han tenido mesas de trabajo de manera sostenida.

Parte de estos acuerdos llevaron a la creación del programa Campus Seguro, que promete vigilancia policial y la mejora en la iluminación de distintos corredores universitarios; en el desarrollo de una aplicación de emergencias; y en la peatonalización de las inmediaciones de la Facultad de Medicina de la BUAP.

“Eso fue algo que sí obtuvimos”, dice una representante del Comité Estudiantil Interuniversitario de Puebla (CEIP). “Se hizo un plan para disponer patrullas en zonas de universidades donde hay inseguridad, y también agilizar su llegada cuando hubiera algún llamado de emergencia”.

El desencanto del movimiento estudiantil

Menos de seis meses después de la protesta del 5 de marzo, la mayoría de los representantes de las universidades ya habían abandonado el CEIP, que en marzo había agrupado a por lo menos 30 universidades públicas y privadas.

“Yo tenía la esperanza de que durara mucho”, dice José Saavedra, exvocero del movimiento. “Con la pandemia la gente empezó a preocuparse por otras cosas y eso contribuyó muchísimo a que se deshiciera. Pero también empezó a haber fricciones. Para todo eran discusiones o burocracia, y empezó a perderse el objetivo del movimiento, que era pedir justicia para esos jóvenes”.

Hacia mediados de agosto, la Asamblea Universitaria 25/02 también decidió salir del CEIP tras varios desaguisados, pero ellos, junto con los representantes del Consorcio Universitario, que agrupa a las principales universidades privadas, siguieron teniendo diálogo con las autoridades municipales.

Para recordar: ¿Qué pide el Comité Estudiantil Interuniversitario de Puebla?

“Empezaban a hacer ruedas inquisitoriales en las que nos preguntaban por qué, para qué… una auscultación tremenda al trabajo que hacíamos. Nosotros preguntábamos en qué apoyaban ellos, pero se ofendían. Eso provocó que el Consorcio Universitario y la Asamblea empezaran a agotarse del CEIP. Yo fui el primero en salirme”, narra Pablo.

Un representante del CEIP reconoce el quiebre, pero lo matiza: “En todos los movimientos existen roces. Al final éramos un grupo de personas desconocidas que terminamos reunidos por un evento y cada uno tenía distintas perspectivas. Pero al final fue parte de un proceso de adaptación, de ir buscando de qué forma organizarnos”.

Al margen de las diferencias entre las organizaciones estudiantiles, otra portavoz del CEIP asegura que la dimisión de algunos estudiantes estuvo ligada a la presión que ejercieron los directivos de sus universidades para obligarlos a dejar el movimiento.  

“Eran varias las instituciones que estaban… digamos… preocupadas por cómo se estaba manejando. En la mayoría de los casos sí puede considerarse este tipo de insinuaciones que se hicieron desde sus escuelas”, dice.

Y no deja de ser significativo que aun ahora, un año después de las manifestaciones, los representantes de las organizaciones prefieran no ser citados por su nombre: una manera de preservar su identidad y la del resto de los integrantes.

Las posibilidades del futuro

Y, sin embargo, la mayoría de los representantes creen que el movimiento consiguió un hecho insoslayable: el recuerdo de que la organización estudiantil es posible.

“El paro estudiantil en la BUAP se volvió un cúmulo de exigencias y descontentos arrastrados en años, ya sea en materia de calidad de las clases, en acoso o en seguridad. Los estudiantes descubrimos que podíamos organizarnos y cada facultad hizo su propio pliego petitorio. Algunos resolvieron mucho, algunos nada, pero todos tuvieron mesas de trabajo”, dice un portavoz de la Asamblea Universitaria 25/02.

“Para mí, lo mejor fue descubrir que realmente existe una comunidad estudiantil. Creo que ese trabajo inicial valió la pena”, resalta un integrante del CEIP.

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En esto coincide el escritor Nicolás Dávila Peralta, quien observa en la marcha del 5 de marzo el fin de una generación estudiantil pasiva.

“Nos han sorprendido a todos; esta generación se diferencia de las anteriores en el sentido de que parece más solidaria y comprometida con su futuro, sí, pero también con el futuro de los demás”.

Otros son más escépticos. Para el periodista Alfonso Yáñez Delgado, autor de La manipulación de la fe: Fúas contra Carolinos en la Universidad Poblana, el movimiento estudiantil del año pasado no tuvo un trasfondo ideológico, y de allí se deriva su previsible apagón.

“Era más bien un reclamo de carácter social: que el gobierno al fin tomara las riendas del estado”, afirma.

Pero, en el fondo, otros esperan que resurja. “Esto no se ha acabado”, dice José Saavedra. “La violencia no ha bajado ni la discriminación ni los feminicidios. Creo que se necesita una continuación. Tal vez no con nosotros y tal vez no en un año o dos. Pero la necesita”.

Y Pablo Portals concluye: “El paro estudiantil en la BUAP duró dos semanas, pero su repercusión es más profunda. Lo mismo ocurrió con la marcha: duró tres o cuatro horas, pero tiene aliento en la historia de Puebla para siempre”.

*Con información de Paloma Fernández

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