Ustedes disculparán, es importante

Fotografía: Pupeto Mastropasqua // Wikicommons
Fotografía: Pupeto Mastropasqua // Wikicommons

Parecería que en estos días oscuros poca gana nos quedará de celebrar algo, sí. Pero tenemos a Astor Piazzolla

BRAHIM ZAMORA | @elinterno16

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Ustedes disculparán, pero es marzo 11. Es el año 2021. Ustedes disculparán que no hable de los hechos recientes, de las coyunturas actuales, de la Puebla poseída por los demonios de siempre, que no hable sobre mi propia agenda, que deje todo esto para después, pero hoy, solo hoy, es el centenario de ese ramalazo de luz en la noche del mundo: Astor Piazzolla. 

¿Qué decir que no sea de facto una frase hecha, una idea que envejece de inmediato porque ya se dijo, ya se pensó aquí y allá, sobre este hombre imposible?

Ustedes disculparán, pues, pero es que yo a Piazzolla lo quiero mucho, en realidad, lo quiero todo. Pensar en un código piazzollano, pues, es aprender a pensar con un afán de tango: sabiendo dónde se pondrá el paso, dónde se trabará el baile de la pareja, antes, mucho antes de que la música lo proponga, es decir, despojarse de la nostalgia y de toda pretensión de tradición para hacer una pequeña revolución: la vanguardia, pues. Piazzolla fue eso, un explorador de tierras ignotas donde todo mundo pensaba que no podría dibujarse nada más en el mapa. Y entonces pensar piazzollamente es aprender a convertirse en un sujeto de su tiempo, adelantándose al reloj. Sentir piazzollamente, eso es otra cosa muy distinta, es un huracán.

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Nació, todo mundo lo sabe, en Mar del Plata, para convertirse en un navegante del mundo, ave migrante de los pentagramas borrados por Troilo, quien tuvo fama por ir por la vida con una goma de borrar las propuestas de sus arreglistas, incluido Astor Pantaleón. 

Marinero del aire y del espacio, fue el primer Astor del que se tenga noticia: el nombre original era Astore, el padre (el famoso Nonino del Adiós) algo intuyó y lo hizo por un momento en la vida, el primero, el único. 

Y ya que hablamos del padre, pensemos en ese hombre amurallado en el Nueva York salvaje, en el Bronx de las mil voces, de los 20, mirando por su ventana interior al Sur. Ese Sur que sería signo, guía, tatuaje de la música de su vástago. Ese hombre, pues, que por 18 dólares le compró un improbable bandoneón al niño de 8 años, que tuvo que reinventarlo, porque en esa ciudad donde todo es posible (incluso comprar un bandoneón), era imposible encontrar quién le enseñara a tocarlo. 

Caminar por New York me hizo un individuo duro, con la resistencia para tolerar los temporales que produciría mi música en Buenos Aires.

Ese niño, cuyo primer asombro no se llamó De Caro, sino Bach. 

Ese niño, ya adolescente, que sería la sorpresa de Carlos Gardel. Ese momento inenarrable en que el jovencísimo Astor hizo de guía con el Zorzal por los entreveros de Nueva York, y se bautizó en el tango a sus 14, tocando con él; la madera de leyenda era su derrotero. Ya lo invitaría ese 1935 a unirse a la troupé de genios gardelianos, ya sus viejos le dirían que era muy joven para irse de músico de Carlitos. 

El azar, que es caprichoso y extrañamente generoso, supo que ese permiso no dado, nos regalaba la música. Gardel y Lepera morirían ese mismo año en un accidente aéreo en Medellín. Piazzolla, sería, en términos prácticos, su último testigo.

Aún así, el chico con suerte actúo en un pequeñísimo papel en El día que me quieras, esa película. 

El cine, el otro horizonte donde puso las notas, donde respiró agitadamente su fueye y al que nunca rehuyó, porque, ya lo dije, era un vanguardista, un revolucionario de sí. Para el cine compuso Oblivion, para el cine de Pino Solanas, le puso música a Vuelvo al Sur. Y sí, era una fábrica de clásicos.

También, Piazzolla. El defenestrado, el odiado, el traidor, el enemigo del tango. Ese snob que se atrevió a decir que era tango esa música de la que robó elementos, pero que rompió con la tradición, que, para el tango, o más bien para los tangueros, lo era todo. Y que, ironía del tiempo, sin él, el tango probablemente hubiera muerto en los baúles de los bazares de los albores del siglo. 

Sí, es cierto, soy un enemigo del tango; pero del tango como ellos lo entienden. Ellos siguen creyendo en el compadrito, yo no. Creen en el farolito, yo no. Si todo ha cambiado, también debe cambiar la música de Buenos Aires. Somos muchos los que queremos cambiar el tango, pero estos señores que me atacan no lo entienden ni lo van a entender jamás. Yo voy a seguir adelante, a pesar de ellos.

Al que le negaron pasar sus composiciones por la radio, el que tardó tanto y tanto en darse cuenta que sí, en sus venas había tango, había Sur, porque el Sur era en él un modo de estar; había un potente bandoneón respirándole en ese corazón que falló de vez en vez a lo largo de su vida. Y ahí su maestra francesa, Nadia Boulanger, que simplemente le dijo: haz tangos, ese es tu sitio. E hizo lo impensable: lo rompió, lo rearmó, lo llevó al laberinto impenetrable de la música académica y ya ahí lo vertió sobre el mundo entero como un diluvio reparador. Ese hombre, Astor Piazzolla, que conoció a la Belleza, que a la Belleza miró a los ojos y no tuvo miedo de ser tocado y tocarla en la incoherencia de los botones del bandoneón. 

Ella me enseñó a creer en Astor Piazzolla, en que mi música no era tan mala como yo creía. Yo pensaba que era una basura porque tocaba tangos en un cabaré, y resulta que yo tenía una cosa que se llama estilo.

Ustedes disculparán, pero hoy cumple 100 años el cazador de tiburones, el brillante genio que hizo comparsa con Pichuco, Horacio Salgán, con Stampone, con Amelita Baltar, con Horacio Ferrer… y también con Kronos Quarter, con Sábato, con Borges (su íntimo enemigo, Mauricio Apicella, dixit) y hasta, en un joven y fugaz encuentro, con Tito Puente. 

(Y pensar que un día de junio de 1980, estuvo aquí, en esta ciudad, tocando en el Auditorio de la Reforma.)

Nunca se adaptó a la noche porteña, la noche del tango, pero el tango fue su obra, su aire, su patria de errante. 

Hoy celebramos el centenario del asombro; él lo sabía, claro que lo sabía, que seguiría en la vida después de la vida misma, porque si el siglo XX merece una explicación, esa está en la música de Astor Piazzolla, si merece una disculpa por su naturaleza atroz, está ahí, en su obra, en su trabajo único, en su género en sí mismo. 

Tengo una ilusión: que mi obra se escuche en el 2020. Y en el 3000 también. A veces estoy seguro, porque la música que hago es diferente. Porque en 1955 empezó a morir un tipo de tango para que naciera otro, y en la partida de nacimiento está mi Octeto Buenos Aires.

Parecería que en estos días oscuros poca gana nos quedará de celebrar algo, sí. Pero tenemos a Piazzolla, es decir, la posibilidad de la Belleza, la belleza de lo imposible.

Si quieres saber más de Astor Piazzolla, su vida, su centenario, visita el sitio: https://www.piazzolla100official.com/ 

Los textos publicados en la sección “Opinión” son responsabilidad del autor/a y no necesariamente reflejan la línea editorial de Manatí.

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