Hablar lo incómodo

hablar lo incómodo

De la mano del silencio, evitando hablar con madurez emocional y política sobre lo “incómodo”, confundimos la funcionalidad social de nuestros dogmas sobre la funcionalidad lógica de nuestra propia humanidad.

HUGO ERNESTO HERNÁNDEZ CARRASCO | @H7GO

El silencio social es cruel. Resulta equivalente a un cero pendular que va de izquierda a derecha. En la lógica metafórica de esta realidad, a veces cuenta, a veces no. El silencio evoca nulidad, invisibilidad o ausencia. Es parte del camino que nos lleva a forjar las apariencias, sin que por ello la tensiones, las fisuras salgan a la superficie. Inevitablemente cabe preguntarnos ¿sobre quién recae el peso de este falaz recubrimiento?

Usualmente se dice que no hay que hablar de religión ni de política, que en esos temas nunca nos pondremos de acuerdo, que no hay que politizarlo todo, ni entrar en conflicto por asuntos que sería mejor relegar al silencio para evitar choques o incomodidades, sea esto en el contexto de una cena familiar, un encuentro o una charla informal. Esto que hemos asumido durante años como un implícito de buenas costumbres ha mostrado su obsolescencia, la cual se ha acelerado en estos últimos tiempos. No sólo porque la complejidad social nos exige a nosotros mismos hablar abiertamente de amplios “dilemas” sociales que trastocan la individualidad más íntima de la persona, sino porque también cada vez más, los efectos públicos de ciertas doctrinas o dogmas enraizados sobre la invisibilidad son un impedimento para la consolidación del respeto a la otredad desde lo legal y lo cotidiano. 

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Silenciar lo necesario profundiza la injusticia sobre las víctimas y causa muchas más, mantiene arcaico nuestros juicios. No hablar abiertamente de temas dentro de los muros de nuestra cotidianidad como la cuestión feminista, los derechos LGBTTTIQ, la eutanasia, el patriarcado, la importancia de la salud mental, el manejo de los asuntos políticos y económicos del país, y otros tantos, evita la comprensión y toma de postura consciente en torno a nuestro contexto, nuestra creciente diversidad y a los retos que se avecinan.

Mientras la inercia de la simplificación gobierne nuestra imaginario, conservaremos las palabras, las formas y las emociones en consonancia con prejuicios incuestionados, que lejos de procurarnos una libertad sólida, casi siempre terminará por facilitarnos una libertad petrificada, generada sobre la quietud de consensos que permanecen sin que algún cuestionamiento se asome, ya no digamos al ámbito de lo público, sino al ámbito de lo propio, de lo privado, de lo que nos ata a paradigmas que no nos dejan plantear, pensar y actuar de modo concreto hacia otro mundo posible. 

De la mano del silencio, evitando hablar con madurez emocional y política sobre lo “incómodo”, confundimos la funcionalidad social de nuestros dogmas sobre la funcionalidad lógica de nuestra propia humanidad, a la que llegamos, de la que nacemos -cabe recordar- sin ninguna clase de juicio previo.  

Es lugar común evocar al diálogo como vehículo de conocimiento y reconocimiento de las distintas otredades, pero aun siendo lugar común, no deja de ser una invitación poderosa: el diálogo nunca pierde su vigencia, pase lo que pase, y por eso es uno de los actos de mayor valor público y privado. En este sentido, es preciso recordar que el consenso sólo puede ser logrado tras un largo camino de reconocimientos y tolerancias mutuas estructurado sobre principios fundamentales que salvaguarden nuestra existencia, nuestra cotidianidad. Aunque utópico, su horizonte es necesario. Para lograrlo, se requiere asimilar la charla cotidiana, abierta, asumiendo ignorancias mutuas, desvaneciendo superioridades morales y procurando en todo momento la escucha como acto de verdadera humanidad. 

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