En nuestra columna invitada, Fernanda Barreto Cepeda hace una crítica al turismo colonial que imperó en el puerto de Acapulco a lo largo de la pandemia por covid-19.
FERNANDA BARRETO CEPEDA | @ferbarreto1201
La idea de perderme en Acapulco me resulta un tanto imposible. No importa dónde me encuentre, sé que si camino hacia el sur, más temprano que tarde, me toparé con playa y, una vez ahí, ya no estaré sola; algún salvavidas, artesana o vendedora ambulante tendrá la amabilidad de dirigirme a la parada de camión más cercana. La costa siempre tiene vida, no por las visitas turísticas, sino por las personas que hacen de la arena y del mar su segunda casa.
Durante la pandemia, las playas cerraron, la actividad cesó y dagas económicas comenzaron a atravesar a la población de Acapulco. Meses de angustia embargaron al puerto y el gobierno decidió, en vez de dar apoyo a los trabajadores que tenían por sustento al mar, anunciar que el semáforo epidemiológico pasaría de rojo a amarrillo (sí, saltándose el naranja) y reanudar el movimiento turístico. El consuelo que propició el aparente “regreso a la normalidad” fue efímero, pues prontamente resultó obvio que la recuperación económica llevaba como efecto secundario una precaria salubridad.
El problema no fue la cantidad exorbitante de turistas que llegó de golpe, sino su renuencia a usar cubrebocas. Uno caminaba por la calle y, de no ser por la gran cantidad de anuncios que prácticamente rogaban el acato a las medidas de prevención, podría jurar que no había pandemia, como si Acapulco estuviera apartado en tiempo y espacio de toda la crisis mundial. Pero no lo estaba.
Con el aumento de turistas también incrementó la ocupación de los hospitales. El ISSTE y los diversos edificios del IMSS no se daban abasto para tratar a las personas contagiadas; en el Vicente Guerrero, hospital general del puerto, tres de los ocho pisos estaban dedicados a mantener a pacientes con COVID-19 bajo cuidados que iban desde observación hasta entubamiento. No hubo momento de mayor crisis salubre en Acapulco que cuando las playas volvieron a su movimiento habitual.
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Quienes colmaron los hospitales no fueron los turistas (no, ellos regresaban a su ciudad natal a atenderse en el sector privado), sino las personas que, con o sin pandemia, habitan el puerto. Personas que no recibieron más apoyo gubernamental que una despensa única; personas a las que la narrativa capitalista siempre expone en primera fila, pero nunca protege; personas que “vivimos al día y al día nos podemos morir, si no es por la enfermedad entonces por el hambre” (testimonio de Ramón Bello, salvavidas de la playa de la Torre de Acapulco).
Las actitudes inconscientes, irresponsables y, principalmente, apáticas mostradas por los visitantes turísticos durante la pandemia únicamente pueden ser descritas con una sola palabra: coloniales; porque el incumplimiento de las medidas sanitarias que realizaron en el puerto no lo replicaron en sus lugares de origen; porque las estructuras de dominación que caracterizan a la policía determinaban que las personas blancas que andaban sin cubrebocas estaban “reactivando la economía”, mientras que las personas negras o indígenas reunidas en espacios abiertos estaban “propiciando un lugar de infección”; porque no hay nada más colonial que llegar a un lugar, que para ti es opcional habitar, en plena crisis de salubridad a contagiar a quienes son locales. La investigadora Aniova Prandy, en su texto Turismo colonial (2020), lo explica mejor que yo al afirmar que:
En el turismo colonial existe todo un tejido social que proporciona simbólicamente un derecho sobre el territorio y control sobre los cuerpos que habitan en dicho territorio. En tierras lejanas rodeadas de playas, donde habitan salvajes y extraños, se permite a los de la otra orilla liberar sus deseos, ser salvajes temporales a vista de todos, sin reclamos y juicios (¶8).
Dentro de las reflexiones sobre el consumo es imprescindible incluir cuestionamientos sobre cómo viajamos. La idea de los viajes como procesos de autodescubrimiento y de disfrute es válida siempre que lleve consigo una actitud consciente: entender que no todas las personas cuentan con las mismas posibilidades de traslado y que los llamados “destinos turísticos” son lugares que tienen un valor más allá del espectro económico es crucial para dejar de visitar desde una verticalidad y lograr, así, empezar a hacerlo desde una perspectiva horizontal y respetuosa, especialmente en tiempos de pandemia.
En este panorama tan opaco queda un rayo de luz: mientras las estructuras capitalistas ponen en riesgo la vida, las organizaciones colectivas resisten y defienden la dignidad. Numerosas demandas por parte de la población lograron que en las colonias Zapata, Caleta y Renacimiento se abrieran comedores comunitarios, así como que en el Zócalo de la ciudad se repartiera comida para llevar; las juntas vecinales fueron la columna vertebral de la sobrevivencia en el puerto, pues en conjunto consiguieron medicinas y suministros para quienes lo necesitaban. Habitantes de la Progreso, de Icacos y de la Chinameca, son ejemplo vivo de que cuando colapsa lo macro nos queda siempre lo micro y de que las redes de apoyo florecen, crecen y se extienden aún bajo las situaciones más críticas.
REFERENCIA
Prandy, Aniova. (2020). Turismo colonial. Afroféminas. Recuperado de: https://afrofeminas.com/2020/10/29/turismo-colonial-1/
Los textos publicados en la sección “Opinión” son responsabilidad del autor/a y no necesariamente reflejan la línea editorial de Manatí
FERNANDA BARRETO CEPEDA
Oriunda de Acapulco, actualmente estudia el séptimo semestre de la Licenciatura en Literatura y Filosofía. Acreedora a la Beca Excelencia dentro IBERO Puebla y aspirante a editora. Se interesa en temas de género, raza y clase, así como en la narrativa de novelas y cuentos.
¡Qué buen artículo! La cita de Aniova Prandy me hizo pensar también en los spring breakers, gracias por hacernos ver con otros ojos el turismo