La tragedia personal de Enrique Metinides (o la hipocresía de la muerte)

Enrique Metinides muerte
Diseño: María Prieto

Una columna para reflexionar sobre las tragedias, la muerte, y el trabajo del fotoperiodista Enrique Metinides.

PABLO ÍÑIGO ARGÜELLES | @Piaa11

Martes:

El mezcal se evapora, la tornamesa gira.  

En las entrañas de la cómoda maltrecha y mid-century que construyó un ebanista charlatán de la Laguna de San Baltazar, (y que adorna la pared del estudio de Proyecto Análogo), vive una colección de discos ecléctica —mas conservadora— que sacude su polvo cada martes. 

Recargado en el filo de la mesa, R enciende un Delicado sin filtro y sin ley: me habla sobre el Everest, extraterrestres y luego sobre cómo los hongos se comunican entre sí por debajo de la tierra (como las neuronas); también sobre un nómada selvático y famoso al que llaman ‘El Papi’. Mientras, yo lo escucho sentado en el piso, junto a la ventana: aunque son casi las diez, hace un calor terrible.

R es fotógrafo y sube montañas. 

O saca fotos y trepa cerros. 

Da igual. 

Invariablemente y gracias a su calidad de astronauta rarámuri, nuestras conversaciones tienden a ir de lado a lado, acompañadas de mezcal, humo y vinilos, con toda la pretensión que eso conlleva. Hoy empezamos con cámaras, luego saltamos a los documentales que vio en la última semana y que seguramente, por mi incapacidad de poner más de diez minutos de atención a algo, yo nunca veré. 

Pero después, cuando el disco se acaba y el silencio vuelve, hablamos de la muerte. Sobre los otros dos temas fundamentales que escribió Augusto Monterroso que hay en el éter desgraciado ya hemos hablado, y vaya que los hemos agotado: no hay más que decir sobre el amor y mucho menos de las moscas.  

La muerte, esa cosa extraña

¿Qué muere cuando algo muere?

R hace una pausa y gira su silla, busca un libro en el librero a sus espaldas, en el que duermen los títulos que M y yo hemos pasado la vida coleccionando (cinco años es una vida). Elije uno:101 Tragedies of Enrique Metinides, editado por Aperture. Lo saca sin trabajo de entre los demás como si hubiera ensayado ese momento todo el día. Lo abre en una página al azar y lo pone a descansar sobre la mesa. Yo me levanto con el peso de los treinta a cuestas y me siento en mi silla giratoria:

Es la foto de un suicidio. El cuerpo tendido sobre un balcón de la Torre Latinoamericana, un agente contemplando la muerte como si aún estuviera rondando por ahí; las cúpulas de Bellas Artes, al fondo, cualquier año, cualquier día, cualquier hora en el Distrito Federal. 

El recuerdo de Enrique Metinides podría haberse desecho en el olvido de no haber sido porque en 2015, Trisha Ziff, una documentalista inglesa, nos contó su historia en “El hombre que vio demasiado”. Que R ponga sobre la mesa —literalmente— el nombre Metinides, es una buena jugada para la noche, aunque también una especie de pesar, pues las averías personales salen a flote. 

Primero pienso en mi incompetencia para sostener una conversación cuerda sobre la ausencia de las cosas, aun al calor gutural de algún alcohol. Luego confirmo mi ineptitud para entender todo aquello. A veces quisiera la misma destreza que tienen los argentinos para escribir sobre los temas sin mencionarlos como tal. 

Para eso me falta, digamos, sur: 

Quisiera hablar de la tristeza poniendo como ejemplo un DC-10 perdido entre las nubes sin saber a dónde va. 

Quisiera poder hablar del dolor benévolo del exilio tan solo describiendo cómo las cigarras cantan al sol y se esconden un año bajo de la tierra. 

Quisiera poder hablar de mi ignorancia y mis antepasados de montaña y mar escribiendo cómo es que las cosas saben más de mí que yo de ellas. (Carlos Pellicer no nació en Argentina, pero Villahermosa, para mí, ya es el sur).

Por eso, a lo largo de mi vida y por mi falta de sur, me he limitado a escribir sobre la educación sentimental que me ha dado Huexotitla. Aquí, junto al Parque Juárez no hay mucho exilio ni mucha muerte, ni siquiera en tiempos de guerra, ni siquiera en noches sofocantes: todo se sostiene como desde hace treinta años, suspendido en un aire tan solo roto por algo extraordinario como el vuelo de un avión que destroza el silencio lapidario de la cuarentena.

Martes:

Gira otro disco.

En algún punto, cuando Roma, Cuarón y un cuento de José Emilio Pacheco salen a flote en nuestra conversación (¿qué es esto?, ¿2018?), R menciona la pretensión de la fotografía blanco y negro y la osadía de usar The Great Gig in the Sky para el promocional de la película, mientras se levanta, apaga la tornamesa y pone Dark Side of The Moon en las bocinas de su celular.

¿Y Metinides? La foto yace sobre la madera, iluminada como por sombras, pues sólo hay luz indirecta.

Nadie se hubiera preguntado jamás, al ver la foto de un cadáver tendido en una azotea de la Latino, quién sería el autor de esa foto de la nota roja; nadie, al notar el barandal de hierro, hendido por el golpe del suicida, se hubiera preguntado por su nombre y apellido, o si aquel fotógrafo que logró enmarcar en la misma escena las cúpulas del Palacio de Bellas Artes y la muerte, había hecho más cosas, tomado más fotos, si era hombre, si era mujer, si era periodista, o tan sólo un chismoso que tuvo la suerte de tener una cámara en el preciso instante.

Nadie se hubiera preguntado.

Nunca.

Metinides, fotógrafo esencial para cualquiera que se autodenomine profesor de periodismo, murió el día que Trisha Ziff lo salvó de la muerte. Metinides tenía vida en su propio anonimato, sus negativos llevaban una buena vida en la oscuridad de sus muebles maltrechos repletos de ambulancias de juguete. 

Pero vino el documental, vino Ziff, vinieron las exposiciones internacionales; vinieron los maestros universitarios a enseñar el documental a las nuevas generaciones, “miren, esto es fotoperiodismo”, “tráiganme un ensayo: ¿puede la nota roja ser considerada un arte?, ¿puede el periodismo estar colgado en los museos?, sí, no, explique su respuesta”. Luego vinieron los artistas, los curadores incrédulos: ¿cómo alguien que no es artista o que no se autodenomina así mismo como tal, pudo haber hecho todo este corpus sin alardear nunca sobre él?

Imposible.

No es hasta que alguien más vino y nos dijo que esto estaba bien, que logramos apreciarlo. 

Ahora suena la voz arenosa de Richie Havens, R prende otro Delicado. 

Tiene que venir un europeo a decirnos que todo esto está bien y que todo esto nos puede gustar y que mira qué bueno es este fotógrafo. Ya no recurramos a gentilicios, digamos, alguien mayor, alguien con más autoridad, por así decirlo. 

O tenemos que irnos para poder volver, que es lo mismo, y así ha sido todo en nuestras vidas, no importa la disciplina, la década, el momento: casi siempre somos nosotros los instruidos, los exiliados, los resucitados, casi nunca a la inversa. 

Y por más que no quiera tirar la piedra y esconderme bajo la sombra de la suposición, por más que cuestione lo que dice R entre el humo del cigarro, no puedo dejar de pensar que sí: sin ese documental, hoy no estaríamos hablando de Metinides, ni de su trabajo, ni de sus fotos, ni de su colección de ambulancias, ni de su “forma tan peculiar de ver la tragedia”.

Sin ese documental inglés, hoy no habría un libro de Metinides sobre la mesa del estudio. 

No hablaríamos ni siquiera de su muerte. 

¿Es la historia lo que importa?, o es quien cuenta la historia lo que importa. 

Ahí está un cuerpo inerte. 

Es el suicida. Pero no hay morbo, no hay sangre, la fuerza de la foto no está en el cuerpo, ni el policía, ni en la transparencia del cielo. La fuerza de la foto está en el barandal hendido, en el golpe invisible del desgraciado que decidió aventarse y cuyo último recuerdo fue el olor a esmog de la ciudad monstruo y dobló, con el peso de su muerte, un barandal de hierro. 

Nadie hubiera visto eso nunca. 

Pero sí Metinides, que murió la semana pasada. ¿Y qué murió con él? Nada que no hubiera muerto ya antes de que fuera descubierto por los curadores internacionales, ni por los tuiteros de oportunidad. 

La nube de humo que ronda la cabeza de R es cortada por el vuelo de una mosca. 

Qué tarde es para una mosca.

¿No debería estar durmiendo?

¿Será de las que viven 28 días?

¿O será de las que mañana, a esta misma hora, ya estará muerta?

MÁS DEL AUTOR: ¿Qué le han hecho a mi bar, ma? – La ciudad y todos sus monstruos IX

Los materiales publicados en la sección “Opinión” son responsabilidad del autor/a y no necesariamente reflejan la línea editorial de Manatí.

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