Sobre el tiempo y el espacio

COLUMNA DE PABLO ARGÜELLES GRÁFICO
Diseño: María Prieto

Y con todo esto no pretendo hacer un estudio de la memoria en 500 palabras, sino hacer una nota personal para recordar eso a lo que se la ha venido llamando la memoria futura.

PABLO ARGÜELLES | @Piaa11

Siempre he creído que los lugares son la gente que los hace. De nada vale un cuarto lleno de espejos si no hay nadie para verse en ellos; no existe un país si nadie puede contarnos qué es lo que lo habita y respira dentro de sus fronteras. Los lugares, sí, tienen tanto que ver con la memoria inmediata y personal, pero también con la colectiva, y para ellos siempre debe haber quién nos cuente los mitos y las fobias de un patio, de un parque, de un bosque y de cuatro paredes y lo que contienen.

Creo en los lugares importantes de nuestras vidas como islas en el aire, a las que podemos ir siempre que seleccionamos un recuerdo, y uno colecciona islas como tantas memorias va teniendo. No sé si para este momento ya estoy parafraseando a San Agustín, o a Germán Dehesa, o a Saldaña París, y si sí, lo hago sin temor al plagio, pues en lo grave de mi falta e irresponsabilidad, está mi punto: los recuerdos se desgastan y lo que recordamos en realidad, no es sino el recuerdo del recuerdo de cuando recordamos algo en específico.

En ese caso, cada vez que pienso en lo líquido de la memoria (que corre como agua de un río por un puño, imposible de atrapar) me remito invariablemente a lo que Guillermo Fadanelli escribió en alguna novela suya que habla de la infancia, la periferia y el Canal de Cuemanco: “la memoria no evoca recuerdos precisos, sino sensaciones intangibles”.

Y con todo esto no pretendo hacer un estudio de la memoria en 500 palabras, sino hacer una nota personal para recordar eso a lo que se la ha venido llamando la memoria futura: nuestros recuerdos sobre lo que no ha pasado aún, mismos que inexorablemente serían, según Lacan, tan solo destellos de la nostalgia, las faltas y vacíos de nuestro presente.

O lo que llamamos tal.

Porque la memoria contiene, y contener es tener y detener al mismo tiempo.

La memoria, entonces, cela.

Cela los recuerdos pasados y futuros.

¿Qué pasaría si liberara sus compuertas la memoria?

Sería un espectáculo o algo parecido, como cuando la presa Hoover deja ir trillones de litros de agua desértica al vacío.

¿Qué pasaría si todo lo que limita a la memoria anduviera libremente?

Un Big Bang

El gran estallido.

Viajaríamos por fin al pasado y veríamos, de una vez, el futuro, sin la famosa y tiránica limitación de la línea temporal.

Algo así, creo.

***

Un día, harto de un taller literario al que había ido específicamente a CDMX, fui a beber a uno de mis bares favoritos de la Colonia Roma: un lugar en perfecta e irresistible decadencia que ese día estaba más concurrido de lo habitual.

Ahí, como soy un tipo de costumbres y con fobia a lo desconocido, me senté en el mismo banco de la barra en el que me había sentado la noche pasada y la noche anterior a la pasada.

Saludé al mesero y sí, sorpresa, volví a pedir exactamente lo mismo.

De pronto mi terror más grande se materializó: el señor de junto, que estaba solo, como yo, me empezó a hacer plática. Me preguntó por el libro que llevaba y que al llegar había aventado en la superficie de formica decolorada. Luego, hizo mucho énfasis en la pregunta: ¿por qué bebes hoy?

MÁS DEL AUTOR: Escapar

La verdad es que nunca he estado preparado para las preguntas cruciales de la vida, así que mentí: le dije que estaba harto del taller de escritura y que, sobre todo, detestaba la forma en la que todos se medían entre sí y fingían ser absolutamente otra cosa menos lo que eran: unos eran novelistas consumados, otros padres amorosos, otros artistas en medio de un año sabático, y lo que tenían en común, casualidad, era que todos se encontraban atorados en el manuscrito de la obra más importante en lo que va del siglo, y por eso habían elegido ir al taller.

Aunque ya no tenía ningún vaso frente a él, su aliento delataba horas de haber estado ahí, y debajo de una especie de boina negra, vi por primera vez sus ojos directamente: eran impresionantemente lúcidos, contrario a lo que su voz y movimientos pudieran haberme hecho creer.

¿Y tú que estás escribiendo?, me preguntó.

Le dije la verdad: nada en específico.

Por eso estás hasta la madre del pinche taller, porque te molesta que los demás tengan claridad, o al menos finjan tenerla, me dijo.

Tú sigue escribiendo y que lo demás te valga madres.

Pero escribe: la claridad viene después.

Hizo un gesto con la mano como si tuviera un vaso y brindara conmigo.

En ese momento alguien llegó detrás de él a saludarlo y juntos se fueron a una mesa en donde todos se pararon a saludarlo.

Yo seguí con lo mío.

Solo horas después, cuando el momento aquel se convirtió en memoria, me di cuenta que había estado hablando sobre mis motivos para beber (al menos los de esa noche) con Guillermo Fadanelli.

“La memoria no evoca recuerdos precisos, sino sensaciones intangibles”.

¿Quién puede decirme en verdad si esa mano que sostuvo ese vaso invisible y que brindó conmigo porque me valiera madres todo lo demás, no es en realidad un daimon del otrora Distrito Federal, un intercesor de lo divino, etílico y misterioso, que dijo las palabras correctas para que hoy, de alguna forma, esté escribiendo esto?

Qué pena no saberlo nunca.

Salud por los vasos invisibles.

Por lo que no existe.

Por lo que nunca pasó.

O sí.

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