El camino de Claudia Rivera para ser candidata de Morena fue difícil. Ahora deberá enfrentarse por segunda ocasión al panista Eduardo Rivera.
MARIO GALEANA | @MarioGaleana_
Dos días después de su designación como candidata a la presidencia municipal de Puebla, Claudia Rivera Vivanco apareció en una conferencia en la que se mantuvo impasible, casi discreta. No pronunció un discurso grandilocuente, e incluso al mirar sus ojos, el último reducto entre el cubrebocas y el rostro, uno tampoco habría dicho que sonreía a destajo.
Había ganado la nominación de su partido —la segunda en sólo tres años—, para gobernar una de las cinco ciudades más importantes del país. Un éxito descomunal para cualquiera.
Y, sin embargo, la mañana de ese domingo 28 de marzo nadie agitó una matraca. Quizá porque nadie creía que todo hubiera acabado. Era más bien lo contrario: todo parecía a punto de comenzar.
Horas después, por la tarde de ese mismo día, su principal rival en la competencia interna de Morena, Gabriel Biestro Medinilla, anunció que había impugnado su designación como candidata.
Aun sin conocer el destino de esa impugnación, Biestro se adelantó a decir que no apoyaría su candidatura durante la campaña que se avecina. En voz de quien hasta hace poco era el delfín del gobernador Miguel Barbosa Huerta, la declaración sonó como un portazo desde Casa Puebla. Y hubo otros que escucharon un tambor de guerra.
El difícil camino de una segunda vez
La designación de Claudia Rivera se postergó casi un mes, pero mucho antes en cada sobremesa se decía que ella sería la candidata de Morena.
En este punto las opiniones divergían en tres bandas, y en ninguna se hablaba de Gabriel Biestro. Algunos decían que sería candidata por su gobierno y la relación con la cúpula del partido; otros aseguraban que más bien era el rechazo al gobernador lo que motivaba la decisión de la cúpula; los últimos, quizá por no errar, aseguraban que era una mezcla de ambas cosas.
Para el caso daba lo mismo. La designación se cumplió no en tiempo, pero sí en forma, y no importó que el gobernador agitara al partido como antaño lo había hecho en el PRD, con marchas, clausuras simbólicas de edificios, consejos en los que se designaba a dirigentes espurios.
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No fue lo único que Rivera tuvo que sortear durante las semanas que precedieron a su designación, y muy probablemente tampoco será lo último, porque todo —está dicho— parece a punto de comenzar.
El Congreso de Puebla, controlado por Biestro, dio entrada a una solicitud de revocación de su mandato como presidenta municipal, que fue promovida por una asociación de empresarios de la que nadie, hasta entonces, había escuchado hablar.
La Auditoría Superior del Estado —autónoma y no por eso menos supeditada al Congreso— presentó una denuncia penal en su contra ante la Fiscalía General del Estado por supuestas anomalías en la asignación de un contrato por 64 millones de pesos.
El gobernador y luego los medios de comunicación más afines a él la responsabilizaron por los daños a inmuebles públicos y privados que se realizaron durante una de las marchas feministas convocadas en el Día Internacional de la Mujer.
El Instituto Electoral del Estado (IEE) dictó medidas cautelares en su contra y, bajo el argumento de que se había realizado promoción personalizada a su favor, ordenó la eliminación de 87 publicaciones en redes sociales en las que ella aparecía.
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Todo esto ocurrió antes de la tarde del viernes 26 de marzo, la tarde en la que Rivera apareció en una fotografía junto a Mario Delgado, dirigente nacional de Morena; y antes de la mañana del domingo 28 de marzo, cuando los dirigentes locales del partido la presentaron oficialmente como candidata a la alcaldía de Puebla.
No deja de ser paradójico que Biestro, al anunciar la impugnación del proceso, haya dicho que Rivera era “un perfil perdedor”, el aviso de una derrota en la que —dijo— no meterá las manos.
Era él quien tenía al congreso, era él quien tenía a la auditoría, era él quien tenía a los medios, era él quien tenía al gobierno, y la historia reciente de los órganos electorales en Puebla deja poco margen para no pensar que era él quien también tenía al instituto.
Pero el perfil perdedor, según él, es otra.
El segundo cara a cara
Durante la mañana del domingo en el que fue presentada como candidata, Claudia Rivera intervino poco, unas tres o cuatro veces, pero tenía sobre la mesa un iPad en la que anotaba algunas de las ideas que le venían mientras la prensa le realizaba preguntas.
Eran cosas bastante previsibles: la impugnación de Biestro, el futuro del partido, su segundo cara a cara con Eduardo Rivera Pérez, el panista al que derrotó por más de 70 mil votos en las elecciones de 2018 y al que se volvería a enfrentar el 6 de junio de 2021.
Sobre este último le preguntaron cómo pretendía remontar la diferencia de dos dígitos que, según algunas encuestas filtradas por su rival en la contienda de Morena, la separan del puntero.
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Pero Rivera, en su intervención más osada, zanjó toda discusión: “No vamos a engancharnos en discursos derrotistas. Quienes lo hacen son aquellos ahora quieren recuperar sus privilegios y quieren volver a esos espacios donde tuvieron la oportunidad de hacer las cosas bien y no lo hicieron y traicionaron la confianza del pueblo”.
En el 2018, cuando se enfrentaron por primera vez, Eduardo Rivera también era, según los sondeos, el favorito de la contienda. Él era un político con experiencia, mesurado, bien ubicado a la derecha, conservador, bastante conocido. Ella era joven, era mujer, era de izquierda y, sobre todo, no tan conocida.
Tres años después algunas cosas han cambiado, pero la noción general permanece más o menos del mismo modo. Él sigue siendo él, ella sigue siendo ella, y una rosa es una rosa es una rosa.
Y todo está a punto de comenzar.
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