En nuestra columna invitada, Daniela Cordova reflexiona sobre la movilidad social, el privilegio y las condiciones sociales y económicas que pueden excluir a las personas.
DANIELA CORDOVA TENA | @dancorten
En la ventana de la habitación que se ha convertido en mi oficina veo una barda que fue edificada para dividir el límite del fraccionamiento y de los habitantes de la colonia de al lado. Escucho a los vendedores de frutas y verduras, a los chatarreros que compran fierro viejo, el transporte en moto que aquí en Tabasco se llaman pochimoviles. Aquí no se les permite pasar como si esas actividades denostaran por alguna razón el estilo de vida de los habitantes. De este lado solo se puede vender a puerta cerrada o por whatsapp, caminar a la entrada del fraccionamiento bajo el sol o en bicicleta.
Existen en México bardas más altas o más anchas que impiden ver, escuchar o conocer lo que sucede con los habitantes vecinos.
Por mucho tiempo estar de este lado de la barda era para mí una especie de recompensa a los méritos conseguidos tras concluir los estudios universitarios y posterior dedicación en el ámbito laboral. “Si siempre he sido muy dedicada y responsable, esto es lo mínimo que merezco”.
Viví nublada por este privilegio. Presumiendo mis logros y asumiendo que únicamente se debieron a mi esfuerzo y si acaso al de mis padres. Ahora sé que es lo mínimo que debí alcanzar con las oportunidades que me fueron brindadas.
Por mucho tiempo fui una víctima más de la idea de la meritocracia. Nací en una realidad con ventajas económicas, sociales, psicológicas, que formaron mi personalidad con lo que he logrado estabilidad y crecimiento socioeconómico. Y justo esa es la trampa en la que caemos, queremos medir al resto con la misma vara y bajo los mismos parámetros.
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Si bien hubo esfuerzo, de niña y hasta que salí de la casa de mis padres nunca me tuve que preocupar porque hubiera comida en mi mesa. Diariamente había un plato caliente preparado. Mi formación básica y hasta la media superior la estudié en escuelas privadas. Cuando por alguna razón la situación económica se complicaba, tuvimos el apoyo de mis abuelos, ambos jubilados de PEMEX.
Aunque no siempre contamos con un vehículo familiar, no tuve dificultades de movilidad. Mi mayor esfuerzo fue tomar transporte público colectivo, es decir, las famosas combis o microbuses. Y aunque en algún tiempo mi mamá y mi papá trabajaron, nunca me sentí desprotegida. Siempre tuve el apoyo de alguno de los dos. Incluso cuando mi papá falleció no fui obligada a trabajar para aportar algo en la casa. Pude seguir estudiando. Si trabajé fue por gusto. La universidad prácticamente fue subsidiada por el estado, tenía que pagar $100.00 al año.
Estos factores, que no son mérito mío, sino del lugar y la familia en la que nací, contribuyeron al nivel de vida que tengo hoy.
Se habla de pobreza y de fórmulas para combatir la desigualdad, considero que en muchos casos no comprendemos las implicaciones de lo que aportamos como soluciones. Estudiar, esforzarse, “echarle ganas”, ser buenos ciudadanos, trabajar duro, levantarse temprano y los etcéteras que se les vengan a la mente. Si bien es factible que una persona como yo logre escalar de nivel socioeconómico, no es igual para la mayoría.
No entendemos la pobreza y sus repercusiones. Crecemos con discursos heredados que perpetúan la idea de que las personas vulnerables son resentidas con una connotación negativa y de superioridad de quien la dice. Que sólo están a expectativa de los programas sociales o asistencialistas para seguir siendo parásitos de los que sí pagamos. Peor aún, pensando que nos tienen envidia. Que si se esforzaran más podrían brincar de esa condición con el discurso reduccionista que equipara la pobreza con la flojera o la mediocridad.
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Los datos del INEGI (2020) señalan que hay casi 31 millones de personas, 66.1% de la población que no cuentan con un ingreso suficiente para cubrir el costo de dos canastas básicas, y de ese porcentaje el 49% trabaja más de 56 horas a la semana.
De acuerdo a las cifras actualizadas al cuarto trimestre de 2020 de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (STPS-INEGI), el 51% de las personas con escolaridad media superior y superior están desempleadas.
Por si fuera poco, de acuerdo con la red de estudios sobre desigualdades del Colegio de México, en 2012 las probabilidades de acceso a educación superior para los jóvenes provenientes del 25% de hogares más ricos del país eran siete veces mayores que para los jóvenes provenientes del 25% de los hogares más pobres. Entonces la educación deja de ser un vehículo para la movilidad social, al contrario, se vuelve un mecanismo para frenarla.
Los datos anteriores nos dicen, entonces, que la gente que no cuenta con ingreso suficiente trabaja muchas horas al día y que “hacer el esfuerzo” de estudiar por lo menos bachillerato no garantiza un trabajo. Además que aunque así se lo propusieran, las personas más vulnerables tienen menos oportunidades de acceder a una carrera profesional.
Hasta este punto, ¿aún crees que todo lo que has alcanzado fue mérito propio? Considero importante hacer una reflexión que cuestione lo que hasta hoy teníamos por cierto. Que realmente nos preguntemos si conocemos al otro, sus motivaciones, actitudes y necesidades. Si es justo quedarnos con el discurso que solo sigue estigmatizando la pobreza como una característica a la persona y a sus acciones individuales.
Ahora, te invito a pensar lo siguiente; ¿cuál crees que sea la razón por la que las personas que nacieron en Alemania, tienen un mejor nivel de vida que las personas que nacieron en Haití?
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Quiero aterrizar la idea a través de una analogía que hoy es muy pertinente, las vacunas. De acuerdo con los datos del portal ourworldindata.com[1] al cierre de mayo del 2021, el 22% de la población de países con ingresos altos se habían vacunado, contrastando contra los países de ingreso medio con un 2.1%. La comparación contra los países de ingresos bajos es todavía más impactante, ya que menos del 0.1% de la población tiene su esquema de vacunación completo.
El porcentaje mundial en ese mismo periodo fue de 5.8%. Es decir, los países “más ricos” están 16.2% por encima de la media mundial. Si usamos la misma lógica de pensar que el esfuerzo y el “echeleganismo” es suficiente para tener mayor población vacunada, no estamos considerando que los países con más recursos no sólo tienen lógicamente mayor capacidad de compra, también el poder de financiar protocolos, aportar tecnología, recursos humanos, etcétera.
Es decir, obtener una rebanada de pastel mayor y en mejor tiempo. Y sólo algunos casos como India (que se encuentra entre los países con ingresos medios) pueden aspirar a tener un mayor número de vacunas para su población por ser productor. Como es de esperarse, los países africanos no tienen esa posibilidad y por lo tanto son los que menos acceso han tenido a las vacunas.
Ahora bien, los datos arrojan que India ha vacunado a 44 millones de personas, sólo atrás de EUA, que ha vacunado a 136 millones. Debido a la densidad poblacional de India, a pesar de estar en segundo lugar en número de vacunas, sólo representa el 2% de la población vacunada, contra el 40% de Estados Unidos. Claramente podemos darnos cuenta que se necesitan más vacunas para que India pueda elevar ese porcentaje. Las personas más vulnerables necesitan más recursos para poder tener bienestar.
Lo más peligroso de todo esto es que en un discurso por demás egoísta, pensamos que la desigualdad no nos afecta. Esos muros que dividen e invisibilizan que haya personas que no tengan para la canasta básica en el día a día, nos ha hecho mezquinos.
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La desigualdad nos afecta a todos, impide el crecimiento de un país entero. No solo de la gente en situación de pobreza y pobreza extrema que representa el 50% de los mexicanos, también de los clasemedieros que somos el 40% de la población.
Ya que además del crecimiento obvio que tiene que ver con el ingreso familiar, se deben considerar otros factores psicoemocionales, sociales y educativos, que contribuyen al desarrollo de las personas. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), los concentra en el Índice de Desarrollo Humano (IDH) que toma en cuenta la esperanza de vida, la educación, además de los indicadores de ingreso per cápita.
Detengámonos un momento en la esperanza de vida. Pensamos en salud y por tanto la disponibilidad de centros adecuados; tendríamos que agregar también la higiene del lugar donde vivimos y sus alrededores, drenaje, servicios de recolección de basura. Yéndonos más lejos, la seguridad, el esparcimiento y el recreo.
De acuerdo al análisis realizado por la organización Reinserta[2] con adolescentes en conflicto con la ley, en centros de internamiento las familias del 62.4% de quienes participaron en este ejercicio percibían menos de $7,000. El 65% conviven con personas en conflicto con la ley. Menos del 1% contaban con la preparatoria terminada. Sin basarme en ninguna estadística, por sentido común, puedo suponer que estos adolescentes y sus familias querían vivir mejor o que las nuevas generaciones vivan mejor. Y desgraciadamente vemos que en muchos casos el lugar en el que naces, la gente que te rodea, las oportunidades de estudiar, de tener un buen manejo del tiempo libre, también abonan a este bienestar que puede ayudar no solo a esas familias sino a toda la sociedad en general.
Vivir mejor no necesariamente tiene que ver con un sueldo o ingreso familiar. Es tener acceso a mejores servicios públicos y privados, luz, agua, internet, carreteras, calles, drenaje, lugares de esparcimiento y recreo, educación, etc. Con estas condiciones sinceramente considero que todos deberíamos ser clase media. Es decir, que todos podamos disfrutar de condiciones favorables a nuestro alrededor. Que no existan diferencias tan extremas entre la base de la pirámide y el pico. Como país, necesitamos ponernos de acuerdo para resolverlo, y la única forma de hacerlo en el México actual, es a través del Estado. Es nuestra mejor herramienta.
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Muchos economistas se han dado cuenta que es necesario que los impuestos sean realmente progresivos para tener una mayor recaudación y tasar la riqueza (herencias). Dejemos de idolatrar a los grandes millonarios, lo son porque les heredaron grandes fortunas o empresas, tuvieron pactos con el gobierno o porque tienen algún monopolio, gracias en buena parte a alguno de los dos puntos anteriores. Ellos son el 1% de México.
El año pasado (2020) los grandes contribuyentes, empresas que tienen ingresos anuales superiores a 1,500 millones de pesos pagaron una tasa de impuestos de 1.3% (con respecto a sus ingresos) en comparación con el 11% que pagaron las personas asalariadas y el 25% de las personas físicas con actividad empresarial.
Como lo menciona Enrique Quintana, director de El Financiero[3], por mucho tiempo se ha comentado que el problema en México es que la economía informal no paga impuestos. Y si bien es cierto, quizá sea un problema más grande que muchas de las mayores empresas del país pagan una bicoca de impuestos.
Es triste voltear a ver los servicios públicos y las condiciones del sistema de salud, las calles y carreteras de algunas partes del país, los sistemas de drenaje, las planeaciones urbanas, etcétera. Se necesita, además de recursos, una disciplina en la planeación, programación y sobre todo derogar la famosa Ley de Herodes, la corrupción y el ventajismo por parte los servidores públicos y por tanto también del sector privado.
Abandonemos pues, el discurso aspiracionista de la meritocracia, exigiendo mejores condiciones de vida y oportunidades para todos. Dejemos de creer que lo particular es lo general. Busquemos la redistribución de la riqueza a través del Estado que nos garantice una mejor calidad de vida para todos. Alejémonos de la idea reduccionista de que sólo está en uno salir adelante y hagamos empatía por nuestros vecinos del otro lado de la barda que también merecen, se esfuerzan y que el día de hoy nacen con una desventaja que perpetuamos con nuestra indiferencia
[1] https://ourworldindata.org/covid-vaccinations
[2] Reinserta Un Mexicano, A.C. (2018). Estudio de factores de riesgo y victimización en adolescentes que cometieron delitos de alto impacto social. Recuperado del sitio de Internet de Reinserta Un Mexicano A.C: https://reinserta.org/
[3] https://www.elfinanciero.com.mx/opinion/enrique-quintana/2021/06/15/la-reforma-fiscal-va-por-los-peces-gordos/
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