Con aforo reducido y siguiendo las medidas sanitarias, la Orquesta Filarmónica de Puebla realizó un concierto para celebrar su segundo aniversario.
LUIS SORIANO | @LuisSorianortz
Por primera vez en mucho tiempo me encontraba tras bambalinas con cámara en mano, esperando el momento preciso para capturar la atmósfera musical de la Orquesta Filarmónica de Puebla (ORFIP). El Huapango de Moncayo alcanzaba su clímax con una sección de cuerdas de arcos agresivos y armoniosos, vientos de músicos en catarsis y la metódica danza de la directora Martha Placeres.
Había llegado a la celebración del segundo aniversario de la ORFIP junto con Antonio Centeno, director ejecutivo y violinista, y Norma Lima, directora operativa y flautista. Ambos estaban emocionados por este festejo que se realizaría en el auditorio Ciudad Sagrada, en las faldas de la pirámide de Cholula.
Habíamos caminado al auditorio entre edificios coloridos, recordando el concierto realizado días antes en la Casa de la Cultura. Me sentía fuera de lugar con camiseta de Nirvana y franela roja, a sabiendas de que pronto escucharía en la interpretación musical de algunas de las piezas más importantes de la música clásica.
Pero poco después, ya instalado en el auditorio, mi oído viviría el deleite de la Obertura de Don Giovanni de Mozart, el Trino del Diablo de Tartini, “La Inconclusa” de Schubert y el Huapango de Moncayo, en una invitación abierta y amorosa que tenía un mensaje claro: cualquiera puede disfrutar de la música clásica (incluso aquellos con camisetas de bandas grunge noventeras).
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Antes de que el concierto iniciara estaba emocionado por el reto que presentaba fotografiar a la orquesta, así que tan sólo al llegar al teatro exploré el lugar de manera minuciosa para encontrar espacios desde dónde capturar a los músicos.
Pronto un sonido familiar invadió a las butacas vacías… los arcos acariciaban violines, cellos, violas y bajos y las bocas besaban trombones, cuernos, y clarinetes en ensayo individual de las piezas.
Martha escaló el escenario, el silencio invadió la sala y de pronto la música brotó junto con las primeras fotos de la noche. Mientras ese pequeño ensayo transcurría, una fila de espectadores rodeaba la calle del teatro.
Por primera vez en una larga noche pandémica, la orquesta tocaría con una plantilla completa. Este motivo de celebración sería aparente tras la llegada del público, quienes pudieron presenciar el espectáculo que les esperaba con las respectivas medidas sanitarias.
Disfruté la primera mitad del concierto desde la mirilla de mi cámara en la parte superior del recinto. La Obertura de Don Giovanni y el Trino del Diablo acompañaron a la audiencia que escuchaba en la oscuridad.
La noche cholulteca adornó con gotas de lluvia en el tejado al Caprice no.4 de Nicolò Paganini; en aire tan puro como melancólico, el solista Isaac Martínez del Ángel mostró su destreza para el público.
Bajé las escaleras en el intermedio, me escabullí entre bambalinas, La Inconclusa dio inicio y una danza compleja entre fotógrafo y orquesta tomó lugar. Crucé el escenario oculto tras el velo de las cortinas, disparé a timbales, flautas y teclados; capturé cada movimiento y emoción que pude.
Observé a la directora en sus movimientos delicados y metódicos, hasta que el aplauso invadió la sala nuevamente. Un crescendo empezó y el llamado segundo himno nacional pobló la Ciudad Sagrada.
Al final, mientras el público dejaba sus butacas y los músicos volvían a camerino, sonaron Las Mañanitas. Y no desde la rigurosidad de una orquesta, sino desde la camaradería de los músicos que festejaban el cumpleaños del oboísta principal y el segundo aniversario del proyecto.
