En la muerte de Paul Auster

paul auster
Fotografía: Flor Crosta

“Caminar es la tinta, las calles, nuestra hoja de papel. Esa idea, más allá de los tintes policiacos, siempre está conmigo cuando camino en cualquier calle de cualquier ciudad. Solo por eso, el día que murió Paul Auster, caminé”.

PABLO ÍÑIGO ARGÜELLES | @Piaa11

Paul Auster murió hace unos días, después de luchar meses contra el cáncer de pulmón. Yo me enteré tan pronto se dio a conocer la noticia, casi a la media noche, acostado, en silencio, a oscuras, con solo mi cara bañada por la luz fluorescente de la pantalla de mi iPhone. 

Así es como últimamente me entero de todo. 

Pero no lo consideré verdad hasta que a la mañana siguiente, con una taza de café entre las manos, M me dijo que se había muerto Paul Auster

A veces, solo escuchar las cosas en voz alta las vuelve parte de la realidad. 

Desde la semana anterior había esperado esa mañana con emoción y algo de nervios, pues asistiría a un fotógrafo en una sesión para The New Yorker. No sé por qué, pero cuando preparaba mis cosas, como si fuera un amuleto, metí a mi mochila el único libro que traje de México cuando nos mudamos a Nueva York hace dos años: The Red Notebook. 

Cuando, hacia el medio día, recibí un WhatsApp con la dirección y la hora donde nos veríamos, no me sorprendí para nada por aquella casualidad, pues de tan vana, era asombrosa: la cita era en Park Slope, el barrio de Brooklyn en donde Auster vivió junto a Siri Hustvedt hasta su muerte, la noche anterior. 

Yo soy un pésimo lector: siempre empiezo a leer, pero no sé terminar. Envidio a quien tiene la disciplina de leer cierto número de libros a la semana, y que, además, guarda energías para presumirlo, vanidosa o académicamente. Yo no puedo. Sea quizá por eso que los escritores que han marcado mi vida, lo han hecho de una manera más contundente, porque son pocos. En el caso de Paul Auster, mi intermitencia para con sus lecturas, mi desidia con sus libros más extensos, mi vuelta siempre a sus mismos textos, me concedió una cercanía profunda con él, al punto de la fantasía:

Cuando vine a Nueva York lo hice pensando que un día me encontraría con él en la séptima avenida de Brooklyn, y le diría que tenemos el mismo nombre, y también las mismas iniciales, y que yo también me fundí en la soledad de un cuarto de un metro cuadrado cuando llegué aquí primero en 2010, sin saber qué hacer con mi vida, treinta y cinco años después de que él inventara la soledad en un cuarto del West Village.

Y solo así, quizá, todas las casualidades del mundo hubieran tomado sentido. 

The Red Notebook, mi libro/amuleto, presenta una serie de relatos cortos que narran casualidades comunes (según su amigo Enrique Vila-Matas, el germen de toda la obra austeriana) que evidencian el tejido inexplicable del tiempo, del mundo y de nosotros mismos. 

Otro de sus libros, La invención de la soledad, me hace querer ser escritor todos los días. En él abre la idea de la muerte como si de una granada china se tratara, y luego esparce su pulpa grisácea, por lo que yo siempre he imaginado que es un mapa de su propia historia, hecho de ladrillo:

“Un día hay vida […] Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro […] Y entonces, de repente, aparece la muerte. El hombre deja escapar un pequeño suspiro, se desploma en el sillón y muere. Sucede de una forma tan repentina que no hay lugar para la reflexión; la mente no tiene tiempo de encontrar una palabra de consuelo. No nos queda otra cosa, la irreductible certeza de nuestra mortalidad”

También, en ese libro, cuando habla sobre los objetos que su padre dejó después de morir, Auster escribe una sola línea que, en gran parte, sostiene mi hacer fotográfico: 

“Los objetos son inertes y solo tienen significado en función de la vida que los emplea. Cuando esa vida termina, las cosas cambian, aunque permanezcan iguales. Están y no están allí, como fantasmas tangibles, condenados a sobrevivir en un mundo al que ya no pertenecen”.

Los libros de Paul Auster han sido muchas veces el hilo conductor (o destructor) de mis amistades:

El día que mi amigo E me enseñó el final de un proyecto fotográfico y literario con el que buscaba comprender la muerte de su padre, yo pude hacer más que ir a Strand, buscar una copia de la Invención de la Soledad, y regalársela; mi amiga P me regaló Baumgartner y después no la vi nunca más; el primer libro que M me regaló siempre, fue la edición ilustrada de La Trilogía de Nueva York.

Auster fue siempre mi primera razón para ver el mundo, para caminarlo. Ciudad de Cristal cuenta cómo Daniel Quinn, un detective privado, investiga a un hombre llamado Peter Stillman. Al estudiar sus erráticos paseos por el Upper West Side de Manhattan, Quinn descubre que cada día ha escrito una letra con sus pasos sobre el mapa neoyorquino, escribiendo un mensaje oculto:

 “Era como hacer un dibujo en el aire con el dedo. La imagen desaparece a medida que la vas construyendo. No hay un resultado, ni una huella, ni una marca de lo que has hecho.

Caminar es la tinta, las calles, nuestra hoja de papel. Esa idea, más allá de los tintes policiacos, siempre está conmigo cuando camino en cualquier calle de cualquier ciudad. 

Solo por eso, el día que murió Paul Auster, caminé. 

Cruce el puente de Manhattan y su estruendo de metal y agua. 

Y no formé letras, sino una línea recta, luego impredecible.

Luego, en Park Slope, recta otra vez.

Un día hay vida, por ejemplo. 

Todo es como era, como será siempre.

 Fotografía: Flor Crosta

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